Para leer Roma, de Manuel Vilas, coloqué el bello libro negro de Visor —con una foto turística del Foro en la cubierta— sobre mi atril de madera, en la vasta estepa de la mesa del comedor. Lo sujeté con pinzas de tender para que no se cerrara. Al instante advertí su parecido con una crucifixión. Sí, las pinzas eran gruesos clavos en las palmas de las hojas de papel. Y no terminó ahí mi sacrilegio, pues además cargué de tinta el estilete de mi pluma Aurora (nota al lector: jamás se me ocurriría subrayar un libro ambientado en Roma con una estilográfica que no fuera italiana). Como iba diciendo, cargué de tinta mi pluma y, arañando el papel, subrayé versos por doquier: sin mesura, sin prudencia, sin comedimiento… Embrujado, escribía en los márgenes de las páginas las palabras que me sugerían los versos: manchaba sin piedad un libro nuevo que había crucificado previamente: era un acto de lesa lectura. Así fue, había decenas de rayas y decenas de palabras escritas en azul marino (debería haber comprado tinta roja, me dije). Rayé durante horas, escribí, emborroné. En mi arrebato de insensatez literaria me creí Miquel Barceló en vez de Ricardo Lladosa… Al fin, cuando terminó la orgía, mi ejemplar nuevecito, ese que iba a colocar en la estantería, se había convertido en ochenta y nueve dípticos emplumados (nota al lector: ochenta y nueve, porque el libro tiene ciento setenta y ocho páginas; emplumados porque fueron pintados con pluma estilográfica). ¡Ay, si Ricardo Lladosa fuera Eduardo Arroyo…!
Del mismo modo que las novelas de Vilas son poemas en prosa, el poemario Roma bien podría llamarse novela en verso, o libro de viajes, o diario; pues las piezas que componen la obra narran el semestre que pasa el autor en la Ciudad Eterna, hospedado en un apartamento de la Academia de España, sita en el convento de San Pietro in Montorio, entre septiembre de 2019 y marzo de 2020.
El día de su llegada relata la entrada al apartamento que será su hogar: “Cada escalera era memoria de un año de mi vida, un golpe de sangre, una feroz melancolía, un latigazo en la espalda, un error en la conciencia, cien mil espinas en la frente, un millón de espinas en las manos (…). Mi apartamento grande, viejo, soleado, misterioso, con techos lejanos, celestiales, con olor a humedad, a madera y a encierro (…). El armario parecía un pequeño templo, allí, junto a la pared, solo, tranquilo, viendo pasar huéspedes durante décadas, y con un leve gesto de amenaza. Abrí la maleta, todo lo que soy iba en la maleta. Puse las cosas en el armario y me acordé de mi madre. Lloré sin lágrimas. (…) Estaba, al fin, en Roma”.
El armario encierra una poderosa metáfora sobre el artista y su ego: constituye un pequeño templo, a semejanza del templete de San Pietro in Montorio —obra de Bramante, que se encuentra en el exterior—. Allí deja el protagonista sus pertenencias, todo lo que es: sus utensilios, su ligero equipaje machadiano, sus recuerdos después de ascender el via crucis de la vida. Y el armario, personificado, lo observa “con un leve gesto de amenaza”.
Muchos de los poemas del libro responden a esta misma pulsión del primero: el narcisismo del escritor combinado con la burla de ese narcisismo, encarnada en la sátira, o en el sentimiento de culpa por no primar la vida frente al arte.
En este sentido, uno de los poemas preferidos de Ricardo Lladosa es aquel titulado “Museo Vaticano”, en que el poeta contempla los pasillos infinitos del Vaticano; enloquece entre empujones de turistas: “almas en pena a la búsqueda de nadie sabe qué. Somos una plaga bíblica, somos la democracia en vivo. Somos el triunfo de los antibióticos, de la política, de la ciencia. Pero no somos el triunfo del arte, ni de la belleza, ni del espíritu, por eso estamos aquí todos, buscando lo que nos falta”. Frente a la entrada de la Capilla Sixtina se arremolinan los visitantes: hay pisotones, embestidas, codazos, patadas… Manuel Vilas se sustrae, renuncia a contemplar los frescos de Miguel Ángel y, fruto de los empujones, se encuentra de pronto en un pasillo estrecho donde no hay turistas. Se trata de un rincón olvidado al fondo del cual se erige la estatua de un dios egipcio con cabeza de león. ¿Qué pinta un dios pagano en el epicentro de la cristiandad? Nadie lo sabe, quizá fue el capricho de un papa decimonónico que lo compró, ¿quién sabe…? En cualquier caso, el poeta interpela a la deidad: “Te pido que me ayudes si es que eres un dios, le dije, y entonces la cabeza de león me habló y me amonestó: voluntad de hombre mortal me hizo, y ni siquiera tuve una vida como tú la tienes. Vete de aquí, sal a la calle, camina por los bosques, báñate en los ríos, come en los restaurantes, vive un amor con quien se deje, y no vuelvas nunca a invocar a los muertos, porque te llevarán con ellos…”.
A la vista del consejo del dios, no es baladí que en el poema que sigue a “Museo Vaticano”, “Piazza Navona”, Vilas desee fundirse con los turistas, porque “los turistas comparten conmigo su amor a la vida”. A lo largo del poemario se suceden las proyecciones narcisistas: al dios egipcio le siguen Miguel Ángel y Bramante, los directores de cine Federico Fellini y Luchino Visconti, Bernini, Borromini, Rafael, el papa Francisco… Pero, al cabo, tras exultar de arte y creatividad, el poeta siempre se pregunta: “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿A qué he venido a Roma? Si nadie me espera en esta ciudad (…). Pensé que la belleza apaciguaría mi desesperación profunda. Por eso vine a Roma”.
Y por ese mismo motivo, para calmar la culpa por la vida a través de la contemplación estética, el autor es infiel a Roma y viaja a Bari, a Brindisi, a Lecce, a Florencia; mas en estos lares el amor a la realidad está también por encima del arte: “Tendría que bastarme esta luz que entra ahora mismo por la ventana de la habitación de mi hotel; mi vanidad no debería decorar la luz con palabras, debería gozar (…) y no pensar”.
El deseo de vida frente al paso del tiempo y frente a la creación artística se invoca también cuando contempla al David de Miguel Ángel, ese ser perfecto e inerte: “Yo, en cambio, fui alguien, un cuerpo que tuvo nacimiento y tendrá muerte, cuerpo en donde la imperfección de la vida edificó locura, desarraigo y miseria”.
La última parte del poemario lleva por título “El mes de marzo. La primavera maldita. La llegada de la peste a Roma”, y pone fin a la estancia romana. El autor será repatriado a Madrid del modo más estrambótico: pasando por Moscú, pues en plena crisis del coronavirus no hay aviones que lo lleven a España desde Italia. Toda esta última parte se tiñe de pesadilla grotesca. Presa del carpe diem, el poeta se afana por ver en el cine Amarcord, de Fellini, el Palacio Colonna, la Fontana de Trevi, la terraza del Gianicolo… Sabe que las calles de su Roma se quedarán vacías en breve por culpa de la Covid 19, por culpa de la peste, y se ufana de pasear sin límites; pues Roma es su hermana, su aliada, la ciudad que acoge “a los viejos poetas españoles, a frailes y pintores, a marqueses y comunistas”. “Qué más da” —afirma la propia ciudad—: “si todos nos vamos algún día”.
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