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Roma en el bolsillo (I)

Roma en el bolsillo (I)

Ilustración: Norra Danciu

Ricardo Lladosa nos lleva a la ciudad eterna con este relato, dividido en cinco partes, que comienza con el descubrimiento por parte del protagonista, Piero, de que es el único heredero de la tía Fabrizia. 

1

Llegó a Roma un día de comienzos del otoño. Hacía calor cuando entró en la notaria del señor Lombardi. Lombardi apestaba a tabaco, llevaba un anticuado traje gris de excelente calidad y frente a él había un cenicero de metacrilato estilo años ochenta repleto de colillas.

-¿Piero?

-Sí, soy yo, señor Lombardi.

Sentía cierta vergüenza al oír pronunciar su nombre, pues no veía a la tía Fabrizia desde su infancia. Había fallecido con ochenta y ocho años y él ni se había enterado. Tampoco asistió al funeral, al que solo acudieron un par de empleados del asilo.

¿Por qué no fueron el resto de sus sobrinos? ¿Dónde estaban Stefano, Simona, Paolo y Alessandra? Según le contó en la notaría uno de los empleados del asilo, confidente de la anciana, el motivo de su ausencia era que la tía les hizo saber el sentido del testamento antes de su muerte. Fue ella misma quien le desveló a Simona, su ahijada, una tarde que fue a visitarla a la residencia, que Piero sería el heredero universal de sus bienes.

"Piero rechazó llamar a Simona y preguntarle por las razones de la tía. Imaginó que, al igual que el resto de sus primos maternos, estaría muy enfadada"

“Así lo dijo, tal cual”, continuó el empleado del geriátrico, que también había recibido un pequeño legado. Pero no añadió ni un solo razonamiento más, ni una sola explicación, de modo que Piero dedujo que las razones para nombrarle heredero universal, la tía Fabrizia se las había llevado a la tumba. En vano trató de encontrar esas razones después de visitar la notaría Lombardi, puesto que nada le dijo el notario. Fumaba uno de aquellos cigarrillos negros sin filtro que anegaban el cenicero de metacrilato y, según le confesó, apenas recordaba a la anciana que un día se presentó en su despacho hacía más de dos años.

Piero rechazó llamar a Simona y preguntarle por las razones de la tía. Imaginó que, al igual que el resto de sus primos maternos, estaría muy enfadada. Él no tenía nada contra ninguno de ellos, pero lo cierto era que la relación se había roto hacía ya demasiados años, cuando sus padres se divorciaron, quedándose su padre con la custodia de Piero. Más tarde moriría su madre en accidente de tráfico. Desde entonces, debido a la mala relación del padre con la familia política, ya no tuvo ningún contacto. Fabrizia era la hermana mayor de su madre.

La herencia consistía en una casa con jardín y unos ahorros en el banco, que le permitirían vivir en la ciudad eterna sin trabajar durante varios años. Roma era suya –pensó-. Podía pasear por sus calles, visitar monumentos cuando quisiera, vivir sin horarios; pues no tenía obligación alguna. Y decidió escribir cuanto le sucediera en una libreta que llevaría siempre en su bolsillo.

Había decidido deliberadamente olvidar, y hacerle olvidar al lector de este relato su pasado: no quería recordar nada, no deseaba dar apenas datos sobre sí mismo y sobre lo vivido los años anteriores a su llegada a Roma. A menudo practicaba una amnesia deliberada y fingía no recordar dónde nació, ni quién era su padre, ni su edad, ni su profesión: nada.

"No había visitado aquel lugar en décadas, pero todo estaba más o menos como lo recordaba"

La casa de la tía Fabrizia, que abrió con la llave del notario Lombardi, era, como ya hemos revelado, una casa de un solo piso con un pequeño jardín trasero en la via Cayo Cestio, frente al muro del cementerio protestante de Roma, donde yacen enterrados los poetas románticos ingleses Percy B. Shelley y John Keats.

No había visitado aquel lugar en décadas, pero todo estaba más o menos como lo recordaba, tal como lo había dejado la tía Fabrizia a su muerte. Nadie había entrado allí. Todavía recordaba varias ocasiones en su infancia en que visitó a la tía con su madre, antes del divorcio, pero eran recuerdos vagos y lejanos, como fotos fijas, o como fragmentos cortos de películas mudas.

La casa estaba toda ella decorada con mobiliario de los años cincuenta, la época en que Fabrizia acabó su carrera de Magisterio y se trasladó a vivir allí sola, contra la opinión de los abuelos, según le contó su madre -un ama de casa que tampoco se llevaba demasiado bien con la tía-. De ahí que él apenas hubiera visitado la casa de la via Cayo Cestio.

Al entrar, Piero no quiso dar la luz, y en la penumbra de las persianas bajadas, observó el interior repleto de anticuadas fotografías de su madre, de sus tíos, de sus abuelos, de sus primos cuando eran niños o cuando se casaron. Todos ellos eran para él fantasmas enmarcados en feos marcos dorados. Le resultó curioso que en ninguna de las fotos apareciera nadie sonriente. Todos permanecían serios y miraban a la cámara, lo cual era como si lo miraran a él. Desde el pasado, desde el silencio de la muerte o desde la ausencia, parecían reprocharle su presencia en aquel lugar.

Al principio pensó en quitar las fotos, era fácil meterlas todas en un cajón de la cómoda, pero al descolgar la primera de ellas se dio cuenta de que dejaba un cerco de claridad vainilla en la pared grisácea tras décadas sin pintar, y decidió volver a colgarla. Además –pensó-, debía aceptar el pasado, debía admitir a aquellos seres que eran su familia, al menos desde el punto de vista biológico. Si no lo hacía, tal vez sus lémures volvieran para encantar la casa, ofendidos porque les quitara su espacio en las paredes, o sobre las cómodas o las mesas. De modo que decidió, con cierta incomodidad, convivir con ellos a partir de entonces. Lémures era la palabra que utilizaban los antiguos romanos para llamar a este tipo de aparecidos de familiares muertos en las casas. Más tarde, el biólogo sueco Linneo, allá por el siglo XVIII, decidió denominar de este modo a los curiosos monos que habitan la isla de Madagascar.

"El sonido de los coches y el aroma a hidrocarburos lo envolvió. Frente a él estaba la pirámide de Cayo Cestio, el pretor romano que daba nombre a su calle"

La via Cayo Cestio se ubicaba en el Ostiense, un antiguo barrio industrial de posguerra que en la actualidad se había reconvertido en zona residencial. Además del cementerio protestante, a tan solo varias manzanas se encontraba la puerta de San Paolo y la pirámide de Cayo Cestio Epulón.

Salió al jardín, tendría unos setenta metros cuadrados en un estado de absoluto abandono. A los lados crecían grandes macizos de peonias y de hortensias. Todos ellos estaban secos, con excepción de alguno que todavía daba flores de color malva -¿debía recordar que llegó a Roma a comienzos del otoño?-. A un lado había una mesa y sillas de mimbre pintadas de blanco y repletas de polvo. Cogió una manguera deteriorada y las mojó. Utilizó unos clínex que llevaba en el bolsillo para secar y limpiar una silla y sentarse mirando hacia las plantas. En el centro había un pequeño estanque de aguas verde oscuro pobladas por densas algas. A los lados se alzaban una higuera, un magnolio y una morera que proyectaban sombras sobre el suelo arenoso.

Mientras contemplaba la selva del jardín, se dio cuenta de que había incumplido un propósito de olvidarlo todo. Era cierto que el narrador de este relato no había hablado de su trabajo, ni de su residencia anterior, ni de su estado civil… Pero sí de su pasado: había revelado datos de sus padres, de sus abuelos, de su tía Fabrizia, cuando antes había decidido lo contrario: que todo quedase oculto al lector, como si antes de su llegada a Roma nada hubiera existido… Pero ¿cómo cumplir semejante máxima en esa casa, donde todo recordaba a sus antepasados?

En cierto modo, se sentía defraudado consigo mismo. Se levantó de la silla de mimbre blanca y pasó frente a todos esos seres inertes que lo miraban desde las paredes y desde los portafotos y salió a la calle.

Lo normal hubiera sido ir a una droguería a comprar productos de limpieza, o a un supermercado a comprar comida. Pero no hizo nada de eso, sino que caminó por la calle, bajo el sol otoñal, y llegó hasta la puerta de San Paolo. El sonido de los coches y el aroma a hidrocarburos lo envolvió. Frente a él estaba la pirámide de Cayo Cestio, el pretor romano que daba nombre a su calle.

"El guarda era un tipo próximo a la jubilación, que paliaba su aburrimiento contando historias de dudosa veracidad"

Se trataba de un mausoleo de unos cuarenta metros de altura recubierto de mármol. El guarda le contó brevemente que Cayo Cestio había sido un magistrado cuya función fue organizar banquetes y rituales religiosos en tiempos del emperador Augusto. Al morir, quiso descansar en esa enorme pirámide a imitación de los egipcios. Cayo Cestio dispuso que sus tesoros se enterraran con él, como los faraones; pero, al igual que ocurrió con aquellos, el tesoro fue expoliado, hasta el punto de no quedar nada, tan solo algunas estancias vacías con pinturas murales. El guarda era un tipo próximo a la jubilación, que paliaba su aburrimiento contando historias de dudosa veracidad, según le pareció a Piero. Por desgracia, le informó que las visitas al interior solo tenían lugar los sábados y había que reservarlas con antelación.

-Quizá encuentre usted alguna cámara secreta, intacta desde la antigüedad –el guarda le guiñó el ojo y rio, como si Piero fuera un turista que se las diera de arqueólogo. Nuestro protagonista reservó una visita a la pirámide para el sábado siguiente y continuó andando por la calle, hasta llegar a las puertas del cementerio Protestante. Entregó un donativo en la puerta y entró.

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