Después de escribir una novela de 700 páginas tan fascinante como ardua, recibida por críticos, periodistas y otros paseantes en cortes como la buena nueva del vanguardismo literario en español, cualquier diría que a Rodrigo Fresán se le ha subido el gemelo letraherido del orgullo. Pero cuando nos encontramos con él en el Hotel de las Letras de Madrid, que dentro de poco perderá su buen nombre literario, el escritor argentino que vive en Barcelona desde hace ya un cuarto de siglo se muestra más bien campechano y divertido con todo esto. Asegura que hace lo que le gusta hacer porque, para qué engañarse, tampoco sabe hacer otra cosa. En El estilo de los elementos (Random House, 2024) rompe y fusiona géneros y biografías, la suya y otras más o menos inventadas, para hablar de lo que siempre habla: los libros y quienes los escriben, la memoria, los padres y los hijos, la tristeza, la felicidad y viceversa.
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—Pink Floyd cantaba: «Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo». ¿Hay alguien en su libro que parece usted pero no es usted?
—Hay algunos.
—¿Algunos?
—Dentro de la cabeza de uno siempre hay como una versión centrifugada de uno mismo, y cuando la lavadora centrifuga la imagen parece que se va multiplicando, ¿no? Uno trabaja con eso. Empiezas trabajando mucho eso en tu primer libro y después das vueltas y vueltas, a medida que van pasando los años.
—Y la lavadora sigue girando…
—Sí, y además tu propio pasado cada vez se engrandece más, mientras que tu futuro se va achicando. Como la ropa que sale de la lavadora, justamente.
—Borges aseguraba que él no se enorgullecía de los libros que había escrito, como otros, sino de los que había leído. La aspiración de Land, el protagonista de su novela, es aún más radical, ¿no? Sólo quiere leer, bajo ningún concepto quiere escribir. ¿Es posible que hoy la extinción amenace más al lector que al escritor?
—Es un movimiento de pinza, porque a medida que los lectores son peores los escritores son también, cada vez más, peores. El hacer del escritor se nutre del hacer del lector y viceversa. Yo siempre digo lo mismo: a mí me parece que la gran literatura no corre peligro. Ni Kafka, ni Proust, ni Joyce. A todos ellos los vamos a seguir leyendo siempre, siempre tendrán lectores. El gran peligro es que los best sellers son cada vez peores. Yo soy un gran lector de best sellers, me gusta mucho el género, pero antes eran mucho mejores. El gran Stephen King, por supuesto, pero también John Irving, Morris West, Harold Robbins… Comparas las escenas de sexo de 50 sombras de Grey y las de Harold Robbins y se te cae el alma a los pies. O los vampiros de Crepúsculo con los de Anne Rice.
—¿Se había cansado de protagonistas escritores y por eso eligió ahora uno lector?
—Es un desafío, sí. Mis amigos me decían: «A ver si puedes escribir un libro sin un protagonista escritor». Y elegí un lector, pero hice trampas, porque es un poco lo mismo. Escribo siempre no solo de lo que más sé, sino también de lo que tengo más cerca, lo que más me interesa: la figura del escritor / lector, lector / escritor. Todos mis libros tratan sobre el leer y escribir, sobre recordar, olvidar, sobre padres e hijos, sobre eso que llamamos estilo, sobre la búsqueda.
—Dice en el libro: «Hubo un tiempo en que los jóvenes leían a escondidas libros adultos y para ellos prohibidos o aún difíciles, mientras que hoy los adultos leen libros infantiles a la vista de todos y casi con orgullo».
—Harry Potter, por ejemplo.
—¿Cuando ve a un adulto en el metro leyendo Harry Potter echa mano a la pistola?
—Harry Potter está muy bien, yo lo he leído. Pero no deje de leer todo lo demás. El peligro es que te pongas a leer Harry Potter y no leas nada más que Harry Potter. Y también eso me parecía un poco raro de los chicos que leían como en bucle a Harry Potter, en lugar de saltar de Harry Potter a otra cosa para volver después a Harry Potter. Tuvo lugar además un gran cambio, como digo en el libro. Cuando yo era chico, los libros infantiles y juveniles que yo leía eran básicamente los mismos que habían leído mis abuelos cuando tenían mi edad. Y ahora no. Se ha cortado la tradición. Hay una literatura especialmente diseñada para jóvenes.
—No leen Los Cinco, de Enid Blyton.
No leen Los Cinco ni tampoco leen Siddharta. Ni El camino, de Kerouac. La novela de formación adolescente ha desaparecido.
—Creo que fue Alan Moore y también Scorsese quienes, refiriéndose al cine de superhéroes, denunciaban la infantilización de la sociedad. La mayor parte de la población somos maduros que seguimos presos de los productos culturales de los 80 y los 90.
—Yo lloré con End Game, la última de Los Vengadores.
—¿Ah sí?
—Sí, y eso no está reñido con otras cosas. Ahora, el tema es cuando lo único que haces es llorar con Los Vengadores. Me parece que te estás perdiendo algo bastante importante.
—El adolescente Land lo que lee en los dos años que se tira sin ir al colegio —algo que asegura le ocurrió a used de verdad— es Drácula y el Tractatus. ¿Son dos libros de terror?
—Es completamente cierto que falté dos años al colegio sin que nadie se enterara. Pero leí Drácula, no el Tractatus de Wittgenstein. Eso me lo inventé para la novela. A mí no me gusta obsesionarme antes de escribir con algo, sino durante. Como me ocurrió con Glenn Gould, James Matthew Barrie o el padre de Melville. Y pensé: «El chaval tiene que robar y leerse un libro que lo altere».
—Escribe: «Las primeras páginas y minutos de todo, tanto de un libro como de una relación con cualquier persona, deberían exigir siempre un cierto esfuerzo». Parece como si ustedes, los autores de la escuela de la dificultad, convocaran al empezar sus libros un casting de lectores.
—Sí, un casting, un peaje, una prueba, un test de habilidades. El otro día salió la única reseña medianamente renuente que ha tenido el libro, en el El Cultural, y al final el tipo decía: «Estoy exhausto». Como si fuera algo terrible. Las mejores experiencias que me han ocurrido son las que me han dejado precisamente exhausto. Si no te deja exhausto un libro, algo no funciona. Yo creo que quedé exhausto después de leer En busca del tiempo perdido. Sigo quedando exhausto cuando leo a Faulkner o El hombre sin atributos. Hay una anécdota de Nabokov que me gusta mucho de la época en que publicaba sus relatos en The New Yorker. Un día le llama la editora y le dice: «Vladimir, mira, está muy bien el cuento que nos has mandado, pero le va a costar un poco de trabajo a nuestros lectores típicos de la revista. Y Nabokov responde: «No me parece nada mal que les cueste un poco de trabajo, porque a mí me ha costado mucho trabajo escribirlo».
—Sí, pero si entonces era difícil, ¿no lo será aún más en estos tiempos de disipación e incapacidad para concentrarnos, pendientes constantemente de nuestros móviles?
—Sin duda. Yo no tengo redes sociales, por ejemplo. Cuando veo a esa gente que se detiene en el umbral de la puerta del metro para consultar su teléfono y la puerta se cierra, y los golpea así y y ellos no reaccionan y siguen mirando el móvil, me digo: «Bueno, estamos en problemas». Pero el más serio, siquiera para leer una novela de aventuras clásicas, como para… O los que se hace selfies y se caen en los volcanes… Y al mismo tiempo, nunca se leyó tanto y se escribió tanto como hoy. Es como si una especie de don divino hubiera sido rebajado o degradado.
—Benet se rebela en el tardofranquismo contra el realismo con la bandera del Grand Style. ¿Quién sería el enemigo hoy? ¿La autoficcion?
—Autoficción es David Copperfield y autoficción es En busca del tiempo perdido. No hay nada nuevo de la autoficción. Lo que pasa es que debes saber contar una historia, ya sea de tu experiencia o de cualquier otra cosa. Y tienes que tener un cierto estilo. Pero todo esto de la autoficción actual le debe mucho a la influencia de las redes sociales. La gente empieza a contar su vida en las redes, tiene followers y hay algún editor que dice: «Ponlo en un libro». Hay influencers y malinfluencers.
—Creo que fue Rafael Reig quien dijo, refiriéndose a Pynchon, que no le gustaba el posmodernismo porque le parecía una suerte de manierismo.
—No pienso en etiquetas, no pienso si esto es moderno o posmoderno. Incluso no llego a pensar si es cuento o novela. Entiendo la necesidad de etiquetas para poner un cierto orden en el caos. Pero yo no tengo por qué someterme a eso. A mí que me pongan donde quieran. Tengo 60 años, a estas alturas no sé cuántos miles de libros he leído, he escrito trece… y al final, los libros se dividen en buenos y malos.
—No hay aquí un ajuste de cuentas sino un ajuste de cuentos, explica al final. Y sin embargo, los padres aquí no son precisamente ejemplares.
—Los padres nunca son ejemplares. Hay diferentes niveles de intensidad, claro, pero nunca son ejemplares. Pero no creo que este sea un libro en contra de los padres, sino un libro a favor de los hijos. Incluso a favor de los hijos que fueron mis padres también.
—Cuenta cómo en una conversación con John Irving hace quince años, cuando estaba usted a punto de ser padre, le dijo algo fascinante: «Prepárate, cada año vas a recordar cosas que te pasaron a ti a esa edad». ¿Ser padre es de alguna forma intentar no cometer con tus hijos los errores que crees que tus padres cometieron contigo sin conseguirlo?
—Sí, bueno, cuando tienes un hijo y eres escritor hay primero una especie de primer impulso completamente incierto y mentiroso, algo así como: «Bueno, ahora yo tengo que escribir a mi hijo». Y en realidad tu hijo viene a reescribirte. Esa es la verdad. Siempre me intrigaron mucho los escritores que voluntariamente deciden no ser padres, en nombre de entregarse solo a la literatura, porque entienden que el hijo puede ser un estorbo. Yo creo que te estás perdiendo una parte importantísima de material.
—Mark Twain advierte en Huckleberry Finn que «las personas que traten de encontrar un argumento serán fusiladas». ¿También fantaseas con fusilar a tus hermeneutas?
—No, no, me parece bien que exista, y he tenido críticas muy buenas y malas. No dejan de ser opiniones. Yo no soy crítico, yo soy evangelista, predico la buena nueva, porque no suelo hacer críticas malas. Escribo sobre lo que me entusiasma. Y cuando un escritor que me entusiasma mucho, de repente saca un libro muy malo, exclamo: «¿Por qué me hiciste esto a mí?».
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