Camina por la ciudad como si no existiera el tiempo. El frenesí no está fuera: arde dentro. En el espacio exacto de su pecho hay luces redivivas, coches que superan el límite de velocidad como si nada, gritos que invocan el silencio, habitaciones de hoteles que se alquilan por horas, el lamento de Raskólnikov convertido en vaho siberiano.
Una americana de corte perfecto. El cigarro casi como un apéndice. El cabello en un peinado que habla con palabras como perfección, cuidado, exactitud, corrección. La figura de un gentleman disuelto en uralita. Así es Wolfe: poeta, narrador, poderoso traductor de aquellos maestros con los que dialoga… Un extraordinario hombre compuesto de palabras, pasado y esperanza. La luz del sol sobre el mar de Levante que se funde con el gris constante del sur de Reino Unido. La literatura como una soga gruesa que espera al fondo de un armario. Y palpita:
Esta irreprimible necesidad de explicarme, y explicarme, y explicarme. Es la soga con la que algún día me colgaré.
Neurótico obsesivo compulsivo montón de células emocionales enfermas.
Loco.
Carne de psiquiátrico.
Cuándo llegará el fin.
El silencio, de una vez.
Real como esta pared antigua
La crítica ha calificado la obra poética de Roger Wolfe bajo la etiqueta de «realismo sucio». Así lo define Alfredo Saldaña: “Sus obsesiones, sus referentes, sus temas se hallan vinculados a sus propias experiencias en la vida e ignoran los lugares comunes (el fin de la historia y de los grandes relatos, la muerte de Dios y de las ideologías) compartidos por una modernidad que se esforzó en autojustificarse y se olvidó de vivir”. El verso como dardo, la búsqueda de la palabra concisa para apuntar hacia el centro de los sentidos y herir con una agresividad valiente que persigue un único objetivo: enfrentar al lector a una realidad despojada de estética, un lugar en el que el sexo es sucio; las relaciones, duras; la muerte, un castigo; la idea del dolor, el origen de la ansiedad vital que nos circunda.
Roger Wolfe escribe tras mantener “los ojos y los oídos abiertos” a la realidad. No sirven los velos literarios que cubran la vida, que domestiquen la crueldad en la métrica del verso. Es vida, vida y palabra. Y ambas se imbrican en un por qué sin respuestas que se dirige al lector como una ballesta: “Y en el punto de mira, / un corazón”.
Libros como Arde Babilonia, Afuera canta un mirlo o Mensajes en botellas rotas se sientan frente a frente a cada persona en una oscura sala de interrogatorio. Se encienden un cigarrillo y dirigen un potente flexo directamente hacia los ojos. Al otro lado de la mesa, un inocente: sabe que no tiene nada que temer, nada que confesar. Incluso una coartada perfecta lo exime de toda culpa… Y sin embargo, el temblor. Y sin embargo, el miedo y la angustia: “La obra de Wolfe es un haz de arisca claridad, de brutal veracidad, sajando las mullidas tinieblas de la corrección, la hipocresía, la anemia y el apoltronamiento que caracterizan desde hace mucho a esa ramera en que se ha convertido cierta cultura en manos de sus representantes o proxenetas oficiales”.
Lo escribe Juan Miguel López Merino, experto en el trabajo de Roger, un hombre que “no respeta más tradición que la suya, la que él mismo se ha forjado”. Una poesía que es el mundo en sí mismo, que despoja a la experiencia de la estética y la presenta tal y como es: sucia, desgastada y con abolladuras. Fría, ajena, algo triste casi siempre. Dolorosa a cada rato, génesis del miedo en lo que dura un PARPADEO:
Pedro Salinas
dice en un poema
que no quiere dejar de sentir
el dolor de la ausencia
de la mujer a la que ama
porque eso es lo único
que le queda de ella:
el dolor.
No recuerdo sus palabras exactas.
Él lo dice mejor que yo.
Eran otros tiempos.
Salinas está muerto.
La mujer a la que amaba también.
Pronto lo estaremos todos.
La vida es un mero parpadeo.
Abre los ojos
y ciérralos
Guía para saber morirse
La voz de Roger Wolfe recita, sobre los sonidos huecos de un piano y el calor gélido de unos murmuros, un poema:
A veces cuando me aburro pienso en maneras de morirme. Bueno, no necesariamente cuando me aburro. Esas ideas me vienen a veces. No es pensar en la muerte, sino en maneras concretas de morirse.
Voy por un supermercado lleno de gente un viernes por la tarde, empujando el carrito, y me viene el flash: ¿y si me desplomo aquí mismo, entre toda esta marabunta de compradores, y me muero? Intento imaginar lo que haría esa chica de ahí delante, aquella mujer gorda de allí detrás, el hombre ése calvo y con gafas que examina ahora mismo un tarro de mermelada, alzándolo hacia la luz. Y los niños. Cómo reaccionarían los niños. Pensarían que era una broma, supongo.
Hay tantas maneras de morirse. Están las de siempre: cáncer, infarto, pancreatitis, apéndice rupturado, embolismo pulmonar. Y las de origen traumatológico: accidentes de coche, despeñamientos, caídas del balcón mientras tiendes la ropa, o a causa de una tremenda borrachera. O cortado en pedazos por una máquina de segar. O tragarse un hueso de pollo y asfixiarse. O una herida mal curada. O un berrinche que te hace estallar una vena o te abre definitivamente la úlcera.
Todos nos vamos a morir. ¿Cuándo llegará el temido momento? No lo sé. Podría ocurrir aquí mismo, mientras escribo. O encendiendo una mañana un cigarrillo y abriendo las venecianas para que entre la luz del sol.
Me quedaría tirado probablemente en medio del suelo. Un hilillo de saliva, tal vez, colgándome de la comisura de la boca. Y la colilla, humeando en la alfombra. Creando un círculo negro y chamuscado a su alrededor.
Roger sabe cómo es saber morir. Y sus libros se configuran como una guía para entender, para comprender que eso es todo, que quizá no hay trascendencia, ni modelos a seguir, ni referentes, ni un “era una gran persona” o un “lo echaremos de menos”. Ya está: un hueco más, un agujero de termita en la madera del tiempo.
Pese a ello, se sienta y escribe un libro tras otro: una novela, una colección de poemas, algunas reflexiones con la forma del ensayo, diarios, o esa bitácora del hombre solitario en la que, casi a diario, desvela sus lecturas, opiniones, fotografías, dichas y miedos.
Pero no todo es oscuro, no todo es «real y sucio» en su literatura: en realidad, Wolfe es “un hombre al que le basta / más bien poco para estar contento”. Algunos libros, la música, clásicos del cine que acompañan siempre… “La vida es triste, pero bella”, ha dicho a Jesús Úbeda en este mismo medio en otro tiempo: “Me gusta la vida, pero reconozco su naturaleza trágica”. Esa luz existe, siempre, en el fondo de su mirada, en la delicadeza de cada gesto (ese movimiento pausado, elegante por natural, que le antecede), en cada una de sus palabras cuando habla lento, en un susurro cálido de dicción perfecta. En su risa. Suave, genuinamente feliz. Verdadera.
Afuera cantan y recitan para mí: me escriben un traje a medida que aguarda en el galán de noche
Bukowsky, Cash, Burning, Cohen, Reed, Diego Vasallo, Shakespeare, Dylan Thomas, Cummings… Todos están en las páginas de Wolfe, que lleva escribiendo su historia toda su vida casi con el mismo rotulador rojo de tinta fina con el que intentó sus primeros versos a los catorce años. La postal perenne de un niño que comenzó a caminar por el sendero que conduce hacia la muerte.
El polvo del camino de la poesía de Roger Wolfe está compuesto por partículas de cuero negro, de alcohol y drogas, de lluvia intermitente que salpica la cara gris del escritor. Un autor que ha sabido decantar el tono exacto de su vida de las piedras que encontraba en cada paso, una poesía que recoge la experiencia desde un espejo nuevo, que no deforma sino que enfrenta a la verdad más dura. La poesía que no cabe en el poema.
La poesía de una madre que grita en un balcón
llamando a sus hijos a la cena.
La poesía de una radio que suena al otro lado
de una ventana apenas entreabierta.
La poesía de un mendigo inclinado ante una gorra
en las baldosas, en espera de limosna.
La poesía de un charco agostado entre piedras.
La poesía de una mujer que se levanta de la cama
buscando a tientas el sujetador en la penumbra.
La poesía de un perro que se estira
bostezando en una alfombra.
La poesía de un televisor con el volumen silenciado
mientras suena música y los cuerpos se enajenan.
La poesía de una calle a media tarde
en cuyo extremo hay un boquete de luz que se proyecta
sobre el mar, atravesado por los tumbos de un borracho.
La poesía de una voz en el teléfono.
La poesía de un autobús que remonta la avenida
lleno de gente ensimismada.
La poesía de un viejo vagabundo desdentado
apurando un cartón de vino en la escalinata de una iglesia.
La poesía de una mancha de aceite en una acera.
La poesía de un hombre gordo que se agacha
para atarse los zapatos al fondo de la barra
resoplando alrededor de una colilla.
La poesía de una anciana que se arregla el maquillaje
en un espejo.
La poesía de unas manos que casi no son mías
tanteando (¿tonteando?) en el teclado…
Toda esta poesía que nunca cabe en un poema.
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