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Robert Louis Stevenson

A última hora de la tarde, el pequeño Louis de cinco años, sale del cementerio cogido de la mano de su niñera. El viento helado sopla entre los árboles y sus hojas se arremolinan alrededor de las farolas de gas. La niñera le anuda bien la bufanda porque empieza a toser otra vez, y aprietan el paso hacia casa. Han estado visitando tumbas para leer sus inscripciones y rezar por los fallecidos, y todavía puede disfrutar un rato antes de la cena con su juego favorito: el juego de la iglesia. El niño organiza un púlpito en su cuarto y dispone a sus muñecos sentados enfrente como si fueran fieles. Se crece con los sermones que pronuncia y se siente un elegido. Después de cenar, su niñera le acuesta y le narra historias sacadas directamente de la Biblia; las cuenta con tal pasión que, aunque el pequeño sabe que va a tener pesadillas, las escucha fascinado. Ella se queda con él hasta que se duerme, y así se asegura de que no le vuelve a subir la fiebre como la semana anterior.

Esta podría haber sido perfectamente una tarde cualquiera en la vida de Robert Louis Stevenson. Ahora bien, para conocerle un poco mejor, convendría adentrarnos en un viaje repleto de contrastes y opiniones encontradas sobre su personalidad. ¿Me acompañan?

Imaginen el Edimburgo de 1850, frío, oscuro y lluvioso, en el que reside una sociedad burguesa, respetable y muy temerosa de Dios. Valores familiares, misa semanal o diaria, ingenieros, abogados, niños y niñeras, y paseos por el parque cuando el tiempo lo permite. Casas históricas, meriendas, cenas, y algún baile. Y nada más doblar la esquina, nos encontramos con un mundo decadente en una ciudad oscura, pobre, repleta de callejuelas sucias. La sanidad no existe y familias enteras malviven en habitaciones cochambrosas. Prostitución, alcoholismo, drogas y degradación son tierra común.

Ambas caras de la misma moneda convivieron pacíficamente aquellos días y nuestro escritor comprendió y retrató las dos a la perfección.

"Fue un niño muy sensible e impresionable, religioso hasta la médula y con una salud muy débil que ya apuntaba a tuberculosis"

Robert Louis Stevenson nace en Edimburgo el 13 de noviembre de 1850, en el seno de una familia acomodada y cumplidora con todos los cánones sociales del momento. Su padre era un ingeniero civil muy respetado, especializado en la construcción de faros, al igual que su hermano y su abuelo. Su madre, hija de reverendo y con una educación exquisita, era la dulzura personificada y necesitaba cuidados constantes porque tenía tuberculosis. Por su precaria salud sólo pudo concebir un hijo, en el cual el matrimonio volcó todas sus ilusiones, y a quien inculcaron el calvinismo más estricto. Cuando el niño contaba dos años, entró en el servicio de la casa una niñera, Alison Cunningham, “Cummy”, con un sentir religioso absolutamente exacerbado que por supuesto trasladó al pequeño: de ahí el juego de la iglesia. Éste la adoraba y más adelante le dedicaría la obra Jardín de versos para niños, delicioso poemario que hoy todavía es lectura habitual en el Reino Unido.

Fue un niño muy sensible e impresionable, religioso hasta la médula y con una salud muy débil que ya apuntaba a tuberculosis. Después de un ataque de bronquitis particularmente violento, se decidió que recibiera las lecciones a domicilio. Como estudiante, Stevenson tuvo cierta fama de vago que le acompañaría más tarde en sus años de universidad, pero él se defendió de estas acusaciones alegando que se pasaba la vida escribiendo y tomando apuntes en pequeñas libretas que llevaba siempre consigo. Y era cierto.

"La familia se mantuvo siempre unida, entre otras cosas, porque en sus coqueteos con el lado oscuro Stevenson fue solamente un espectador"

Para seguir la tradición familiar comienza estudios de Ingeniería, pero poco después los abandona para licenciarse en Derecho, también en la Universidad de Edimburgo. Nunca deja de escribir. En esos años ya es íntimo de su primo Bob Stevenson, y esa amistad le acompañará el resto de su vida. Bob estudió dibujo y pintura en Francia, y cuando estaba en Edimburgo visitaba asiduamente los burdeles de la calle Elder, acompañado a menudo por el joven estudiante Louis. De todos ellos, el más conocido era sin duda Clara’s, a donde acudía lo más granado de la sociedad y las prostitutas se hacían llamar damas de alegre compañía. Louis las defendía y charlaba libremente con ellas. También allí se consumían hachís y opio, a lo que tampoco fue ajeno nuestro escritor. Amistades muy poco recomendables, concursos de blasfemias, sociedades secretas… Incluso comunicó en casa que había dejado de creer en Dios, ¿se imaginan ustedes la reacción paterna? Exacto. Sin embargo, a pesar de esos desencuentros y de los que todavía estaban por llegar, la familia se mantuvo siempre unida, entre otras cosas, porque en sus coqueteos con el lado oscuro Stevenson fue solamente un espectador.

Continuemos.

"También gracias a Fanny se aleja de su prima Kate, hermana de Bob, a la que quería tanto que le había dedicado Jeckyll y Hyde"

En un viaje a Francia con Bob en 1876 conoce a Fanny Van de Grift, una señora americana diez años mayor que él, casada con un tal Osbourne, con quien tiene ya dos hijos. Se enamoran, pero ella regresa a California. Él la visita allí. Aprovecha su periplo estadounidense para seguir escribiendo, y tras varias idas y venidas no muy bien documentadas, ésta se divorcia y se casan. Termina La isla del tesoro para el hijo de Fanny, y se convierte en un autor muy reconocido para el gran público. Se cambian varias veces de domicilio y de país por su delicadísima salud y al principio mantiene correspondencia constante con autores de la talla de J.M. Barrie, Thomas Hardy, Mark Twain, Henry James, o con el mismísimo Conan Doyle. Pero poco a poco y por influencia de Fanny, Stevenson se ve obligado a dejar el alcohol y el tabaco, y se distancia de la mayoría de sus amigos que la detestan, porque controla todos los aspectos de la vida de su esposo. También gracias a Fanny se aleja de su prima Kate, hermana de Bob, a la que quería tanto que le había dedicado Jeckyll y Hyde. Fanny escribía mucho, al igual que Kate, y en una discusión acerca de un posible plagio, Stevenson tomó partido por su mujer pese a las evidencias, y rechazó a su prima. El único con quien mantuvo siempre el contacto fue con Henry James, profesándose ambos una profunda admiración hasta la muerte de nuestro escritor.

Al final, tras incontables viajes, se trasladan a vivir a Samoa, una isla de los Mares del Sur donde se convirtió en una celebridad para los nativos que le llaman Tusitala, “el contador de historias”. En los últimos tiempos, echaba de menos a sus amigos y la libertad de su vida anterior —según relata a Henry James en sus cartas—, pero estaba tan limitado por su mala salud, que se había resignado a vivir como el enfermo crónico que era. Se hizo por fin construir una casa, hoy museo, y vivió tranquilo y sereno dictando sus novelas a Fanny o a su hija Belle hasta el día de su prematura muerte, el 3 de diciembre de 1894. Sufrió una hemorragia cerebral a los 44 años.

"Javier Marías decía que al escribir sobre él se debe terminar con su propio Réquiem inscrito en su tumba"

El Mal le atrajo siempre. El señor de Ballantrae (1889), y por supuesto El doctor Jeckyll y Mr. Hyde (1886), son ejemplos perfectos. La ambigüedad manifiesta en la moralidad de muchos de sus protagonistas los haría hoy políticamente incorrectos: John Silver “el Largo” nos fascina, a pesar de saber que es un asesino manipulador, un personaje despreciable y maravilloso a la vez. Arthur Conan Doyle, en su ensayo Cruzando la Puerta Mágica (Cassell´s magazine, UK 1906-1907; Gasmask editores, Madrid 2015), estudia la obra de Stevenson y alaba su maestría al retratar a los que llama sus “villanos mutilados”, como Hyde, Pew, Perro Negro, o John Silver. También escribe que “Me cuesta creer que los niños sanos dejen morir los libros de aventuras de Stevenson (…)”.

El gran Javier Marías, uno de los mejores conocedores de la figura de Stevenson y de su obra, decía que al escribir sobre él se debe terminar con su propio Réquiem inscrito en su tumba, en lo alto de una montaña en Samoa:

Bajo el inmenso y estrellado cielo,
cavad mi fosa y dejadme yacer.
Alegre he vivido y alegre muero,
pero al caer quiero haceros un ruego.

Que pongáis sobre mi tumba este verso:
“Aquí yace donde quiso yacer;
de vuelta del mar está el marinero,
de vuelta del monte está el cazador”.

Nada más que añadir, como es lógico.

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GONZALO
2 años hace

Inmejorable cierre del artículo con el epitafio del autor.