Enfermos de la «gripe española» en un hospital de Estados Unidos en 1918.
El maestro John Dos Passos subió al avión militar que habría de llevarle hasta Europa dispuesto a morir por la patria. Entre palmaditas en la espalda y vítores, alguien recayó en esa extraña tos que le sobrevenía de vez en cuando. Dicen que fue en el aire, a treinta mil pies de altura sobre el mar, cuando por fin surgió el diagnóstico: Dos Passos se había contagiado de la terrible gripe española. El virus le dejó postrado en la cama, agonizante, aunque paradójicamente pudo salvarle la vida, pues a pesar de aquella convalecencia terrible probablemente contara con un final menos amargo que el que le hubiera esperado en el frente. En su novela El gran dinero, título que cierra su maravillosa trilogía sobre la gran caída de Estados Unidos desde el boom a fines de la Gran Guerra hasta el crack del 29, Dos Passos habla de la gripe española como el arma más traicionera. No en vano sucumbieron a ella entre cincuenta y cien millones de personas en todo el globo.
Probablemente uno de los motivos que más contribuyeron a su expansión incontrolada y a su alta mortandad fuese la gran desinformación que se tejió sobre ella. El planeta se hallaba en guerra, la censura se había implantado en todos los países contendientes, y ningún actor quería ofrecer datos sobre la pandemia que pudieran sugerir debilidad o flaqueza. Es bastante conocida la anécdota: precisamente esta desinformación hizo que la enfermedad fuese conocida como «gripe española». Dado que España era un país neutral, no dudó en plantear el problema en su prensa y en sus órganos de gobierno, por lo que de cara al resto del mundo la nación quedó estigmatizada como la primera en sufrir el virus. Sin embargo, la realidad era muy distinta: a esas alturas, uno y otro continente intercambiaban soldados que, como ocurrió con el ejemplo de Dos Passos que abre este texto, propagaban la gripe sin control alguno.
Un siglo más tarde, probablemente el problema sea, precisamente, el contrario: vivimos en un exceso de información que ya se hace indigesto. Pisamos hoy con los dos pies aquella teoría orteguiana que vaticinaba una legión de hombres-masa capaces de opinar sobre cualquier menester, inclinados a sentar cátedra sobre asuntos no relacionados con la función social que manejan, dispuestos a volar por los aires las limitaciones a las que sus capacidades intelectuales o profesionales les condenan. De este modo, proliferan en redes expertos en medicina sin titulación, epidemiólogos de nuevo cuño, personal sanitario que jamás pisó un hospital e incluso científicos que no saben si vacuna se escribe con be o con uve. Tanto daño hacen a la sociedad estos individuos como aquella censura que se cernía sobre las potencias de la Primera Guerra Mundial. Igual expanden el alarmismo más infundado que el pasotismo más peligroso. Así que olviden tertulias, tranquen sus redes sociales, olvídense de cuñados y predicadores. Parafraseando a Dos Passos: dejen que sea el Quijote el que devuelva a Rocinante al camino.
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