De entrada podría pensarse que, dado el carácter retroactivo de las nuevas normas que rigen nuestros días, origen de tantas grietas en los pedestales sobre los que otrora se alzó a tantos creadores, el realizador estadounidense Russ Meyer —junto con Fellini el mayor obseso con el volumen de la espetera de las actrices que haya emplazado una cámara— también cuenta entre las listas de los cancelados, esas nóminas de las que sólo se salva Pablo Neruda —violador, según confesión propia, y estalinista irredento—, que sigue dando nombre a calles e institutos de enseñanza media en la España progresista.
Antiguo fotógrafo de pin-up girls y de mujeres desnudas para las revistas masculinas —sobre todo Playboy: conoció a su segunda esposa, Eva Meyer, playmate de junio de 1955, en aquellas páginas—, de haber tenido noticia de la existencia de Meyer ese nuevo puritanismo le hubiera cancelado con la misma diligencia que Gabriel Arias-Salgado, uno de los grandes paladines del nacionalcatolicismo mientras ocupó la cartera de Información y Turismo (1951-1962), prohibía los anuncios de medias femeninas porque “fomentaban la masturbación”. Son tantas las similitudes entre aquella España de la sacristía y ésta, en que la estética obedece a la ética, que salvo aquel adagio acerca de cómo se tocan los extremos opuestos, faltan asideros sobre los que conjeturar.
Lo cierto es que, antes que ninguna otra cosa, sobre Russ Meyer cayó el olvido como cae sobre tantas obras con independencia de la coyuntura del momento y de la inspiración del creador. En gran medida, este heterodoxo construyó su cine, su softcore, cuando el hardcore —el porno del sexo explícito— aún no se podía ni imaginar. Esa fue su heterodoxia: convertirse en el primer realizador de nudies —cintas que mostraban el busto de una o dos actrices y las nalgas de otra, todo lo más— que mereció la atención de la crítica. Un voyerista a carta cabal que se convirtió en un mito del cine independiente merced a su mirada sicalíptica. Sí señor, un voyerista de tomo y lomo al que se le invitaba a hablar sobre su cine en universidades de ambas costas. Y es que, en cierta medida, podemos referirnos a Meyer como a un precursor de la revolución sexual.
A comienzos de los años 60, en la pantalla comercial norteamericana, era inconcebible ver esos fugaces e inocentes desnudos de sus películas. Tales obscenidades, que hoy por hoy —salvo a quienes velan porque la estética siga supeditada a la ética— no escandalizarían a nadie, estaban prohibidas por el Código Hays. Sí señor, en Estados Unidos, el paradigma de la democracia, la visión pública de la desnudez estaba tan perseguida como en la España del nacionalcatolicismo, donde los niños venían de París y masturbarse provocaba granos. De hecho, uno de los deseos más ardientes de los norteamericanos —como el de una gran mayoría de la población masculina de la sociedad occidental en su conjunto, los célebres “reprimidos”, que se les llamaría años después, en la España de la liberación y el destape— era la observación de la desnudez femenina con esa naturalidad que traería el fin de siglo: el tiempo de esa promiscuidad que no frenó ni el SIDA.
Vayamos por partes. Mientras el softcore y el hardcore llegaban, aún era frecuente en todo el mundo que, para copular, incluso dentro del matrimonio, se apagase la luz. Los estadounidenses que querían ver chicas de piernas largas —eso y poco más era lo que enseñaban— tenían que conformarse con el burlesque. Éste era el nombre genérico —no en vano pleno de resonancias francesas— por el que se conocían ciertos cortometrajes, proyectados en bucle en salas de mala muerte, sin más argumento que las bailarinas de Los Ángeles ejerciendo sus funciones. A veces, como en el cine español anterior al destape, se rodaban dos versiones; la segunda era un falso topless de las chicas, también inconcebible en nuestros días por mucho que aquellas bailarinas de Los Ángeles se cubrieran con parches los pezones.
Nacido en California en 1922, Russ Meyer ya rodaba en Súper 8 cuando sólo contaba 14 años. Esa formación como cineasta amateur habría de ser fundamental cuando, además de realizador, productor, guionista y montador de sus películas, era frecuente que él mismo llevase las copias al cine donde se proyectaban. Imbuidas por idéntico espíritu, no era raro que las chicas de los desnudos, al volver a vestirse, se empleasen como técnicas en el rodaje. Trabajar con Meyer siempre era desempeñar más de un empleo a la vez.
Las primeras noticias de este heterodoxo nos hablan de él como operador de cámara del ejército estadounidense. Con ese cometido documentó las campañas de Patton. En efecto, en 1970, cuando Franklin J. Schaffner llevó a la pantalla la vida de este general, que decía ser amigo personal de Dios, muchos de los planos de archivo utilizados habían sido rodados por Meyer. Para entonces, el antiguo sargento que fuera el cineasta en el ejército se había convertido en ese símbolo de la revolución sexual, y tal le recuerdan quienes le recuerdan. Entonces sí, en sus visitas a los campus universitarios nunca faltaba una estudiante feminista dispuesta preguntarle por su obsesión con el pecho femenino. Él, con el cinismo del que siempre hacía gala, solía responder que no le obsesionaba sólo uno, que le obsesionaban los dos.
The inmoral Mr. Teas, su primera realización, fue debida al estimable trabajo de Meyer como director de fotografía en French Peep Show (1950), un corto burlesque que satisfizo a Pete DeCenzie, el dueño del Rey Theatre de Oakland —una de las principales salas dedicadas a estas producciones de todo el país—, quien decidió asociarse a Meyer en la producción de su primer largometraje. Contaba la historia de un tipo que, al salir de una visita al dentista, descubre que el odontólogo le ha hecho algo que le ha otorgado el don de ver desnudas a las mujeres que desea. El argumento, como habría de suceder en la mayor parte de la filmografía de Meyer, se reducía a una serie de secuencias de carácter erótico enmarcadas en un melodrama exuberante. Al cabo era como si las chicas de un calendario, una por cada mes, se hubieran puesto de acuerdo para satisfacer los deseos más inocentes de un mirón. Hay quien data el nacimiento de las nudies en aquella producción. En cualquier caso, el negocio fue redondo. The inmoral Mr. Teas costó 24.000 dólares y recaudó un millón.
Convertido en una suerte de Roger Corman de mirada sicalíptica, Meyer puso a su esposa a protagonizar una segunda parte de Mr. Teas en Eve and the Handyman (1961) y, tres años después, la Famous Players le confió una versión de Fanny Hill —la novela erótica de 1748 original de John Cleveland— con Miriam Hopkins, ya en franca decadencia, como protagonista. Pero aquel éxito, que hacía que los proyeccionistas hurtasen a las copias fotogramas de los desnudos, no volvió a repetirse hasta Lorna, también del 64 y sin más argumento que las exuberantes formas de las actrices inmersas en las exuberancias del melodrama.
La crítica reparó en Russ Meyer tras el estreno de Faster, Pussycat!, Kill!, Kill! Definida por esa voz en off, tan frecuente en las cintas de nuestro heterodoxo, como un acercamiento a los aspectos violentos del sexo, se trata de una road movie protagonizada por tres gogós que, al acabar sus bailes en el club, se suben a sus respectivos coches para ir en busca de problemas en nuevos lugares, entre nuevas gentes y bajo nuevos puntos de vista.
Los acaban encontrando en el desierto, donde dan con una pareja con la que entablarán una carrera automovilística en la que acabarán matando al chico. Hay un dato a este respecto que me hace pensar que el feminismo de nuestros días no hubiera condenado Faster, Pussycat!, Kill!, Kill!: las chicas, a las que Meyer fotografía de espaldas, sin mostrar esos bustos que tanto le obsesionaban, siempre toman la iniciativa y en algunos aspectos apuntan a esa liberación femenina, que entonces era un tema tan candente como pueda serlo ahora el de la igualdad. Linda (Sue Bernard), la novia del asesinado, se pasa la mayor parte del metraje corriendo en bikini por el desierto. Pero Varla (Tura Satana), la lideresa de las gogós, no es, en modo alguno, una mujer complaciente con los hombres.
Faster, Pussycat!, Kill!, Kill! fue la cinta que convirtió a Russ Meyer en eso que se llama un cineasta de culto. Entre otros filmes, su actividad se prolongó en títulos como Vixen (1968), Más allá del valle de las muñecas (1970) o Supervixens (1975). En los años 70, con la llegada del softcore, mucho más atrevido y popular; pero, sobre todo, con esa liberación de los mirones que trajo la revolución sexual, a Meyer dejó de invitársele a los campus.
Ya en los años 80, en esa eclosión del melodrama exuberante que conoció la cartelera —especialmente la española— donde sí se le invitó fue a Madrid con motivo del ciclo que le dedicó el Imagfic, el festival de cine imaginario de la capital. Y es ahora cuando pienso que esas ninfómanas suyas, que se enfrentaban y vencían a hombres tan perversos como el impedido de Faster, Pussycat… —un impotente incorporado por Stuart Lancaster en quien resuena, ni más ni menos, que el Popeye de Santuario (1931), la novela negra de William Faulkner—, no hubieran escandalizado tanto como pueda parecerlo a las nuevas sensibilidades.
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