Ilustración: Norra Danciu
Un nuevo personaje reclama su protagonismo en el cuaderno de Piero. Nuestro protagonista se enfrenta en esta ocasión a una situación un poco complicada… Séptima entrega de Roma en el bolsillo.
7
El viejo teléfono de góndola de la tía Fabrizia emitía un sonido estridente y desagradable. Piero corrió al recibidor a descolgarlo, tratando de que Lionetta no despertase.
-¿Dígame? —giró la cabeza hacia la terraza y observó que ella se incorporaba ligeramente, tal vez para espantar a alguna abeja, pero volvió a reclinarse y cerró de nuevo los ojos.
-Piero… ¡adivina quién soy! —la voz al otro lado del teléfono sonó actoral.
-Lo lamento, no tengo ni idea —susurró Piero.
-¡Tu primo Stefano, hombre! Simona me ha contado vuestra cita de esta mañana y no he querido dejar de llamarte, ¡bienvenido a Roma, muchacho!
Se sucedieron una serie de saludos y encomios que Piero no lograba comprender, ¿cómo podía hablarle con tanta amabilidad alguien que le había ignorado durante más de treinta años? La última vez que lo vio, Stefano era un estudiantillo de Derecho que sacaba la carrera a trancas y barrancas; se peinaba con gomina y organizaba guateques en el piso de sus padres. Él, en cambio, era un niño que lo admiraba en secreto durante aquellos meses de verano en que su madre, Zinerva Campolieri, desaparecía del mapa sin dar explicaciones y lo dejaba en casa del tío Stefano.
-Stefano, me alegro de oírte…—respondió Piero con timidez.
-¡Chico, qué ganas de verte el domingo!
Cuando su primo colgó al fin, Piero dejó el teléfono descolgado sobre la mesa del recibidor para que nadie llamara mientras Lionetta dormía y la observó en la distancia. El jardín se recortaba como un cuadro sobre el oscuro marco de la puerta. La luz del sol seguía reflejándose tamizada en el escote abierto, en la cara dormida de ella, que parecía sonreír en la inconsciencia.
Mientras oía el tono en sordina del teléfono descolgado, y el canto de los pájaros en el ciruelo, Piero observó el perchero de Lionetta en el recibidor, junto a la puerta de entrada a la casa. Era de estilo art déco. Lo compró a la vez que la mesa donde trabajaba y había colgado en él todos sus sombreros: las boinas de lana, los sombreros de caballero, las pamelas. Y aquél más ligero de paja, sin apenas ala, que se ponía últimamente y recordaba a las flappers de los años veinte.
Cuando llegó el domingo por la tarde y ella lo vio salir vestido del cuarto de baño, se levantó de su mesa donde seguía trabajando en su artículo acerca de Edith Wharton y acudió al recibidor.
-Que vaya muy bien…—le deseó, y acariciándole la nuca con la palma de la mano, lo besó en la frente y le guiñó el ojo.
Piero caminaba una vez más por las calles de Roma. El bochorno del atardecer le golpeaba el rostro cuando sacó de nuevo la tarjeta de visita que Simona le había entregado. Le sorprendió que ni siquiera pusiese el nombre de ella. Solo se leía: “Vía Veneto numero…” De modo que ascendió la via Veneto a la sombra de los grandes plátanos. La dirección de la tarjeta estaba casi al final. Se trataba de un edificio aristocrático próximo al parque de la Villa Borghese.
Piero llamó al portero automático; pero, al no responder nadie -cosa extraña-, llamó al piso del conserje, él cual tampoco respondió -cosa aún más inusual-. Después de varios minutos intentándolo, probó a empujar la pesada puesta de hierro acristalado y esta se abrió sin dificultad a un lóbrego zaguán forrado todo él de mármol blanco.
El ascensor subió con parsimonia hasta el piso y, al salir de el, Piero de dio cuenta de que la gran puerta de madera de nogal estaba entreabierta. Golpeó con los nudillos, pero una vez más no se escuchó ruido alguno, de modo que optó por entrar. Del recibidor colgaba un gran espejo deslucido por el tiempo en el que pudo ver su propio rostro borroso, como si se mirase es la superficie de un estanque poblado de algas. Justo enfrente vio el cuadro de una Madonna al estilo de Perugino.
Pero ¿qué hacía allí?, se preguntó mientras avanzaba por el largo pasillo. Sus mocasines se hundían sobre la mullida alfombra hasta que llegó a un comedor, a través de cuyas puertas acristaladas divisó una larga mesa a la cual había sentadas cuatro personas…, ¿eran sus primos? No podía distinguirlos porque estaban junto a un ventanal y, aparte de que las persianas estuvieran echadas, los puntos de luz natural que escapaban de ellas provocaban un acusado contraluz que ensombrecía aún más las caras.
-Hola, Piero.
Habló el hombre que presidía la mesa. Vestía un esmoquin de pechera inmaculada y sombrero negro de fieltro. Era sin duda la voz que había oído a través del teléfono. Piero saludó circunspecto, en tono bajo como correspondía a la situación. Las dos mujeres, vestidas igualmente de negro y con velos cubriendo sus caras no decían una sola palabra. Piero reconoció a Simona. La otra, evidentemente, debía de ser Alessandra. El segundo hombre vestía el traje de gala del ejército del aire.
-No nos gusto cómo actuaste…—Piero notó una punzada de angustia-. Nosotros cuidamos a la tía Fabrizia hasta su muerte, nos preocupamos de que nada le faltase… Y vienes tú y arramplas con todo: la casa, el dinero… Tú, que durante treinta años no viniste a verla, ¿no te da vergüenza?
-No estuvo nada bien, Piero…—recalcó Simona. Su voz le pareció irreal, como si se tratara de una grabación magnetofónica con zumbido de fondo. ¿Y si sus primos fueran en realidad espantapájaros, o muñecos de trapo accionados por un mando a distancia? -imaginó.
-Tendrías que haber tenido agallas para dar la cara…—exclamó el militar, todavía más adusto.
Piero se disponía a dar la media vuelta para marcharse de allí cuando Stefano —quien llevaba la voz cantante y había hablado en primer lugar-, se levantó raudo para impedirlo. Llegó hasta Piero, lo cogió del antebrazo y se quitó el sombrero de fieltro mientras sonreía de oreja a oreja.
-¡Era todo una broma, muchacho! ¿Acaso no recuerdas el sentido del humor Campolieri? Hacía mucho que no nos veías, jovencito, tendremos que ponernos al día…
El sombrero de fieltro y la gorra de plato del militar cayeron sobre los sofás de piel marrón. Sendas mujeres se subieron el velo que cubría sus caras. Simona también sonreía. Era evidente que se burlaba de su angustia, como si esta fuera un sentimiento pueril. Alessandra, en cambio, apenas sonreía. Estaba bellísima con las dos grandes perlas blancas que colgaban de orejas minúsculas sobre un lecho de cabellos negros y brillante como los de su hermana.
Paolo Campolieri era el único nieto que había seguido los pasos del abuelo Stefano y de su padre, el tío Stefano, al convertirse en piloto de aviones. De hecho, en el traje de gala llevaba puestos los galones de capitán de aviación. A diferencia de sus hermanas, lucía una media melena rubia, la cual tampoco le pareció usual en un militar.
-Te preguntarás por qué hemos bajado las persianas y debemos andar a tientas… ¡Pues bien, tenemos una bonita sorpresa para ti, Piero! Siéntate, por favor.
Piero hundió sus posaderas en el sofá de cuero, que exhaló un hedor antiguo y observó a Stefano coger una gran bobina de película y colocarla en un viejo proyector. Al otro extremo del comedor, reparó en la gran sábana blanca que colgaba de unas barras de cortina y hacía las veces de pantalla de cine. Junto a ella había un gramófono en el cual Paolo puso un viejo disco de marchas militares que se mezclaron con el soniquete de la bobina.
En la sábana se sucedieron imágenes en blanco y negro. Por las fotos del piso de la tía Fabrizia, Piero reconoció en ellas a su abuelo: un joven con mono, ataviado con gorro de cuero y viejas gafas de aviador, que se quitaba lentamente para sonreír a la cámara entre estandartes fascistas y gentes que rodeaban el hidroavión del que acababa de descender.
-Nos hallamos en 1933, nada menos que en Estados Unidos. El hombre de barbita que está junto al abuelo es el mismísimo Italo Balbo, ministro de la Aviación italiana. Balbo fue uno de los valiente camisas negras que marchó sobre Roma una década antes, para salvarla del comunismo.
Piero advirtió que el primo Stefano vivía en otra época y no consideró conveniente comentar nada, pues cualquier palabra que no fuera de simple asentimiento originaría un enfado teatral.
-Fue toda una hazaña —continuó Stefano—: entre el 1 de julio y el 12 de agosto de 1933, veinticuatro hidroaviones comandados por Balbo surcaron el Atlántico aterrizando en Chicago y fueron recibidos por el alcalde de la ciudad, por el gobernador de Illinois y también por el gran jefe de los indios sioux, que otorgó a Balbo el título de “Jefe Águila Volante”.
El abuelo sonreía exultante con el pecho repleto de medallas. En la pantalla, los jefes indios fumaban largas pipas de la paz mientras atronaban las marchas militares. Hasta que el escenario cambio. Ahora aparecía en escena el mismísimo Benito Mussolini, pasando revista a sus aviadores e imponiéndole una condecoración al abuelo, que sonreía de nuevo sudoroso en el desierto de Etiopía.
-Probablemente las imágenes son del año anterior —aclaró Stefano—, de la conquista de Abisinia.
Terminó el disco y Paolo lo sustituyó por otro en que las marchas militares resultaban más elegíacas, como si se hubiera puesto de acuerdo con Stefano, porque en la pantalla se sucedían las imágenes de la batalla de El Alamein, en que los británicos derrotaron al mariscal Rommel y recuperaron Libia. El abuelo combatía a las órdenes de Rommel, pero su avión no fue derribado -según desveló Stefano-. Lo que ocurrió fue que nunca llegaron a encontrarlo…
Cuando hubo concluido el segundo disco se paró la música. En la pantalla se proyectaron secuencias silenciosas del desierto de Libia en blanco y negro. Durante varios minutos nadie dijo nada, como si se tratara de un acto de duelo. Se sucedieron los planos de lugares vacíos, las dunas cuyas crestas se erizaban en cámara lenta, formando tornados silentes de arena.
Fue Simona quien rompió la quietud del duelo.
-¡Bueno, habrá que cenar algo, no creéis?
Fuera era ya noche cerrada. En vez de apagar la luz, Alessandra se obstinó en subir al máximo las persianas y que penetraran en el gran piso los sonidos y las luces de la vía Veneto. La estancia se llenó de rugidos de motos, de pitadas de coches, de risas de gente. Todos ellos asordinados.
Simona entró en el comedor con una gran fuente de porcelana blanca repleta de pepinillos. En el centro había un cuenco blanco lleno de queso Philadelphia.
-A los cuatro nos encantan los encurtidos. Son nuestra comida favorita, sobre todo desde que descubrimos el Philadelphia, la combinación tiene un sabor insuperable.
Alessandra se relamía el interior del paladar con la lengua y, en medio de la oscuridad nocturna, su rostro transmitía un placer intenso. Piero degustaba también la masa pastosa verdiblanca, que se apegaba a las muelas cual cemento.
-Saborea, primo, saborea… que la comida es lo único en este lugar de nuestra propiedad. Bueno, la comida y las películas del abuelo, claro —Stefano soltó otra risotada.
-¿A qué te refieres? —respondió Piero, tratando de limpiarse las palas con la lengua.
-Nuestros trajes son alquilados, ¿verdad, hermanos? —ninguno respondió, como si sintieran una vergüenza indefinible—. Mi esmoquin, los vestidos de Simona y Alessandra… Solo el traje militar de Paolo es el suyo… Y este piso, te preguntarás… ¿Creías que era mío, verdad? Pues no, me lo ha prestado un amigo que tiene un concesionario de coches de lujo.
Cuando finalmente salió a la calle, Piero no daba crédito a lo sucedido. Todavía recordaba a Stefano y a Simona en el rellano, urgiéndole a volver a verse. Le pidieron que en la siguiente ocasión trajera a esa amiga suya con la que vivía en el piso de la tía Fabrizia… ¿Cómo sabrían ellos de la existencia de Lionetta? Noto un cierto reproche en las palabras de Simona; pero quizá no lo fuera, pensó más tarde: tal era solo fuera cierta sutileza en su tono.
Necesitaba olvidarse de toda aquella sátira, despejar su cerebro, de modo que, en vez de caminar en dirección sur con destino a casa, se adentró en los jardines nocturnos de la villa Borghese.
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