El autor cuenta a los lectores de Zenda el proceso que siguió para escribir su novela: un viaje desde Francia a Venezuela en el que agotó por completo su cuaderno de notas.
Dos años antes de la publicación de Azúcar Negro, una periodista me escribió para organizar una velada llamada Le Verre et la Plume. La idea era cruzar un libro con un alcohol y observar los puentes imperceptibles, sutiles y delicados, entre el perfume de las palabras y el de la botella. Me pidieron que leyera unas páginas de mi primera novela, El Viaje de Octavio. La asociaron con un ron venezolano, Santa Teresa. Cuando el especialista en espirituosos empezó a hablar me sorprendió su campo léxico, que me pareció, de repente, en mi profunda ignorancia, mucho más cercano al universo de la poesía que al de la destilería.
Al día siguiente, decidí viajar a Venezuela para conocer los cañaverales de La Victoria, en el Estado de Aragua, más o menos a dos horas de Caracas. Llegué a un pueblo caribeño con una iglesia en el centro pintada de rosado, niños jugando debajo de una mata de mango, calles llenas de cicatrices de asfalto, casas de techo de zinc con cuatro sillas afuera. A lo lejos, los cañaverales mostraban sus plantaciones doradas y la finca se levantaba en el medio de un campo de flores como un hombre de pie.
Un señor me recibió en la finca, el Maestro Néstor Ortega. Me enseñó el arte de hacer ron desde la caña cortada hasta el momento de tomarse un “palo”, sentado en una silla blanca, mirando la fila de “chaguaramos” enfermos. Traté de percibir el lirismo escondido en la destilación continua del azúcar de miel, la majestuosidad audaz de los toneles, el discreto olor a caramelo en el aire, la melaza espesa y limpia, los colores, la novela disimulada detrás de las dos columnas del mecanismo químico, “analizador” y “rectificador”, como dos gigantes de metal cargando un templo narrativo.
Tomé tantas notas que agoté un cuaderno entero. A mi regreso a Francia, fui aceptado en una residencia de escritura, la Villa Marguerite Yourcenar, en el norte de Francia, cerca de Lille, a diez minutos de la frontera belga, en el Mont Noir, un bosque barroco y oscuro, para escribir mi libro. En esa residencia de escritores, que no tenía absolutamente nada de caribeña, pude pasar a limpio las notas desordenadas que había acumulado, destilando su materia prima en personajes, escenas, capítulos. Durante casi tres meses, pasé las palabras del Maestro Ortega en las columnas de mi imaginación, analizando y rectificando, integrando aromas de mango y de palma, mezclando licores en barricas de tinta, hasta alcanzar en la blancura de la página el color del roble.
Dejé envejecer la novela durante varios meses. Almacenada en una gaveta, respiró por la porosidad de sus maderas, madurando lentamente su humilde equilibrio. Hoy, el resultado es un ron de doscientas páginas.
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Autor: Miguel Bonnefoy. Título: Azúcar Negro. Editorial: Armaenia. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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