Romanticismo es una novela en que se acierta a cifrar, a condensar, un gran friso de la historia común de los españoles, desde la muerte de Franco hasta 1996. Vendrá por ello a ocupar lugar preeminente en nuestras historias de la literatura, por ser obra en la que una calidad literaria se asocia a haber sabido ofrecerla como partitura que ficcionaliza todo un periodo de nuestra vida común, el que va desde la muerte del dictador hasta la clausura de la transición. El final de una trama abierta horas antes del 20 de noviembre de 1975, se sitúa en la pérdida de las elecciones por el PSOE en el año 1996, luego de haber vivido la exaltación romántica que supuso el quiebro histórico de una aspiración y sucesivamente una decepción.
Romanticismo, por tanto, no es título casual. En él ha querido fraguar Manuel Longares toda la esfera de significación que va a pautar la suerte de los acontecimientos históricos y sus metonimias existentes: el conflicto entre ‘sentimental’, ‘esperanza’, ‘liberación’ y ‘justicia’ con sus contrarios, ‘espejismo’ ‘decepción’ ‘sumisión’, ‘triunfo de los de siempre, mantenimiento de statu quo’. En el fondo la novela de Longares traza el marco histórico como si fuese el arco donde se quiebra la esfera sentimental y la política, unidas en una misma suerte.
El acierto mayor de la novela se ejecuta en el trazado del puente que lleva desde un lugar (el sentimental) al otro (el sociopolítico) como si tal puente discurriera entre las dos orillas en que se van ordenando los destinos de quienes las pueblan (burguesía/pueblo llano, ricos/pobres, cogollito/arrabales, derechas/izquierdas). Esta confrontación que la novela sostiene en su fondo como figura dual que nunca se abandona (a pesar de que aparentemente hable principalmente de la burguesía), adopta una estructura de desarrollo en tres movimientos, que van a ser los marcos externos en que los conflictos duales se vierten y que coinciden con las tres partes en que se ha ordenado la estructura: 1. Sepulcro de la memoria. 2. Desajustes y 3. Restauración.
Ese orden, como si fuesen tres movimientos de un concierto romántico, que sin embargo adoptaría a mi juicio la forma rítmica poco usual en ese género de Andante (toda la primera parte tiene un ritmo muy pausado, moroso), Allegro maestoso (la segunda parte introduce un movimiento que va en progresiva aceleración del compás hasta la escena en que se cierra, por Pía mirando a Monjardin y su marido), y Allegro vivace (la llamada “Restauración” ve sucederse todo muy rápido, con enormes quiebros de fortuna en las actitudes, el cogollito anda agitado y cambiado, focalizada esa parte conclusiva sobre la suerte de los hijos de la burguesía que viven ya un tiempo histórico totalmente trastocado en valores y actuaciones) .
Los tres movimientos de la novela, con esa configuración metonímica musical que he propuesto para su ritmo, son los tres movimientos que coinciden con el final del franquismo, el conflicto de la Transición, y su final. La estructura básica de la novela se ejecuta sobre la forma de la vivencia de los sucesivos conflictos que se ciernen sobre la familia central, la de Hortensia, su hija Pía, Arce, el marido de ésta, y luego Virucha. Se acentúan con la aparición de Monjardin y con él, la historia que ha permanecido sepultada durante el franquismo, emerge poderosa para amenazar los destinos de tal familia, cosa que finalmente no ocurre, pero que va a nutrir la suerte de su nudo central como conflicto latente.
Lo primero que el lector percibe es la importancia que en Romanticismo cobra el espacio y su dimensión metafórica o simbólica. Es la novela de la burguesía madrileña, sí, que se ejecuta en un espacio muy reducido y concreto de calles del barrio de Salamanca, el que adoptando una expresión de Caty Labaig, la periodista que encarna la fructificación más granada de ser testigo y sanción última de aquel mundo selecto, llama “el cogollito”, expresión que la novela acoge para la significación tanto geográfica como social, y como puente entre una y otra. Esto es, Longares parece haber querido que su novela funcione sobre todo como estructura simbólica mucho más que como cuadro realista.
Si en la primera parte los mundos de ricos y pobres son impermeables y así ocurre en la insistencia que el narrador pone en la incomunicación entre las esferas espaciales, dentro de la misma casa, de señores y criados, que entran significativamente por otro lugar, a partir de la escena de la muerte de Máxima y sobre todo de la partida de Domi, que vuelve con su familia al pueblo, y su sustitución por Bea, la novela va girando hacia una mayor permeabilidad de ambos mundos, hacia un sutil cambio de formas y de actitudes en la preparación de comida, en la relación de Bea con Virucha, donde se van escenificando los progresivos cambios históricos que le son paralelos y que desembocan al final en el mundo trastocado que viven ya muchos hijos de aquella burguesía, que se han ido desclasando progresivamente según se ve en la tercera parte de la novela.
Avanzada ya su trama, la escenificación de los dos mundos que nutren su dialéctica, se representa en las figuras de Panizo y de su mujer Marta Pombo. El administrador de las fortunas, antiguo rogelio, y la militante socialista en la sede del partido en su barrio, van progresivamente afectando al cogollito en actitudes y escenas muy ricas que la novela va matizando y en las que no puedo entretenerme pero que proporcionan una muestra impecable de la capacidad de Longares de ir desde detalles aparentemente nimios (como son los permisos, horarios, altas en la Seguridad social, derechos laborales o franqueos de los espacios de la servidumbre), hasta otros muchos en que puede cifrarse esa dialéctica que tiene a Pía y a Monjardín como las dos fuerzas elementales, y que Arce va administrando sabia y prudentemente en la distancia.
De entre los muchos logros literarios que la novela contiene, querría comentar tres que me parecen capitales en su estilo. Como he dicho, lo principal de Romanticismo se resuelve en el paso desde lo real a su significación simbólica. Que haya resultado probada su realidad onomástica y espacial, o histórica, no empece que Longares subvierta los límites del realismo, principalmente por vía de varios procedimientos centrales en el diseño de la obra: el primero de ellos adopta la forma de escenificaciones voluntariamente exageradas, pero que arrojan en tal extremosidad su lección soberana (podríamos decir que es una novela de la hipérbole, figura estilística central en toda ella). El segundo procedimiento es la manipulación de la estructura argumental, construyendo una trama plagada de buscadas casualidades, azarosos reencuentros y paralelismos varios. Quiero decir que Longares ha concedido a la casualidad que gobierna su obra un lugar que pareciera en un primer momento inverosímil, pero que el narrador ha ido conscientemente administrando, con una férrea voluntad de salir del realismo, para llevar su novela a otra dimensión. Una tercera propiedad es su elaborado lenguaje, en el que un léxico muy rico va siendo trenzado por una frase cuidada, plagada de aciertos expresivos, que sirve a un nutrido cuadro de personajes soberbiamente dibujados.
El conflicto, que se alimenta de paralelismos, arranca de la historia silenciada del cuadro pintado por Villasevil a Hortensia y que el depurado juez Monjardín posee. Hay una escena doble que resulta capital para el capricho narrativo de la estructura. Es la casualidad del paralelismo vivido en los encuentros de madre e hija con padre e hijo en la pastelería. Pía y Monjardín, a los ojos de Virucha, viven de nuevo la historia que Hortensia vivió con Monjardín padre a los ojos de Pía. Lo no dicho, el movimiento de saludo con el sombrero, la mirada, la anuencia o el rechazo… todo es irremediable casualidad que el narrador quiere caprichosa para fraguar desde ella el romanticismo que nutre el momento de la metamorfosis de Pía, paralelo al momento de la metamorfosis de España entera, en su sentido político y social.
Un mundo de transformaciones que la novela va recorriendo y donde en su tercera parte hay hijos tenidos fuera del matrimonio (con la humorada de situar una escena en que la madre soltera, hija de la más granada clase alta, da de mamar a su bebé momentos antes de la boda). Es una parte donde hay ayuntamientos de Virucha con su profesor, en un piso a quien es el propio Arce quien la acompaña, donde se han quebrado los órdenes de la moral que han sustentado el mundo anterior, donde los estudios son ya de menor rango («¡Periodismo! ¿Pero no había nada mejor?», piensa la madre), un mundo que es otra vez el social, el económico, y al que Longares vuelve en esta tercera parte quebrando a su antojo y voluntariamente la línea abierta de la relación de Pía con Monjardín, otro lugar simbólico que podría también visitarse en la serie de desencantos, que cruza a lo largo de toda la novela este personaje mismo y sus relaciones de clase/desclase.
Tal complejidad y evolución se emblematiza muy bien en la soberbia escena paralela en la que el Monjardín triunfante de 1982 desprecia el guiso de sopas que le preparan sus camaradas de clase y partido, Panizo y Marta, y no acude a la cena de sopas que éstos le tienen preparada. Esa misma escena es reconstruida a su modo en 1996, cuando ya perdidas las elecciones, ha llegado el momento de volver a ser iguales. Una novela en la que hay también una mirada política escépticamente lúcida respecto a ascensos e intereses, a enriquecimientos y desclasamientos, en la que únicamente parece permanente el espacio que finalmente sitúa a cada uno en el lugar que le corresponde.
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Autor: Manuel Longares. Título: Romanticismo. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon
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