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Roma en el bolsillo (X)

Nuevas aventuras y viajes planean sobre el horizonte de Piero y Lionetta. Décima entrega de la serie de Ricardo Lladosa «Roma en el bolsillo».

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A la mañana siguiente, Piero despertó excitado y se puso a escribir en su libreta naranja, con todo lujo de detalles, sus aventuras en la pirámide de Cayo Cestio. Hasta el punto de que se agotaron las páginas de la libreta y, mientras Lionetta aún dormía en su habitación, salió de casa en dirección al Corso, donde compró una segunda libreta al quiosquero Fornari, esta vez de color verde oscuro.

Ella despertó a media mañana, agotada por las correrías nocturnas, y observó con placer sobre su mesa las Cartas a Morton Fullerton: el último libro de Edith Wharton que le restaba por leer. De forma deliberada lo había dejado para el final, porque en él percibía el núcleo de la personalidad y de la intimidad de Edith. Se sentía feliz ante la idea de comenzar a leerlo ese mismo día, pero el olor a cruasanes que venía de la terraza acabó de despertarla.

Salió al jardín en camisón, descalza, con el pelo revuelto y comenzó a beber el café y a devorar los dulces recién hechos que Piero le había traído. Sentado frente a ella, él seguía mirándola sin hablar, con una media sonrisa entre sublime y satírica.

—Lo pasé en grande, ¡gracias!

—No hay de qué, mon ami! —respondió Lionetta.

"A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX era normal entre la alta sociedad incluir frases o palabras en francés en las conversaciones"

Piero se marchó una vez más a su clase de esgrima. Ella había cogido las Cartas a Morton Fullerton y salió de nuevo a la terraza en camisón, sin siquiera calzarse. Con los talones apoyados sobre la silla, abrazándose las rodillas con el brazo, cogió el libro con la mano izquierda y comenzó a leer. La edición mezclaba las cartas con el diario de la autora. En este último, Edith expresaba todos sus anhelos y pensamientos más secretos. El 7 de mayo de 1908 escribía lo siguiente:

Ser felices juntos… ¡Extrañas palabras! que yo no hubiera dicho nunca ni me hubieran dicho, antes de ahora… Me miro como un ser nuevo de ojos desorbitados de asombro ante un mundo nuevo. C’est l’aube!

“¡Es el amanecer!”, concluía la Wharton su diario de ese día. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX era normal entre la alta sociedad incluir frases o palabras en francés en las conversaciones. Era la lengua de la alta cultura, de las gentes refinadas. Además, Edith se había establecido en París el año anterior. Por aquel entonces era ya una mujer famosa, desde la publicación tres años antes de su novela La casa de la alegría, de la cual se vendieron en pocos meses 140.000 ejemplares.

Morton Fullerton, en cambio, era un periodista apenas conocido, tres años menor que Edith. Brillante intelectualmente, licenciado por la universidad de Harvard, íntimo amigo del novelista Henry James… Al parecer, tal como había leído ya Lionetta, fue este último quien presentó a Edith y a Morton.

"El libro incluía una fotografía de Morton en la biblioteca de su piso de París. Vemos a un hombre apuesto, sentado en su lujoso escritorio, con una pluma de ave en la mano como si escribiera algo"

Ella se había resignado a una vida de infelicidad y fidelidad a su marido, Teddy Wharton, y de pronto se vio presa de una pasión que no podía controlar. Tenía cuarenta y seis años. Toda su vida se había contenido. Pero, de súbito, no pudo hacerlo por más tiempo: sucumbió ante la hipocresía que le imponía su entorno.

Fullerton, en cambio, había sido todo lo contrario. Un tipo cultivado, en efecto, e ingenioso, pero en modo alguno hipócrita. Había llevado una vida desordenada, había tenido affaires con diversas mujeres, casadas y solteras, e incluso con hombres, según desvelaban las Cartas… en una nota a pie de página.

El libro incluía una fotografía de Morton en la biblioteca de su piso de París. Vemos a un hombre apuesto, sentado en su lujoso escritorio, con una pluma de ave en la mano como si escribiera algo —aunque en realidad esté posando—. Viste una camisa blanca con el cuello levantado y una corbata bien anudada que le confieren un aire romántico. Luce también un gran mostacho negro con las puntas hacia arriba. Su aspecto es el del perfecto dandi fin de siècle. Tras él vemos una gran biblioteca atestada de volúmenes y un piano con una partitura abierta por la mitad, como si acabara de tocar.

Lionetta siguió leyendo sin parar, compulsivamente, sin advertir el paso de las horas.

"A menudo ella le escribe pidiendo por favor que responda a sus misivas. Se lamenta de que hace cinco días, seis días, siete días que no recibe noticias suyas..."

Pronto la pasión inicial de Edith por Morton se convierte en un tormento. Como mujer enamorada ella posee una energía infinita para escribirle; para pensar y preocuparse continuamente por él; para contarle sus sentimientos en detalle. Él, en cambio, a duras penas responde. La pasión de Edith comienza a agobiarle, quizá no porque haya dejado de quererla, sino por la exuberancia con que se expresa, por la extraordinaria importancia y las esperanzas que pone en él y que a Morton le resultan abrumadoras.

A menudo ella le escribe pidiendo por favor que responda a sus misivas. Se lamenta de que hace cinco días, seis días, siete días que no recibe noticias suyas… Pero en modo alguno quiere que le escriba por obligación, sino solo cuando le apetezca hacerlo, cuando sienta la necesidad… Y, a continuación, le expresa no obstante la pena que siente cuando no lo hace, y le pide que le envíe una sola frase para cerciorarse de que está bien, para saber que sigue importándole.

A los pocos días, la desesperación de Edith se transforma en alegría exultante: al fin ha recibido una carta de él que le ha encantado, y le responde ese día con otra tres veces más larga, y al final le pide perdón por su longitud.

"¿Estaba enamorada de Piero? ¿Piero lo estaba de ella? ¿Había pasión entre ambos? Después de leer a Wharton aquella mañana, a la última pregunta se respondió que no"

Resultaba singular —pensó Lionetta— que, por una ocasión, Edith fuera la escritora famosa, la mujer rica e influyente y Morton, en cambio, fuera el periodista menos conocido, menos rico… En los grandes romances, los conocidos y famosos siempre solían ser los hombres. Por el contrario, a las mujeres les quedaba reservada la condición de musas de esos grandes hombres. Eso a Lionetta siempre le había resultado lamentable: la mujer como objeto del amor del hombre, como ser sin entidad más allá de la mirada masculina…

Aunque, en el caso de Edith Wharton, paradójicamente, el hecho de que ella fuera la famosa escritora y la millonaria de nada parecía servirle, porque a fin de cuentas era la parte débil de la pareja. Y lo era no por ser mujer, sino por el hecho de amar. El amor la hacía vulnerable frente a un hombre entregado a las pasiones, pero, al mismo tiempo, indiferente por hartazgo de ellas.

De pronto Lionetta recordó sus propias palabras a comienzos del verano, cuando le leyó a Piero esa columna de Laila Soldato en el diario La Repubblica: “Toda pasión se extingue una vez consumada; la pasión amorosa es solo su posibilidad…”

"Más tarde pensó en las palabras de Piero, el día que se mudó a su casa, cuando le dijo que nunca la juzgaría por nada, ni le pediría explicaciones, ni la criticaría, que le dejaría llevar la vida que quisiera y que esperaba lo mismo de ella"

¿Estaba enamorada de Piero? ¿Piero lo estaba de ella? ¿Había pasión entre ambos? Después de leer a Wharton aquella mañana, a la última pregunta se respondió que no. No obstante, seguía dudando. ¿Debía la pasión conllevar dolor?, ¿o más bien la pasión era un estado beatífico de equilibrio y felicidad? Las preguntas se agolpaban en su cabeza una tras otra, sin que pudiera parar de formulárselas. ¿Podía ser feliz sin preguntarse por qué lo era? ¿Debía comprenderse a sí misma para mantener esa felicidad sin temor a perderla?

Al fin se abrió la puerta de casa. Era casi la hora de comer y seguía en camisón, descalza, con el libro entre las manos. Piero entró en el jardín exultante. Había comprado dos billetes de avión a Málaga y los exhibió ante ella. ¡Podría estrenar su tabla de surf y conocer al surfista Jimmy White! Agradeció a Lionetta una vez más que hubiera decidido acompañarlo, y le aseguró que no era necesario que surfeara si no lo deseaba. Podía quedarse en la playa leyendo.

Piero le guiñó el ojo sonriente y se adentró de nuevo en la casa, feliz como un niño. A ella le molestó ligeramente que no le preguntara qué hacía allí, todavía en camisón, o por qué no había hecho la comida… Pero más tarde pensó en las palabras de Piero, el día que se mudó a su casa, cuando le dijo que nunca la juzgaría por nada, ni le pediría explicaciones, ni la criticaría, que le dejaría llevar la vida que quisiera y que esperaba lo mismo de ella.

¿Era esa libertad lo que deseaba? —se preguntó una vez más—. “Libertad”, se dijo a sí misma. Susurró la palabra en varias ocasiones, mientras oía a Piero trastear en el recibidor con la tabla de surf, y le dio por buscar en Google al surfista Jimmy White.

Encontró tan solo un correo electrónico e imaginó que allí habría escrito Piero. No halló, sin embargo, ni una sola fotografía, ni un solo vídeo de White sobre las olas, o en la playa.

"No había margaritas que coger en la tumba, de modo que continuó andando hasta la tumba de Jimmy White, poeta, fallecido en 1822"

Por la tarde decidió visitar de nuevo el cementerio Protestante. No lo había hecho desde el día de su primera cita con Piero, a comienzos del otoño. Deseaba volver a ver el lugar. En sus memorias, Una mirada atrás, Edith Wharton ironizó sobre la tumba del poeta Percy B. Shelley en el cementerio Protestante. Afirmaba que la mayoría de turistas norteamericanos “pretendidamente cultos” cogían margaritas de la tumba de Shelley, que luego secaban en libros cual fetiches.

Salió de casa sin decir una palabra a Piero. Le divertía la idea de que él se enfadara más tarde por no haberle avisado. ¿Quería ser libre…? —se preguntó una vez más—, ¿quería que Piero fuera libre…? Caminó hasta la tumba de Shelley en medio del calor romano y leyó una vez más su epitafio, extraído de La tempestad de William Shakespeare: Nothing of him that doth fade, but doth suffer a sea change into something rich and strange. Era difícil de traducir porque encerraba un doble sentido. En inglés “a sea change” significa “un cambio radical o inesperado”; pero la traducción literal es “un cambio en el mar”. Shelley había muerto víctima de una tempestad repentina, cuando navegaba frente a las costas de Italia, en su velero Don Juan.

De acuerdo con lo anterior, Lionetta pensó que el epitafio podía traducirse del siguiente modo: “Nada de él se desvanece, sino que una tempestad inesperada lo convierte en algo rico y extraño…”. Una tempestad inesperada, un cambio repentino, un avatar que no era otra cosa sino la muerte, convirtió a Shelley en algo “rico y extraño”. Por supuesto, ese algo no era él, no eran los despojos que ahora yacían frente a ella, sino su obra literaria.

No había margaritas que coger en la tumba, de modo que continuó andando hasta la tumba de Jimmy White, poeta, fallecido en 1822. Seguía allí, abandonada entre los hierbajos, olvidada de todos, a diferencia de las de Shelley y Keats, que seguían recibiendo las miradas continuas de los turistas.

"La quietud de la casa lo envolvía todo cuando sonó una vez más el intempestivo teléfono"

Lionetta trató de imaginar el rostro del surfista californiano Jimmy White, a quien conocería en pocos días. Imaginó un rostro bronceado, casi moreno, devastado por el sol. Imaginó largos cabellos y barba estropajosa recubiertos de sal marina. Sería sin duda un tipo delgado, ataviado con un bañador y una camiseta de algodón descolorida de alguna marca comercial de productos de surf. Calzaría chancletas brasileñas…

En casa, Piero había llamado a Lionetta, pero ella no respondió. Recorrió toda la casa hasta comprobar que no estaba. Era la hora de la siesta, se había quedado dormido viendo un documental sobre la fauna del Japón y, de pronto, al despertar, recordó que tenía que preguntarle algo acerca del viaje a España.

Pero Lionetta no estaba. ¿Adónde habría ido? Quizá mientras él dormía detectó que les faltaba algún producto de limpieza para los baños, o advirtió que se habían terminado la sal o el aceite, o que no había detergente para la lavadora… La quietud de la casa lo envolvía todo cuando sonó una vez más el intempestivo teléfono.

—¿Dígame?

—Hola Piero, ¿me conoces la voz…? —se hizo el silencio.

—No… Lo siento, no caigo…

—Ja, ja, ja. Es normal, apenas hablé el domingo en la via Veneto… Soy Alessandra, tu prima menor… Te llamo para cumplir lo prometido por Paolo e invitarte de nuevo a una velada…

—Alessandra, lo lamento, me marcho de vacaciones…

Pero su prima parecía no haber oído, porque continuó hablando sin responder.

—Esta vez nos reuniremos en un viejo chalé de la isola Sacra, frente al mar Tirreno. Será el próximo domingo a eso de las nueve de la noche. Tenemos otra sorpresa para ti…

—¿Una sorpresa…?

—¡Como lo oyes, guapo! Hemos encontrado una película de super ocho en la que sales con tu madre, nuestra querida tía Zinerva. ¿No es maravilloso…? Simona preparará sus deliciosos arenques con Nutella…

"Todavía seguía mareado en el recibidor cuando entró Lionetta sonriente"

La voz de Alessandra sonaba metálica, irreal, como si se trataba de un anuncio publicitario de la radio. Piero notó de pronto un ligero mareo. Recordó la pesadilla en la que aparecía con su madre y la imagino una vez más quejándose de que la hubiera abandonado tras divorciarse, y preguntándole qué tal estaba, como si quisiera saberlo desde el más allá.

Le sudaba la palma de la mano, el teléfono resbaló y cayó al suelo golpeando el mueble del recibidor.

—¿Piero…? ¿Piero…? ¿Sigues ahí…?

Todavía seguía mareado en el recibidor cuando entró Lionetta, sonriente.

—He estado visitando al poeta Jimmy White, y luego me he regalado esta nueva pamela —era negra, de ala no demasiado ancha y cinta blanca—. ¿Te gusta? ¡Es para leer en la playa de Tarifa!

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