Fotografías: ©Victoria R. Ramos.
La intrahistoria de un país suele ser más interesante y mucho más oscura de lo que muestran sus telediarios. Consciente de ello, Rosario Raro asegura que “la literatura ha de servir para desnudarnos y disfrazarnos a la vez”. “Siempre se puede hacer algo mejor que mirar hacia otro lado”, afirma la filóloga y escritora segorbina, que ha rescatado del olvido la tragedia de la talidomida para usarla como hilo conductor, junto al popular consultorio radiofónico de Elena Francis, de una historia que nos traslada a la Barcelona de los años 60.
La talidomida, desarrollada por la compañía alemana Grünenthal GmbH, se comercializó entre 1957 y 1963 como sedante, pero sus catastróficos efectos siguen sintiéndose hoy. A la magnitud de aquella tragedia debemos, en buena parte, la existencia de leyes de control de fármacos en la actualidad. A la catástrofe, y también a los esfuerzos de personas como Frances Oldham Kelsey, admitida en la universidad sólo porque su nombre hizo pensar a los docentes que se trataba de un hombre, y que terminaría salvando multitud de vidas de estadounidenses al prohibir la entrada de este compuesto en su país. Se calcula que sólo en España pudieron nacer entre 2.000 y 3.000 personas afectadas, de las que sobreviven alrededor de 200 que carecen de las indemnizaciones y respaldo obtenidos en otros países europeos. A nivel mundial hubo más de 50.000 afectados. Muchas víctimas aún viven condenadas a un olvido injusto perpetuado por sucesivos gobiernos, medios de comunicación y sociedad.
La hipocresía, la culpa, la memoria, las contradicciones internas a que se vieron sometidas las mujeres de esa época, los temas molestos o escabrosos que escondemos bajo las alfombras y los muertos que nos acompañan durante nuestras vidas transitan las páginas de La huella de una carta, última novela de una mujer que ha dedicado su vida a la literatura en todas sus facetas: escritora, filóloga, docente.
De voz dulce y sonrisa fácil, esta experta en escritura en internet, que ya antes del éxito de su anterior novela, Volver a Canfranc, y del fichaje por Planeta arrastraba un amplio bagaje literario a sus espaldas con títulos como Los años debidos, La llave de Medusa, El alma de las máquinas… así como una buena porción de premios, nos recibe con el mismo entusiasmo que muestra ante la cita de Cortázar procedente de Instrucciones para subir una escalera, estampada en el luminoso vestíbulo del madrileño Hotel de Las Letras.
V.R. ¿Por qué esta historia, cómo surge la idea de casar la tragedia de la talidomida con el consultorio de Elena Francis? Porque al final, es un escaparate para mostrar una época.
R.R. A mí me interesó sobre todo porque fue la campaña de comunicación más exitosa en la historia de la publicidad de este país. El consultorio de Elena Francis tenía como cometido vender cremas. Estaba patrocinado por un laboratorio cosmético, su finalidad no era el altruismo ni ayudar al prójimo. Primero se emitió en Radio Barcelona de la Cadena SER y después en Radio Peninsular a partir del 66, que era de Radio Nacional de España. En el formato de las siete cartas que se leían en la radio y a las que se daba respuesta, las cuñas eran de ellos. Es como lo que llaman en Estados Unidos soap operas, comedias de situación que patrocinaban marcas de jabón. Aquí este era el equivalente.
Las consultas al principio eran sobre temas de belleza –las espinillas, el acné, cómo puedo hacer para que me crezca más el pelo–, pero se dieron cuenta de que cuando aparecía una de tema sentimental enganchaba a la audiencia, y empezaron a incluir las de este cariz, pero tenían que ser solo consultas que habían pasado la censura. Yo había leído un ensayo del comunicólogo y semiólogo Gérard Imbert, y un libro de una mujer que se llama Pietat Estany, Estimades amigues, que hacía lo que hace Nuria Somport en la novela: la contrataron para dar salida a todas esas cartas, porque la política de la empresa era no dejar ninguna sin responder. Estamos hablando de que en los momentos de mayor popularidad llegaban quinientas al día, que eso serían quince mil al mes, un material muy difícil de gestionar. Me gustó mucho imaginar todo ese ejército de redactoras, que podríamos ser nosotras, escribiendo en su casa con una Olympia, como tocaba en la época.
V.R. Las cartas que no pasan la censura son las que muestran la ambigüedad, los temas incómodos o escabrosos, las que reflejan precisamente la realidad de esa época donde quizá había más hipocresía que ahora: “una sociedad de vitrina en la que primaban las apariencias y solo se exhibían los brillos”.
R.R. Claro, ese fragmento lo elegimos para la solapa precisamente porque retrata muy bien la hipocresía que había durante el franquismo. Una cosa eran las vivencias, que algunas eran tremendas, y otra lo que se mostraba. Y eso se hacía también en el No-Do: solo mostraban las inauguraciones y los festivales, mientras había gente que moría de hambre. En la prensa se decía que lo que no se publica no existe, y así temas como la homosexualidad, el maltrato, el abuso de menores, el aborto, el suicidio, o lo que tú decías que es lo que realmente encarna la realidad, era todo lo que se apartaba, y se quedaba todo muy en lo externo.
V.R. ¿Hemos mejorado con respecto a esa hipocresía?
R.R. Creo que ahora se da de otra forma. Seguimos viviendo en una sociedad de apariencias, que yo estoy convencida de que está detrás del fenómeno de la corrupción. Se trata de tener dinero a costa de lo que sea, sin escrúpulos. En contraposición con lo que pasa en la novela, ahora hablamos de casos en los que se desvía dinero y hay comisiones ilegales, pero no es tan tremendo como esto de la talidomida, que es de thriller. Creo que la evolución de las sociedades es lentísima. Cuando nos estudien retrospectivamente dentro de cientos o miles de años quizá no habrá tanta diferencia.
V. R. Hay otra cita en el libro sobre cómo “se agita la miseria moral”.
R. R. Y la soledad, sobre todo.
V. R. Y en otra parte se afirma que las mujeres cultas son más interesantes, aunque algunos hombres les tengan miedo porque les hacen sentirse inferiores.
R.R. Eso se lo dice doña Leonor a Nuria el día que la invita a almorzar a su casa. Imagínate, en esa época había muchos refranes que aludían a lo que tú dices: «Mujer que sabe latín no puede tener buen fin». Había mujeres que estudiaban filosofía y letras, y yo estudié filología hispánica, que es prácticamente el equivalente de hoy. Eran carreras consideradas como más femeninas, y en México se lo llama «estudiar el MMC: el Mientras Me Caso». Luego ya tenían que dedicarse a ser buenas madres y esposas. A principios de los 60, con toda la economía del desarrollismo –hay que impulsar el consumo–, las revistas se llenan de lo que se llama «la mujer moderna», que manejaba electrodomésticos y algunas incluso trabajaban fuera de casa, como secretarias muchas veces, aunque en las fábricas siempre había habido mujeres trabajando.
V. R. A raíz de eso, hay un tema de fondo con las mujeres del libro: la culpa. Se sienten culpables de dejar a sus hijos, de contestar las cartas siguiendo la moral imperante en la época aunque en su fuero interno ellas piensen otra cosa, incluso se sienten culpables de sufrir abusos… ¿Fue esta la marca de toda una generación de mujeres?
R. R. Tú lo has leído, y es exactamente así, ese es EL tema: todo lo que supone hacer sentirse a alguien culpable, porque para mí es un mecanismo de manejo, de control y de manipulación interno, porque así no tienes ni que controlar a esas personas, ya que ellas mismas se limitan. Me encanta que lo hayas interpretado de esa forma, porque junto a todo el tema de la conciliación y del cómo se vivía en esa época, esa es la clave. Además, desde algunas instituciones la culpa ha sido el gran negocio. Es la forma íntima de ser esclavo. Es una opresión incluso en términos físicos, porque producía también unos síntomas como la neurastenia y todo esto, y provoca sobre todo una represión.
V.R. Sobre el tema de la talidomida muchas se culpan a sí mismas –»porque me tomé la pastilla», «porque seguí manteniendo relaciones con mi marido»– cuando realmente no son responsables de nada.
R.R. He puesto en la nota de autora que hubo a quienes les tocó un papel peor que el de víctimas, que fueron los padres de las víctimas. Y a día de hoy, porque estamos hablando de personas nacidas sobre todo entre el 59 y el 62 y rondan los sesenta años desde entonces, las madres tienen una culpa tremenda. Imagínate lo que supone eso sumado al dolor, y están todo el día pensando desde que se levantan hasta que se acuestan «¿por qué me tomé aquella dichosa pastilla?». «Me la tomé porque soy una cobarde, porque no aguanté las náuseas». Es una situación que añade más dolor al dolor.
V.R. Además, en aquella época se pensaba que las náuseas del embarazo eran psicosomáticas, por los nervios.
R.R. Sí, se les daba el mismo papel que a los barbitúricos, es decir, como sedantes o ansiolíticos, pero mejores, porque no tenían efectos secundarios, como pasaba con los barbitúricos, que a veces había gente que moría por una excesiva ingesta accidental.
V.R. ¿Seguimos arrastrando ese problema de la culpa y de las mujeres que no son todo lo cultas que podrían ser?
R.R. Yo estoy convencida. Igual ahora disimulamos más, lo contamos menos, pero yo tengo muchas compañeras y amigas que están en un lugar y no pueden evitar tener la sospecha de pensar que donde tendrían que estar es con sus hijos en ese momento. A mí me gusta cuando le preguntan a algún ministro o alto cargo hombre «¿cómo lleva usted lo de la conciliación?», porque a veces parece que los hijos son solo de nosotras. Ahora por suerte tenemos otros modelos sociales, tenemos mujeres científicas. Pero también es verdad que eso nos lleva a vivir las siete vidas del gato simultáneamente, y la culpa es algo que tenemos que acallar y si fuera posible extirpar, porque eso sería lo que de verdad nos haría libres.
V.R. Y sin embargo, este es un libro de mujeres fuertes. No solo Nuria, sino Dora, Liliana, Frida, y por supuesto Dafne Gretchen, que en la vida real se llamó Frances Oldham Kelsey.
R.R. Sí, ella fue la gran heroína de Norteamérica, condecorada por Kennedy con el máximo galardón al que podía aspirar un civil, por ser quien salvó de la muerte a más norteamericanos, que se dice pronto. No podemos juzgar a estas mujeres con nuestros parámetros actuales. Nuria, Dora y Liliana ahora nos parecerían personas que hacen lo que toca, pero en esa época era muchísimo.
V.R. Decir que no al amante y optar por la propia independencia, el divorcio, la venganza… Son mujeres muy fuertes para su época. Nuria incluso aparece muy suave al principio, pero luego se va descubriendo una fortaleza de carácter que ni ella misma sospecha.
R.R. Claro, eran mujeres que hasta que hacían esa toma de consciencia era como que vivían para los otros, eran esposas y madres. Y esto ha creado una especie de conflicto intergeneracional entre suegras y nueras. No quiero decir que nuestras suegras sean mujeres de otra galaxia –aunque algunas tenemos suegras modernas, por suerte–, sino que han sido educadas bajo otros preceptos. Uno de los libros que hay tras toda esta ideología que expandía el consultorio era la Guía de la buena esposa de Pilar Primo de Rivera. Para un artículo que escribí puse alguno de estos mandamientos, y uno decía: «Un hombre siempre tiene hambre, porque viene de trabajar mucho, y la buena esposa tiene que tener a los niños relucientes para cuando llegue el marido a su casa». Y yo me imaginaba a la madre frotando a los niños con un paño. Que ahora nos riamos ya es una buena señal, porque si estuviéramos sumergidas en esa época no podríamos estar solas en una cafetería ni andar por la calle, porque pensarían que buscamos algo…
V.R. No se podía tener una cuenta en un banco a nuestro nombre, ni firmar…
R.R. Claro. Lo que me interesaba con Nuria Somport era dejar claro que sus límites no provienen de su carácter, sino del contexto: el dinero que va ganando en el laboratorio lo mete en la cartilla de su madre; para abrir un apartado de correos tiene que dar el apellido de soltera, porque así se suponía que estaba controlada por su padre, y si daba el de casada necesitaba que su marido la autorizara; cuando le hacen un contrato de trabajo, es el marido el que tiene que firmar, y si no un tutor, como si fueran siempre menores de edad… A ella le viene muy bien que por la cuestión de la confidencialidad en el laboratorio Francis no le firmen un contrato, porque trabaja igual y le pagan en negro sin tener ningún papel que la ligue con eso.
V.R. Y aun así tampoco consigue escapar del todo de ese tutelaje.
R.R. Exacto, porque Máximo le dice “te lo permito, mientras no descuides tus labores”. En los textos que he leído de la época se dice incluso “las labores propias de la condición femenina”, que me hace mucha gracia, como si un hombre no pudiera pasar el aspirador.
V.R. En el libro les das un final mucho más feliz a las víctimas de la talidomida del que han tenido en realidad (España no sólo fue de los últimos países en retirarla sino que además aquí no se han otorgado a los afectados las indemnizaciones o pensiones que hay en el resto de Europa). ¿Pecamos de olvidadizos con estos temas?
R.R. Lo que quería era contar la historia y llevarla hasta un final en alto, con las medidas que se toman en el Patronato Ribas, y que el lector se quedara con una sensación de cierto consuelo que mitigara la desazón, pero que después fuera como un aterrizaje en la realidad. Hasta aquí todo lo que tendría que haber sucedido, y ahora lo que realmente ha pasado. Yo he hablado con bastantes afectados por la talidomida, y el presidente de Avite (Asociación de Víctimas de Talidomida en España), José Riquelme, me decía: «Claro, es que si al menos hubiera sido así…». Otra cosa que me dijo al presentar la novela en Murcia –él fue uno de los primeros lectores–, fue que le había hecho dudar, que había cosas en las que había conseguido confundirle sobre si eran realidad o ficción. Le dije que ese era mi objetivo, que se creara un territorio nuevo entre la realidad y la ficción que nos sirviera para reflexionar. Se les ha escondido debajo de la alfombra.
Cuando este hombre nació lo tuvieron tres días escondido debajo de una toalla. Muchas mujeres parían en casa, se quedaban muy débiles, y querían que la madre estuviera un poco recuperada antes de que se llevara ese disgusto. A otras las ataban a la cama, como aparece en la novela. Hubo mucho dolor. Las indemnizaciones económicas no subsanan una tragedia tan grande, pero al menos ayudarían a que estas personas tuvieran una vida digna, o pudieran contratar a alguien que les cuidara. Me han dicho que una silla de ruedas motorizada vale más que un coche, y de los caros, de cuarenta mil euros. Una pierna ortopédica puede valer seis mil euros. La función de los medios es visibilizar la realidad y que no nos la construyan, que no sea una especie de relato oficial. Cuando empecé a leer mucho sobre este tema, entre 2013 y 2014 y me preguntaban sobre qué estaba escribiendo, yo siempre tenía que explicar qué era la talidomida y qué había pasado. Y ahora cada vez menos. Cada vez hay más gente que se pregunta cómo pudo pasar esto.
V.R. La tasa de mortalidad fue altísima, sobrevivieron muy pocos. Mil y pico muertos en España, tal vez dos mil, sobrevivieron menos de trescientos. Teniendo en cuenta la tragedia llama la atención la escasa repercusión mediática.
R.R. Han sobrevivido aquellos a los que les faltan los brazos y las piernas. Es una tragedia nacional y una vergüenza, y han sido gobiernos sucesivos los que los han abandonado.
V.R. En la carta de presentación del libro dices: «Con las notas compartidas aumenta la esperanza de que este mundo nuestro se pueda recomponer, mejorar, revisar, corregir, refundar, reescribir, en suma. Porque leer, escuchar o ver, conocer sucesos que permanecían ocultos es ya participar en un acto de valentía”. ¿La literatura tiene que servir para mejorar el mundo?
R.R. Yo creo que para escribir de duendes y de hadas siempre estaremos a tiempo, pero tanto los que escribís en los medios como los que escribimos literatura, sea ficción o no, tenemos un compromiso con nuestra época. En el caso de la guerra de Siria, la ha agravado el hecho de que no haya periodistas, de que eso no se pueda contar, que no haya un relato. Lo hubo de Vietnam, lo hubo de Camboya, en nuestra guerra civil hubo periodistas extranjeros en hoteles muy cercanos a este, como Orwell… Además, hoy cuando te llega una historia la primera reacción es la duda: ¿esto pudo suceder? Y cuando haces comprobaciones y trabajo de documentación tienes la necesidad de contarlo. Es como cuando vosotros tenéis una noticia, que queréis transmitirla cuanto antes. Creo que tenemos que tener ese motor, porque si yo pensara que la historia que estoy escribiendo diera igual si se conociera o no… Creo que el camino del corazón es el más corto. Hay un ensayo corto sobre la talidomida que se llama Oscuro remedio, uno de cuyos autores es Rock Brynner, hijo del actor Yul Brynner, y en la portada española sale uno de los bebés afectados sobre una colcha, a quien yo luego busqué. Se llama José Marqués y lo conocí un día en un club de lectura en la provincia de Zaragoza. No tiene ni antebrazos ni manos. Son personas admirables que hacen que los demás relativicemos cualquier cosa que nos pase. Cuando tienes enfrente alguien así y sonríe y lleva una vida “normal”, piensas que cualquier problema tuyo ya pasará.
V.R. ¿Pesan más los muertos que los vivos?
R.R. Esa frase la dice uno de los personajes, pero para mí esa especie de conexión, dedicar la novela a mi abuela es porque sigo sintiendo que está ahí. Gracias a ella empecé a leer en Barcelona, y por eso he puesto lo de «González Ledesma». Los otros nombres que aparecen los que él utilizaba para escribir novelas de género que se vendían en los quioscos: él era Francisco González Ledesma pero era Taylor Nummy, Silvia Valdemar, Silver Kane e incluso empleaba nombres de mujer (como Rosa Alcázar) para sus novelas románticas. Que alguien te descubra la lectura es como dejarte una presencia constante, y en la novela hay varios ejemplos de eso.
V.R. También hay una sociedad obsesionada con la fórmula de la eterna juventud, como ahora, quizás ahora más que entonces.
R.R. Es como el reverso, porque de todo lo monstruoso que tiene la experimentación con los seres humanos –que era lo que sucedía con los mal llamados científicos y médicos de Hitler, se supone que ser médico incluye un juramento hipocrático y todos conocemos las atrocidades del genocidio–, este tema de la búsqueda de la eterna juventud ahora lo vemos constantemente. Ahora incluso más, porque una mujer de sesenta años tiene que aparentar cuarenta, y las que ya tenemos cuarenta y largos tenemos que aparentar menos. Y te dices «¿por qué? Tengo la edad que tengo». Y ahí hay una especie de desafío humano, igual que el don Juan desafiaba las coordenadas humanas con la cuestión de la inmortalidad. Me interesaba mucho el caso de esta mujer, que todavía vive, en Buenos Aires –igual va retrocediendo en el tiempo como Benjamin Button y ahora parece una quinceañera–, que es el resultado de esos experimentos. Lo que pasa es que debido al origen de sus inyecciones (los prisioneros de los nazis), muchas cosas no aparecen en el libro que le encargan escribir a Nuria. Por una parte me interesaban la monstruosidad y la belleza, pero también la monstruosidad detrás de la belleza. «Era tan bella que se le transparentaba la bestia» es una frase que me hace gracia. Porque lo que hace uno de los personajes es una monstruosidad, aunque sea por venganza.
V.R. El éxito llegó con tu novela anterior, Volver a Canfranc, que llegó a las siete ediciones con Planeta. ¿Cómo ha sido el proceso desde entonces?
R.R. Solamente me pude poner con esta novela cuando mandé la anterior a imprenta, para compartimentalizar y que no se me mezclaran las cosas. Esta me ha costado menos de escribir, porque ya tenía determinados resortes. Una novela también tiene bastante de banco de pruebas. Lo que nos da sentido como escritores son los lectores, y siempre tenemos que evitarles el aburrimiento. En Volver a Canfranc había muchas más descripciones porque era inevitable con ese sitio tan singular y tan magnético, tenía que contar cómo era. Pero aquí no es tan necesario describir Barcelona, y ha sido un proceso muy agradable. Cuando escribí Volver a Canfranc yo no sabía que la iba a publicar Planeta, en este caso sí, y eso ha sido muy ilusionante, porque sabes hasta dónde va a llegar tu novela y que vas a conectar con muchos lectores. Ya tienes el destino trazado y el puerto de llegada.
V.R. Ya llevabas mucho tiempo publicando en varios sitios y recibiendo numerosos premios: Ciudad de Huelva, Cruzando Culturas, Ateneo Ciudad Galdós de Las Palmas de Gran Canaria, Mujer Kimetz Elkartea de Ordizia, Palabras de Mujer, finalista del Premio Internacional de Novela Vargas Llosa de la editorial Alfaguara…
R.R. Pero eso es porque me presenté a muchos. A quien me habla de los premios que he ganado le respondo «si supieras a todos los que me he presentado…». Sí, ya tenía una obra previa, y llevo escribiendo de forma seria desde los quince años. Hay una frase de Agatha Christie que me gusta mucho: «Para triunfar de una día para otro hacen falta veinte años». Las cosas no surgen porque sí. Que me publicara Planeta no fue llegar y besar el santo. Detrás de cada libro no solo está esta autora, sino también un equipo impresionante con el que estoy encantada, ¿verdad, Laura? [se vuelve hacia Laura Verdura, del departamento de Comunicación de Planeta]. Prueba de ello son los resultados. Cuando tú cuentas con muchísima implicación, desde tu editora hasta quien diseña la portada, te sientes muy acompañada.
V.R. Esta novela es la culminación –de momento– de toda una trayectoria ligada a la literatura. Además de escritora, eres filóloga y profesora. ¿Cómo comienza tu idilio con la literatura?
R.R. Pues muy pronto, porque los primeros cuentos igual los escribí con nueve años o así, y los guardo todos. El primero se llamaba Mi viaje en una nube y acababa en un laboratorio de Majadahonda, así que imagínate cómo sería aquello. Llamarlo relato sería mucho suponer. Pero yo pasaba mucho tiempo sola en mi habitación –como dice la canción–, y cuando ya la había arreglado y ordenado, me di cuenta de que la escritura me daba diversión, que me permitía elegir dónde estaba y con quién, y que era algo que tenía bastante que ver con la magia. Al principio lees como evasión y como entretenimiento, y llega un momento en el que pruebas a escribir, sin saber adónde iba a parar aquello. Ahora cuando escribo tengo mapas mentales, esquemas, escaletas, toda la información lo más controlada posible. Acabó siendo la actividad más satisfactoria de mi vida. Junto con la amistad es lo que más alegrías me ha proporcionado en la vida, y a veces reconozco que me lo he tomado como una especie de sacerdocio, pero sin los aburridos votos.
V.R. ¿Se puede ser escritor sin ser un lector voraz?
R.R. Yo creo que no. Yo distingo entre los escritores que se alimentan solo de libros y los que escriben sobre lo que inevitablemente vivimos, pero habría que conjugar ambas fuentes de alimentación para producir una chispa única con nuestra propia visión del mundo.
V.R. Llevas más de diez años dirigiendo el Curso de Escritura Creativa de la Universidad Jaume I.
R.R. Trece este año exactamente.
V.R. ¿Cómo es la experiencia?
R.R. Es una de las mejores cosas que me ha pasado nunca. Considero que es un regalo que me hizo la Universidad de Castellón, y se han volcado con este libro de una forma que también es muy de agradecer. Es una experiencia continua de reflexión sobre la escritura, porque nos planteamos cuestiones como por qué funciona un título. Pasado mañana presentamos el libro que hacemos cada año con los mejores textos del curso, y yo siempre estoy muy atenta, porque ver a una persona cuando tiene ante los ojos las páginas que ha publicado por primera vez es emocionante, porque yo me pongo en su lugar y vuelvo a sentir lo mismo. Los que nos dedicamos a esto no sé si somos apasionados o directamente obsesivos, porque llega un momento en que lo ocupa casi todo, pero bueno, también nos hace ver la realidad de otra manera.
V.R. ¿Qué podemos esperar de la creatividad que viene ahí empujando?
R.R. Cosas muy buenas. Alguna vez recibo algún texto por correo electrónico y pienso que soy una privilegiada al ser su primera lectora y ver ese producto recién nacido. Como yo he dado muchos palos de ciego, intento no transmitir muchas «enseñanzas», porque no me considero quién para enseñarle a nadie a escribir. Ya quisiera yo tener la varita mágica, porque me aplicaría la fórmula yo, y así no estaría el ochenta por ciento del tiempo corrigiendo, como estoy. Y como esto de escribir es un oficio tan solitario, lo de juntarnos nos permite sentir que no somos tan perros verdes.
V.R. Hay tanta gente ahora que quiere escribir, o que escribe pero no publica, que a mí a veces casi me resulta extraño lo contrario.
R.R. Me pasa todo el tiempo. Cuando alguien me dice que no puede escribir porque se dedica a otra cosa, trabajar en una óptica, o haciendo lámparas, me quedo: «¿Y por qué no escribirá?»
V.R. ¿Qué consejos darías a quienes intentan publicar y no lo consiguen?
R.R. Sobre todo, antes de hacer llegar una obra a una editorial, que esté muy elaborada y muy corregida, y que busquen lo que se llama ahora lectores beta –como los beta testers en los videojuegos– que les aconsejen y que no les digan «me gusta» y ya está, porque con eso no avanzamos nada. Yo tengo comprobado a través de mis alumnos que cuando alguien tiene una buena obra entre manos, tarde o temprano acaba por salir.
V.R. Eres filóloga, docente, tienes varios blogs y escribes en varios géneros. ¿Qué te aporta cada faceta?
R.R. Las redes sociales me aportan muchísimo feedback para contrastar con los lectores lo que escribes en tiempo real. Vosotros tenéis una sección de comentarios, y antes eso era muy simbólico, porque toda esa cuestión de las cartas al director no la usaba casi nadie, pero ahora puedes leer una columna o un artículo de opinión e inmediatamente tienes la posibilidad de comunicarte con quien la ha escrito. Yo soy muy del lema que hay en el Teatreneu de Barcelona: «Si no te ha gustado dínoslo a nosotros, y si te ha gustado cuéntaselo a todo el mundo». Cuando tengo algo que decirle a un autor se lo digo en privado, y si me ha gustado lo comento en público, porque es lo que toca. Igual que nadie vamos a presentaciones de libros que no nos interesan, ni los reseñamos.
V.R. Tu tesis trata sobre la comunicación y la escritura en internet. ¿Qué ha supuesto internet para la literatura?
R.R. Ha supuesto un test en tiempo real, porque ahora podemos saber por la impresión digital qué efectos tiene. Antes era un proceso más largo y unidireccional. El escritor paría un libro y ahí estaba, pero ahora los lectores pueden llegar a tener un papel incluso de coautores, porque yo recibo muchos correos de los lectores y tengo un archivo donde voy tomando nota de lo que me dicen, así que inevitablemente los estoy incluyendo en el proceso de creación.
V.R. ¿Nos puedes decir algo de tu próximo proyecto?
R.R: Yo no puedo parar de escribir, sean novelas o haikus, porque es una necesidad vital, aunque suene grandilocuente. Leo mucho, sobre temas sociales, porque es lo que me interesa, hasta que llega el detonante, hasta que dices «aquí está la historia». Igual escribo algo sobre una época anterior, pero de momento no tengo la historia fijada.
V.R. ¿Referentes literarios, o algún libro que te haya marcado especialmente?
R.R. Muchísimos. Sé que suena mucho a hacerse el correcto literariamente, pero si hay un libro inacabable, es el Quijote. Luego, me gusta mucho Max Aub, un autor de mucho ingenio y propuestas literarias que no se acaban. También hay una labor importante de rescate de las mujeres del 27, y me gustan mucho Mercè Rodoreda, Carmen Laforet o Montserrat Roig. Albert Sánchez Piñol también, a quien se le nota mucho que es antropólogo. Como leo mucho, por suerte se establecen diálogos entre esos libros.
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