—¿Y qué suele decir cuando le preguntan de qué tratan sus libros?
—Creo que tratan de leer y de escribir. Todo libro debería tratar de eso. Mis historias están llenas de escritores, de lectores, de libros.
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En La parte soñada (Random House, 2017) Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) da vida a escritores que ya no escriben, a lunáticas autoras de best sellers, a insomnes que sueñan despiertos. No faltan, tampoco, las referencias a obras y autores clásicos. Todo un universo en el que intenta reflejar cómo trabaja la mente de un escritor.
—Me parece que en la invención, el sueño y el recuerdo están los tres motores que funcionan con diferentes voltajes a la hora de narrar algo —dice Fresán, narrador que ya había publicado La parte inventada (Random House, 2014), el primer volumen de un tríptico sobre la escritura que cerrará con La parte recordada.
La parte soñada no iba a existir. Sólo que a Fresán —defensor de la idea de los escritores como lectores que escriben— le cuesta desprenderse de sus libros. Y, como lector, una vez que ya estaba en librerías La parte inventada, siguió preguntándose qué había pasado con algunos de sus personajes. Todos esos apuntes posteriores que tomó dieron como resultado La parte soñada. Fresán no escribe con un esquema fijo de la historia que quiere contar. Hay cosas que cambian en el camino.
—No espero a tener todo resuelto antes de sentarme a escribir. Alguna idea de estructura tengo en la cabeza, algunos lugares por los que quiero pasar. Me gusta enterarme de las cosas durante el proceso de escritura. Creo que es lo divertido de escribir. Conozco a muchos narradores que manejan la literatura como si fuera una ciencia exacta y no se sientan a poner una coma hasta que no tienen todo claro. Me parece admirable, pero si tuviera tanta claridad no sé si me divertiría hacerlo.
La literatura de Fresán exige un lector atento. Si escribir es un viaje en el que al principio sólo se conoce el punto de partida y el de llegada, Fresán, como conductor, opta por el camino más largo. No hay atajos. Hay idas y vueltas, digresiones, desvíos. No le importa que un lector poco experimentado huya antes del destino final.
—Ese lector primerizo tiene a su disposición material más que abundante que lo satisfaga. No quiero caer en la idea de que lo arduo es bueno y lo sencillo es malo. Hay literatura lineal, clara, diáfana e hipernarrativa instantánea que a mí incluso ya me gustaría escribir, pero uno hace lo que puede. Podría dar cientos de justificaciones teóricas de por qué hago lo que hago, pero en realidad es lo que me sale.
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Si para el escritor protagonista de La parte soñada “el pasado es un juguete roto que cada quien arregla a su manera” (p.307), para Rodrigo Fresán su pasado está desprovisto de cualquier tono dramático. Él, dice, tuvo una infancia marcada por la literatura: quiso ser escritor desde que tiene memoria, incluso antes de saber leer y escribir. Hijo de Juan —un diseñador gráfico que hizo portadas de libros de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar —y de Norma—una psicoanalista que después se casó con el editor de Cien años de soledad, Fresán no tuvo que renunciar a su vocación más infantil.
—No recuerdo un día en el que no quisiera ser escritor. Cuando nací mi madre tuvo un parto complicado y llegué a ser declarado clínicamente muerto. Viví para contarla. Cuando te vas al otro lado empezando tu vida y vuelves supongo que te traes cierta ansiedad por contar cosas. No es casual que mis libros comiencen por el final.
Fresán no tuvo ningún momento de revelación que le hiciera saber que sería escritor. Por eso tuvo que crearle uno al protagonista de La parte inventada, cuando casi se ahoga en una playa y descubre su vocación. Lo de Fresán fue algo natural: no hubo ni talleres de escritura ni personas fundamentales en su formación.
—Uno se da cuenta de que es escritor cuando siente que una parte de uno se ve desde afuera y dice, como mecanismo de consuelo, ante determinados sucesos que pueden ser malos, graciosos o humillantes: esto sería una buena historia. A mí me pasó: me secuestraron a los diez años, que es el último relato de Historia argentina.
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La historia podría resumirse así: a comienzos de los años setenta, Fresán fue secuestrado por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), una organización de derecha, y canjeado por su madre, militante de izquierda. Tras la liberación, la familia se exilió en Venezuela. En Caracas vivieron entre 1974 y 1979.
El secuestro no dejó ningún trauma en Fresán. Tampoco las separaciones de sus padres —“eran divorciados seriales: se juntaban y se separaban todo el tiempo”—. No era, dice, un chico tímido ni el alma de la fiesta. Escribía desde los cinco años. Aprendió tarde a nadar y a montar bicicleta. El fútbol nunca le interesó. El béisbol sí.
—Me gustaba mucho que estuviera muy programado, esa cosa de deporte zen ridículo donde no hay casi capacidad para la improvisación. El cambio a Venezuela significó vivir en un edificio con piscina y salón de fiesta. Había una vida comunal muy grande donde la chica que te gustaba vivía tres pisos arriba y la que te va a gustar después, dos pisos abajo. Era un poco de reality show. Era muy diferente a Argentina.
Vivir en Venezuela también significó dejar los estudios. En la mudanza, el legajo con su expediente académico se perdió entre un ministerio y otro.
—Allá estuve dos años fingiendo que iba al colegio y no le dije nada a mis padres. Iba a la biblioteca y leía todos los clásicos. Tenía que pasar las horas que se suponía iba a clases. Leí Cien años de soledad, El resplandor, Matadero 5. En perspectiva fue un accidente con suerte porque, tal vez, si yo hubiera estudiado secundaria, hubiera entrado a Filosofía y Letras en la universidad y hubiera demorado más en ser lo que quería ser e incluso hubiera sido un escritor bastante diferente.
Antes, de niño, Fresán leyó historietas. Luego vinieron los clásicos juveniles: Julio Verne, Alejandro Dumas, Emilio Salgari, Drácula, David Copperfield, Jack London. Ya en la adolescencia se encontró con J. D. Salinger, Kurt Vonnegut, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, The Beatles, Bob Dylan, The Kinks, 2001: una odisea al espacio, Edward Hopper. Obras y autores que siempre lo acompañan.
—No hay que irse de los clásicos —dice—. Hay que leerlos y disfrutarlos. Difícilmente se vuelvan a hacer. Hay que visitarlos y sacarles mucho provecho.
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Rodrigo Fresán no siempre ha vivido de escribir. Hubo una época en la que hizo otras cosas: a los 19 años se fue a Europa y estuvo año y medio de viajes en autostop. Para vivir, hizo trabajos diversos: pintó casas, fue guía turístico, traductor, acompañante de la banda Supertramp en su gira por España. Regresó a Argentina para cumplir con el servicio militar obligatorio y, por pedido de su padre, comenzó a trabajar en publicidad. Sólo aguantó seis meses. Un editor lo contrató poco después para hacer periodismo en sus revistas. Así, Fresán escribió con múltiples seudónimos de temas variados: de vinos, de cocina, de hornos, de viajes que no había hecho nunca y que tenía que inventarse a partir de unas fotos. Hasta que Tomás Eloy Martínez, escritor argentino, lo llamó para que hiciera el suplemento de Cultura del diario Página 12. Hoy, como corresponsal desde Barcelona, donde vive desde 1999, Fresán todavía escribe para ese periódico.
—¿Le ha dejado algo el periodismo para su literatura?
—Te da una cierta disciplina, una manera de organizar tu material, de ver qué es lo importante y qué no. Tampoco fui un periodista de calle o muy ortodoxo.
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La trayectoria como escritor de Fresán comenzó en 1991 con la publicación de Historia argentina, un libro de cuentos en el que se mezclan historias personales con la política de su país —la dictadura, la guerrilla, las Malvinas, los mitos nacionales. Su debut tuvo tanto éxito, de crítica y de ventas, que le quitó un peso de encima.
—Que te ocurra al principio lo que a algunos no les pasa nunca ya te quita la asignatura pendiente de estar en las portadas de las revistas, o de entrar al vagón del metro y ver que unos cuantos leen tu libro. Eso queda atrás y te permite hacer otras cosas. Mi segundo libro no fue ni el hijo de Historia argentina ni Historia argentina ataca de nuevo ni Historia argentina en la luna. Podría haber seguido. Si hubiese publicado Esperanto luego de Historia argentina tal vez hubiese quedado como un escritor fosilizado en la idea de lo argentino. Me gusta quemar los puentes que cruzo.
—¿Se imaginaba que el libro tuviera un éxito así?
—No. A lo máximo que soñaba era a cumplir la escena de la película de mi vida: en el momento de publicar mi primer libro, cuando me daban el primer ejemplar, lo ponía en la biblioteca junto a otros autores con la letra F.
Una biblioteca ordenada alfabéticamente hoy tendría, en la letra F, otros libros de Fresán. A Historia argentina le siguieron Vida de santos (1993), Trabajos manuales (1994), Esperanto (1995), La velocidad de las cosas (1998), Mantra (2001), Jardines de Kensington (2003), El fondo del cielo (2009), La parte inventada (2014) y La parte soñada (2017).
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El protagonista de La parte soñada hace militancia en no tener hijos ni comprometerse en pareja. Fresán está casado —a su esposa, Ana Isabel, la conoció en un viaje a México— y tiene un hijo —Daniel—. Ellos son la parte real entre tanta ficción.
—¿Cómo le gustaría que comience la historia de su vida cuando usted no esté?
—Prefiero no pensar cómo me escribiría yo mismo. Eso se lo dejo a otro.
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Fotos: Rodrigo Garófano
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