Detalle de la portada de La ridícula idea de no volver a verte.
«Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible».
Rosa Montero, en La ridícula idea de no volver a verte
Tiempos radioactivos. Burbujas de luz. Islas de emoción candente. El amor glorioso de la piel. Una ballena demasiado grande para ser arponeada. Dos palabras —«mi perrita»— que resumen una relación. Palabras, a veces con hashtag, que rezuman vida, aunque la vida no baste, como dijo Pessoa. Palabras que conforman La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero, porque para vivir tenemos que narrarnos, sostiene la escritora y periodista madrileña.
Seix Barral, con ecos valleinclanescos, definió este libro en 2013 con tres adjetivos: «Vivo, libérrimo y original». Y en la contraportada añadió que era una obra inclasificable. No sé, quizá si La ridícula idea de no volver a verte apareciera ahora o si hubiera llegado a las librerías hace un par de años se habría colado por algún lado la palabra autoficción, aunque eso dé igual, porque poco o nada importa cómo encasillemos los libros: importa que nos entretengan, que nos conmuevan, que nos deslumbren, como es el caso. Bueno, más que nada me importa un poco: estas líneas las incluyo dentro del diario apátrida porque La ridícula idea de no volver a verte tiene un punto desgenerado que me interesa: las vidas de Rosa Montero y de Marie Curie zigzaguean por las páginas del libro y a menudo se funden cuando ambas escriben después de que el dolor caiga sobre ellas sin paliativos, después de que les arranque la #Palabra.
Hay palabras inolvidables en La ridícula idea de no volver a verte. Y también imágenes: «Los humanos nos defendemos del dolor sin sentido adornándolo con la sensatez de la belleza. Aplastamos carbones con las manos desnudas y a veces conseguimos que parezcan diamantes». Pero como no puedo copiar este libro palabra por palabra, voy a dejar caer sólo dos: dolor y silencio.
«Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar», escribió Rosa Montero, después de que muriera Pablo, su compañero.
«Pierre mío, la vida es atroz sin ti, es una angustia sin nombre, un desamparo sin fondo, una desolación sin límites», anotó Marie Curie en el diario que redactó tras perder a su marido.
Rosa Montero, ante el abismo, mantiene el equilibrio. Después de recordar la pifia de Truman Capote con Plegarias atendidas, asegura que no es fácil saber manejar «la sustancia siempre radioactiva de lo real». Y poco antes de recordar a su marido —«Pablo era un niño. Pablo era un hombre. Era un niño dentro de un hombre…»— nos explica que hay ligaduras personales profundas de las que no desea desprenderse:
«Te confieso que he cortado dos párrafos que había incluido en la primerísima versión de este libro; dos fragmentos que contaban algo de Pablo. Esto es, me he censurado. Es un conflicto irresoluble; por un lado, esas dos escenas hablaban de los demás. Del dolor de todos. De algún modo, el narrador es como un médium: sus palabras son la expresión de muchos. Y al escribir, uno siente ese compromiso, esa pulsión de hablar por los otros o con los otros: esas escenas que corté no eran sólo mías Pero, por otro lado, eran sobre todo mías y de Pablo. Y no pude romper esa nuez de perfecta y callada intimidad entre él y yo».
Las cursivas que coloca en «sobre todo mías» son magistrales. Como el cierre de ese capítulo: «El tuétano de los libros está en las esquinas de las palabras. Lo más importante de las buenas novelas se agolpa en las elipsis, en el aire que circula entre los personajes, en las frases pequeñas. Por eso creo no puedo decir nada más sobre Pablo: su lugar está en el centro del silencio».
La ridícula idea de no volver a verte concluye con el diario de Marie Curie, que la científica polaca terminó así en abril de 1907:
«Hace un año. Vivo para sus niñas, para su padre anciano. El dolor es sordo, pero sigue vivo. La carga pesa sobre mis hombros. ¿Cuán dulce sería dormir y no despertar más? ¡Qué jóvenes son mis pobres cariñitos! ¡Qué cansada me siento! ¿Tendré todavía el coraje de escribir?»
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P.D.: Rosa Montero tiene el coraje de escribir novelas desde 1979, cuando publicó Crónica del desamor. Esta semana aterriza en las librerías Los tiempos del odio, con la detective Bruna Husky y este lema: «Sin amor no merece la pena vivir».
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