Javier Memba reanuda con Romy Schneider, una de las grandes actrices europeas del siglo XX, la mítica serie «Malditos, heterodoxos y alucinados» que en 2002 repasó en El Mundo las vidas de 75 escritores, poniendo ahora el foco en el mundo del cine.
Tan sólo ese estigma, que tan a menudo obra sobre los talentos tempranos, podía llevar a pensar que Romy Schneider —una de las grandes musas del cine europeo del siglo XX— acabaría siendo perseguida por la fatalidad hasta la muerte. Final que, amén de tan prematuro como los primeros aplausos que escuchó, bien pudo haber sido el último jalón de la senda de la autodestrucción, por la que la actriz encaminó su vida. Muy probablemente, puso rumbo al abismo en 1963, cuando la dejó Alain Delon tras un romance de cinco años. Dos décadas después, el 29 de mayo de 1982, fue encontrada muerta en su apartamento parisino. Oficialmente, se dijo que el óbito se produjo a consecuencia de un infarto agudo de miocardio. Pero como no se le practicó la autopsia, cuantos admiraron a Romy en Lo importante es amar (Andrzej Zulawski, 1975), La muerte en directo (Bertrand Tavernier, 1980) o Fantasma de amor (Dino Risi, 1981), las tres cintas, del último tramo de su filmografía, más representativas de la experiencia personal de la actriz, dieron por sentado que la antigua intérprete de Sissi había decidido poner fin a sus días mediante una mezcla letal de barbitúricos y alcohol.
Hija de los actores Wolf Albach-Retty y Magda Schneider —protagonista del gran Max Ophüls en Amoríos (1933)—, la futura actriz que habría de dar vida a la que, para el común de las espectadoras de los años 50, fue la princesita más gentil de la Casa Habsburgo-Lorena nació en la Viena que vitoreaba la anexión de Austria por la Alemania nazi. Fue el 23 de septiembre de 1938. Sólo tenía quince años cuando la joven Romy debutó en el cine incorporando a la hija del personaje interpretado por su progenitora en Lilas blancas (Hans Deppe, 1953). No mucho después, Ernst Marischka, para quien protagonizaría la trilogía de Sissi —Sissi (1955), Sissi emperatriz (1956) y El destino de Sissi (1957)—, le confió su primera princesa en Los jóvenes años de una reina. En aquella ocasión, recreó a la reina Victoria del Reino Unido.
Aunque aquellos papeles la convirtieron en una de las estrellas jóvenes más rutilantes de la pantalla europea, Romy Schneider, como todos los actores encasillados en un solo personaje, acabó cansándose de tanto miriñaque, tanto polisón y tanto vals. En cierto sentido arremetió contra todo ello con su creación de Manuela von Meinhardis en Corrupción en el internado (Géza von Radványi, 1958). Remake del clásico del cine lésbico Muchachas de uniforme (Leontine Sagan y Carl Froelich, 1931), sobre un internado para hijas de oficiales prusianos, en una de sus secuencias, Manuela besa en los labios a Elisabeth von Bernburg (Lili Palmer), la profesora de la que está enamorada.
También fue en el año 58 cuando conoció a Delon en el rodaje del remake de Amoríos dirigido por Pierre Gaspard-Huit. Debió de ser Delon quien le presentó a Luchino Visconti. Lo cierto es que para el realizador italiano Romy Schneider protagonizó su episodio de Boccaccio 70 (1962). También para él, con el correr de los años, interpretaría por última vez a Sissi. Fue en Ludwig (1973), el acercamiento de Visconti a Luis II de Baviera, el rey loco que prefería levantar castillos para las óperas de Wagner a los asuntos de estado. Siempre vestida de negro, la frescura de su belleza juvenil empezaba a volverse melancólica. La Sissi de entonces ya dejaba entrever la decadencia de una actriz cuyas dotes dramáticas habían seducido al Orson Welles de El proceso (1963) y al gran Claude Sautet. Su colaboración con este último arrancó en Las cosas de la vida (1969) y tendría su fruto en algunos de los mejores títulos de la actriz: Ella, yo y el otro (1972), Mado (1976) y Una vida de mujer (1978). Esta tercera precisamente le valió su segundo César a la mejor actriz.
El primero lo había obtenido tres años antes por su creación de Nadine Chevalier en Lo importante es amar. Era aquella una actriz alcoholizada y en decadencia —trasunto de la misma Romy— que se dedica al porno y mantiene un romance autodestructivo con Servais Mont (Fabio Testi), un fotógrafo que va a robarle unas fotos comprometidas.
De espaldas a la cámara siempre fue una depresiva que vio morir a su hijo Daniel, a los 14 años, atravesado accidentalmente por la verja de su casa mientras intentaba trepar por ella. Nunca llegó a levantarse de aquel golpe. Pese a todo el dinero que ganó, parece ser que cuando llegó su hora estaba arruinada. Fueron sus amigos quienes corrieron con los gastos del sepelio.
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