En una época de cháchara vacía, se publica Tenemos que hablar (Espesa), un libro en defensa del arte de la conversación por uno de los comunicadores más influyentes de nuestro país. Rubén Amón (1969) es un periodista y escritor cuya carrera profesional comenzó a los 18 años en Antena 3 Radio. De allí se traslada a El Mundo en 1990, en Cultura, antes de ser enviado de guerra en los Balcanes y corresponsal en Roma y en París. Ha escrito para diferentes periódicos extranjeros (Reforma de México, Corriere della Sera, Libération), ha sido columnista y reportero de El País y desde 2019 es articulista de El Confidencial. Sus diferentes libros y ensayos ―una docena― abarcan temáticas tan dispares como los toros, el fútbol, la política y la ópera. Desde 2015 colabora en el espacio radiofónico Más de uno, de Onda Cero, junto a Carlos Alsina. En la actualidad también dirige y presenta en Onda Cero el espacio semanal La cultureta. Desde 2021 participa en la tertulia de actualidad de El hormiguero 3.0. Entre sus galardones destaca el premio Cerecedo (2018).
¿Están en crisis el arte y el placer de una buena conversación? Juzguen ustedes mismos (las numerosas acotaciones de “risas” quizás les den una pista).
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—¿Hablando se entiende la gente?
—Hablar es una forma para no comprenderte con el otro, porque existe esta tentación de convertir la conversación en una cadena de monólogos independientes, por un problema de fanatismo de la palabra. Ocurre mucho en esta profesión de tertuliano donde es muy difícil renunciar a lo que uno piensa. La propia polarización enfatiza aún más ese concepto: “No voy a abdicar de mi punto de vista”. Creo que la conversación sensata y noble parte de un riesgo. Nuestro amigo Gistau me contaba que, en el marco del boxeo, que es una dialéctica muy atractiva, él boxeaba para dar, pero también para recibir. No sólo está el placer de golpear, sino que encajar los golpes también mola; es digno y asumible porque así son las reglas. Pero me temo que España nunca ha ido por ahí y que el cuadro de Goya del Duelo a garrotazos es nuestra expresión cultural y antropológica por antonomasia.
—¿Por qué escribe un tertuliano un libro que se llama Tenemos que hablar?
—Me parecía interesante hacer el psicoanálisis del tertuliano como la especie protegida que alimenta la actualidad.
—¿Protegida por quién?
—Por el propio sistema de la necesidad que es el periodismo actual. Como tenemos una profesión precaria, creo que el tertuliano tiene una reputación muy negativa, pero se le podían reconocer sus méritos, y ya no hablo de los que digo ahí de broma, como la posesión de la piel de amianto, la bilocación natural o cambiar de criterio al mismo tiempo, o sea, dar en un sitio una opinión y en otro al mismo tiempo la contraria, sino porque yo creo que el tertuliano estiliza la tertulia del bar, canalizando de alguna manera la polarización que hay ahora mismo en España. Por eso digo en el libro aquello de las categorías de tertulianos: el honesto e íntegro, de la que alguna vez espero formar parte; el tertuliano corporativo, que es el amiguete que funciona porque tiene buenos contactos y vive de ellos; y luego el tertuliano infiltrado, imposición orgánica de partidos. Esos dos tercios de tertulianos poco profesionales demuestran hasta qué punto la polarización del debate afecta a cómo se conducen las opiniones. Por eso, en este libro me alzo en defensa del análisis de todos ellos.
—Dices en el libro que el tertuliano de café se da con bastante frecuencia, más que en otro lugar del mundo, en España.
—Sí, porque el tertuliano en España cobra poco. (Risas) Mira, nosotros hemos inventado la radio en color, que es la televisión del tertuliano: un formato paradójicamente muy poco televisivo pero muy práctico, porque se hace con pocos medios; es decir, con un presupuesto muy asequible, pero con la ventaja enorme de que rellenas mucho espacio. Su perdurabilidad en ese medio es opinable, pero lo interesante, en mi opinión, es la función que cumple: llevar al debate ciertas opiniones discriminando entre las que tienen un margen de honestidad y las que no lo tienen. Por eso el tertuliano merece un respeto, y merece también una condena.
—¿Y tú respetas o condenas en tu libro?
—Yo hago las dos cosas. Este libro está lleno de contradicciones, como el propio tertuliano, y creo que ese es uno de sus grandes valores. (Risas)
—Te pones en ocasiones muy socrático, en tu libro.
—Absolutamente socrático. Si por socrático entendemos la fundación del diálogo occidental que pasa por la noción de la ironía y la noción de la mediocridad. Todo esto, naturalmente, te lo cuento a ti porque se puede hablar así en Zenda. Si yo digo esto mismo en otro medio, o sea, socrático e irónico y mayéutico en una misma frase, estoy para siempre condenado como pedante. Pero en Zenda no.
—Bueno, digamos que entre los dos hemos propiciado este ambiente pedante. Otra cosa es quién tiene la última palabra, que en estos casos siempre es el que pasa al papel la conversación.
—Por supuesto. El entrevistado en una entrevista queda reducido o ampliado a la posición del entrevistador. Y eso es así. Trátame con cariño. (Más risas)
—Ya veremos. Volvamos a la mayéutica. Hablas de “parir las palabras”.
—Sí. Mira. A propósito de la ironía, ésta nos obliga a ser escépticos con nuestras certezas, mientras que la mayéutica te lleva a preguntarte las cosas con mucho énfasis. Y en ese sentido me gusta que traigas aquí ese concepto de “parir” palabras y del uso de los signos de interrogación como “fórceps”. En español usamos dichos signos para abrir y cerrar las cuestiones, que además tienen esa forma de gancho tan perfecta para la metáfora, reforzando la idea de “parir las conclusiones a partir de las preguntas que uno se hace”. Creo que te referías a eso en tu comentario. El resultado de una conversación conlleva también esa noción de “tirar” del debate hacia afuera. Si seguimos con la pedantería, permíteme la cita de Churchill: “La conversación pasa por agotar el debate, pero no agotar a los personajes involucrados en dicho debate”.
—Me dejas la siguiente cuestión en bandeja: la nómina de citas en Tenemos que hablar es apabullante en un libro que, como objeto, pesa poco: De Quincey, Churchill, Platón, Sócrates, Oscar Wilde, Coleridge… ¿Necesidad o deformación de cultureta?
—Pesa poco porque el papel es reciclado. (Más risas) Y con respecto a las citas, espero que aquellas a las que recurro como recurso didáctico para aludir a la historia de la memoria y la conversación no se perciban como un ejercicio de opulencia.
—Con tanta cita podríamos hablar de un libro de ayuda. O de autoayuda.
—Me gusta mucho eso del libro de ayuda. (Risas) Has dado en la clave comercial, en serio. Porque mira, más allá del título, Tenemos que hablar, que tiene un voluntario sesgo comercial, el contenido está concebido, al menos he intentado que sea así, con un imperativo provocado por mí y provocador para lo demás: “O hablamos o dejamos de ser la civilización que somos”.
—Y en ese hábitat, ¿el tertuliano se extingue o no se extingue?
—Ahí de nuevo nuestra contradicción: el instrumento de la tecnología, que es muy útil para el desarrollo de una civilización y lo está demostrando, siendo el humano caracterizado por su capacidad conectiva hasta el punto de crear ciudades de treinta millones de habitantes, está demostrando el extremo contrario: un tremendo aislamiento a partir precisamente del uso del instrumento tecnológico. Creo que la paradoja es que la hipercomunicación ha engendrado el aislamiento. Lo que es increíble es que la comunicación sirva para incomunicarnos. El tertuliano cae también en esas contradicciones, por supuesto. Pero en el caso del libro me preocupa mucho más el individuo y su capacidad de comunicarse, que hoy parece reducida a lo semántico. No quito importancia a las palabras, pero en una conversación hay más cosas, otros lenguajes casi tan importantes como las palabras, y nos estamos alejando de esos lenguajes no verbales. O incapacitándonos a nosotros mismos para practicarlos más a menudo.
—En ese sentido, ofreces incluso algunas recomendaciones sobre lugares, intensidad de la luz, nivel de sonido y otros elementos propiciatorios para la conversación.
—Eso es. El espacio normativo tampoco hay que tomárselo como un dogma, y cuando digo que “la conversación tiene que fluir” no está en contradicción con las mejores condiciones que predisponen a una buena conversación. Para mí hay tres tabúes en una buena conversación: el dinero —detesto hablar de eso—, la enfermedad —pero no en el derecho de alguien a contar sus dolencias, sino a convertirlas en el centro de cualquier conversación— y la tercera el tema de las mujeres en una reunión entre varones. Me incomoda ese tipo de conversación, porque me parece algo absolutamente falto de elegancia. Y bueno, puestos a incomodidades personales, soy incapaz de iniciar una conversación con alguien que se sienta a hablar y coloca el móvil encima de la mesa. Y hay gente que incluso lleva dos. Es como si pusiera sobre la mesa un Magnum 44 y un AK-47. ¿De qué hablamos cuando hay dos móviles que te están retrayendo todo el interés? Ni te fijas, ni me escuchas ni yo mismo estoy en una situación serena. Me parece una adulteración de la conversación.
—En este momento me doy cuenta de que estoy adulterando la conversación con mi móvil en la mesa, pero es que te estoy grabando. Por curiosidad, ¿qué móvil tienes, uno de esos Nokia de los 90?
—¿Qué dices? Yo tengo un iPhone 15. (Risas) Pero creo que tengo una relación sensata con él. Aun así, lo llevo en el bolsillo y me acaban de llegar unos cuantos mensajes mientras hablamos, lo que significa que con cada vibración me he distraído algo en esta agradable charla. Nadie se libra de estos mecanismos adictivos. Yo no soy moralista, y lo sabes, pero está claro que las redes sociales cultivan una adicción equivalente a las drogas, o el alcohol, sabiendo cómo funciona el ser humano en la frecuencia de estímulos y recompensas. Cómo no inquietarse…
—Si tuvieras que elegir un lugar idóneo para dialogar, ¿cuál sería?
—Hay un sitio muy peligroso y muy proclive, que es el coche. Por eso digo en el libro que los coches ya deberían traer de serie, como los aviones de combate, un botón de eyección. (Risas) El coche es peligroso para las conversaciones porque no puedes escapar de ahí, sobre todo en un viaje por carretera. Todos sabemos que ese lugar va a ser elegido en algún momento y puede decantar muchas cosas: precipitar el final abrupto de una relación, o también todo lo contrario, dar pie a un momento de más entusiasmo en la intimidad… De todas maneras, cada vez estoy más de acuerdo con Kant (permíteme volver a la pedantería de la cita) en que el número idóneo siempre es más de tres, pero menos de nueve.
—Estamos hablando de una conversación, ¿verdad? Hemos pasado del coche a Kant, y las citas las carga el diablo.
—A ver, yo creo que Immanuel quería decir que, para conversar bien, al menos en alemán, la conversación bilateral no es la más propicia. El equilibrio es lo más importante: ni una partida de ajedrez, ni una asamblea. En ese sentido, la tercera persona crea vías de comunicación, eliminando la claustrofobia de la conversación a dos. En la conversación; siempre en la conversación. (Risas)
—Le dedicas el libro a Alsina, tu jefe en Onda Cero.
—La virtud de esa dedicatoria es que fue inequívoca. Hay una fase de revelación cuando uno escribe, que consiste en que la cosa de la que quieres escribir se te aparece. Imagino que a ti te habrá pasado. Pues a mí me ocurrió con la dedicatoria: fue casi un automatismo. ¿Para quién va a ser? Lo vi clarísimo: para Alsina, que me ha enseñado muchas cosas.
—¿Qué has aprendido de Alsina en todos estos años?
—Primero, el modelo de periodismo íntegro llevado al extremo. En ese sentido, y gracias a su ejemplo, yo me pasé a la militancia, pues además de desvincularse completamente del mundo sociopolítico para conservar íntegro su ámbito de integridad, lo hizo por pura convicción profesional, no por estrategia. Después, su naturalidad en el dominio del lenguaje radiofónico, que me parece otro prodigio; esa calidez. Y por último pero no menos importante, me enseñó a explorar el medio radiofónico como el agua en el agua; esa especie de vínculo orgánico y elegante que tiene el cabrón (con perdón) de su situación en el medio: como Federer en el tenis. Trabajando con él eres consciente de que esa plasticidad y esa integridad de Alsina, aparte de su instinto y su capacidad de trabajo, lo convierten en un periodista formidable. ¿Cómo no dedicarle el libro?
—¿El medio define al tertuliano?
—Sí, muchísimo. De hecho, Alsina excluyó a Pedro Sánchez como tertuliano cuando éste se postuló hace años en el programa La brújula de la economía. Esto ocurrió cuando Pedro Sánchez era todavía concejal en el Ayuntamiento de Madrid. Alsina renegó de él, y yo a veces me pregunto: ¿si hubiera cuajado como tertuliano, nos habríamos ahorrado todos al presidente del Gobierno? Para mí eso está en el lastre con el que Alsina tiene que hacer un ejercicio de conciencia. (Risas) Esto me lleva a pensar que tertuliano no lo puede ser cualquiera, pero presidente del Gobierno sí. (Más risas)
—¿Cuál es el mérito del tertuliano?
—Creo que hay una frase que lo define: “Somos un océano de conocimiento con un milímetro de profundidad”. Y creo que, por eso, esta subespecie de periodismo sobrevivirá a todo. El tertuliano tiene más capacidad adaptativa que una bacteria.
—Para terminar: ¿a quién le diría Rubén Amón la frase “tenemos que hablar”?
—Bueno, tal vez no así, pero sí me quedaron conversaciones pendientes con mi padre. Murió demasiado pronto. No tuve demasiado tiempo y casi todo lo aprovechamos juntos para ir a los toros, que fue una especie de conversación de gestos, miradas y cercanías muy provechosa para el muchacho que yo era. Mi padre, hijo de la posguerra, que aún trataba de usted a su padre, no era como somos nosotros en cuanto al manejo de los afectos con nuestros hijos. Tenía una distancia de maneras muy de su generación. Me han quedado muchas cosas por hablar con él. Y sobre todo muchas palabras por escucharle; poder tener con él una relación de adultos. Y fíjate que a mí este juego de las comparaciones me abruma mucho, pero creo, me gusta pensar, que no le disgustaría a mi padre el hombre en el que me he convertido. En parte, y paradójicamente, tal vez a causa de su ausencia.
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