De la hazaña de unos barcos que cruzaron el océano y encontraron, ya casi sin esperanzas, una tierra al otro lado lo conocemos todo. Conocemos la cólera de Aguirre y la fiebre por llegar hasta El Dorado, conocemos el rincón donde Colón se dejó caer, rodilla en tierra, para darle las gracias al Señor (y pedirle perdón por sus recelos de última hora al turco que dibujó un extraño mapa) y hasta la clase de árboles entre los que miraban unos ojos nerviosos, que ignoraban la existencia del caballo y la armadura, y que interpretaron esos brillos y esas piezas desmontables que podían bajar de una montura como los dioses blancos a los que desde hacía ya siglos se aguardaba. Pero lo que apenas se conoce de esa gesta es el encuentro de la civilización europea, representada por aquella derrengada embajada española que estaba iniciando allí su propio proyecto de exploración espacial —a efectos históricos, el mar era un equivalente del medio interestelar, y los barcos eran los cohetes y las estaciones orbitales de ahora—, con esas criaturas extraterrestres con las que los llamados “indios” llevaban conviviendo tanto tiempo como nosotros con dragones y unicornios. Las ilustraciones de los podocéfalos, de los torsos animados por unas bocas parlantes, de los hombres escamosos y con brazos emplumados que navegaban por unos cielos de soles y de lunas serpentinos, llegaron a las cortes europeas gracias al pincel embelesado de botánicos, zoólogos y sacerdotes asustados que, mientras paseaban por la selva en busca de obeliscos de cristal y pájaros lila, habían entrado casualmente en contacto con aquellos precursores del Bigfoot y de ese vampiro de los rebaños llamado Chupacabras. Ni que decir tiene que las cortes de toda Europa se aterrorizaron al descubrir las extrañas razas que se ocultaban en el otro lado del mar. Desde el reino de Portugal a la vieja Italia volaban los garabatos de lo que nadie deseaba encontrar, y de lo que se temía que llegase al continente en las bodegas de los barcos españoles, escondido allí como un desconocido contrabando. Dicho lo cual, quizá no esté de más esta pregunta que me hago a vuelapluma: ¿y si todos esos dibujos eran parte de una guerra mental, la invención de unos pícaros españoles para disuadir a sus vecinos de emprender el mismo viaje que habían iniciado ellos? Hablamos, no lo olvidemos, de los mismo hombres que nacieron en la tierra del Buscón y el Lazarillo, estereotipos patrios que aún estaban por surgir en la literatura, pero que ya pisaban las hermosas tierras de Aragón y de Castilla con el bolsón y la faltriquera repletos de recursos. Imaginemos este giro de guión: quisimos engañar a media Europa para que nadie nos molestara en nuestros viajes de ida y vuelta por el mar, a la caza del oro y las especias, y de esas pequeñas cochinillas que dieron al color rojo un nuevo esplendor. ¿Por qué no? Yo mismo me estoy convenciendo, a medida que escribo esta ocurrencia con la que no contaba, de que los (así llamados) “hechos reales” conocieron esta versión de la conquista de las Indias que, si no me equivoco, ha pasado desapercibida a los historiadores. Pero, más allá del posible uso disuasorio de unas fantasías indemostrables, lo que sí tengo claro es que el descubrimiento en Europa de todas esas criaturas de pesadilla fue como un ariete en el umbral de nuestra consciencia, y que abrió de par en par sus puertas firmemente cerradas para que una nueva especie de arquetipos, ignorados hasta entonces, se colase de rondón en nuestro mundo.
Aquella novela de Avon de 1966 era más fuertecita. En ella, una secretaria preciosa hereda de un pariente lejano un castillo irlandés y lo convierte en un hostal… El fin de semana de la inauguración, el castillo se llena de huéspedes: un pibonazo irlandés alcohólico, una pareja mal avenida de estadounidenses con una hija más caliente que el pico de una plancha, y un matrimonio que se conoció en un campo de concentración en el que ella estaba presa y él era vigilante.
Pero, en el sótano, acechan unos huéspedes inesperados: los gestapochauns.
Los gestapochauns viven en la oscuridad (…), y el autor nos informa de que no se trata de unos simples duendes nazis, sino de unos duendes nazis videntes a los que les encanta el sadomaso, que están cubiertos de cicatrices producto de sus sesiones de placer/dolor con su creador, que han sido entrenados para convertirse en esclavos sexuales de hombres humanos de tamaño normal y que son, en realidad, fetos raquíticos extraídos de víctimas de los campos de concentración judíos. Y uno de ellos se llama Adolph.
Yo no era coleccionista, ni siquiera conocía a Héctor Garrido, pero tenía claro lo que era aquello: la Mona Lisa de las cubiertas de bolsillo.
No diré que el Bosco, o los espantos de Brueghel, tienen una deuda con las fantasías de los ilustradores de las crónicas de Indias. Pero tampoco voy a decir lo contrario. ¿Cómo podríamos saber si los monstruos del Jardín de las Delicias, toda esa colección de fechorías reunidas entre fuentes cristalinas, son lo que son gracias a que un día un anciano cronista castigado por el sol, o embriagado por la luna, vio que se descolgaban unos pechos de mujer en el tronco de un árbol? O gracias a que un viajero más astuto que el resto decidió que criaturas así levantarían una barrera psicológica insuperable para la codicia de futuros conquistadores. Sinceramente, no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que nuestros malos sueños adoptaron desde entonces un nuevo colorido. En Europa se filtró en las fantasías apofénicas de Cosimo como en la nueva carne de Arcimboldo, en la locura de los tentadores de San Antonio imaginados por Brueghel como más tarde en los Caprichos de Goya. En China adquirió una tonalidad no sé si más siniestra, pero sí, desde luego, más exótica, en manos de los e-shi, los artistas desesperanzados que apenas se sentían parte de su tiempo, y que dieron forma a los retratos del “mundo flotante” (desde el siglo XVIII hasta el final de la Restauración Meiji) en el arte del ukiyo-e. Las ilustraciones de los cuentos para niños franceses e ingleses, de las novelas góticas y de la poesía simbolista, vienen de ese mismo lugar. Las rarezas pasarían después a las portadas de las revistas americanas dedicadas a las fantasías más grotescas, maravillas como Weird Tales y Astounding Stories, a los dibujos de Otto Dix y en general a la pintura expresionista, los famosos —como los e-shi— “degenerados”. Habían llegado también a la vanguardia parisina, a las portadas de las revistas populares. Pero después de los horrores de una nueva guerra y su espantoso final en dos tranquilas ciudades japonesas, las criaturas retorcidas de los sueños que asomaban a cuadros e ilustraciones parece que fueron apartadas a la fuerza de un mundo ya colmado de locura. Tuvieron que pasar algo más de 30 años —pongamos 33 y no andaremos lejos de muchas realidades— para que ese universo encantado de seres obscenos y monstruos blasfemos volviera a dejarse ver entre nosotros. ¿Dónde los podíamos encontrar, en qué abyectos lugares? Al fondo de las librerías, en esa zona de tinieblas donde no asomaba nadie. A veces, también, en los kioskos callejeros. Abandonados a su suerte, habían corrido a ocultarse en las cubiertas de las novelas baratas y los terrores de a duro (porque esto no fue solamente una plaga que afectó a Norteamérica: véanse las cubiertas de los fascinantes y nunca bien ponderados bolsilibros), y casi responde a una impía clase de justicia poética que cuanto fuera tan comúnmente ultrajado y despreciado hoy se sume a eso que llamamos “cotizadas piezas de coleccionista.”
Se necesitaba un historiador capaz no ya de leerse lo mejor y lo peor de esa literatura denostada (casi siempre sin motivo) que invadió las mesas de novedades de un mundo del que acababa de desertar la contracultura, que vio a los primeros monjes budistas quemándose a lo bonzo y las revueltas de estudiantes apaleados por los monos del sistema porque aquellos muchachos se negaban a matar y morir en Vietnam, sino también de contarla con la gracia, el interés, la seriedad y, a veces, la falta de ella, que esas obras se merecen, y después de leer este volumen tan mimado por Minotauro creo que no podríamos haber encontrado un guía mejor que Grady Hendrix. Independientemente de su carrera como novelista, que desconozco, su talento como lector de todos esos incunables de trastienda y catalogador de una biblioteca personal de maravillas —entiéndase por maravillas lo que el circo de Barnum entendía por prodigios— es indudable. Por mucho que uno haya fatigado estanterías a lo largo de los años en busca no sólo de lo conocido sino también de lo inesperado, dentro de un género al que crítica y lectores siempre han mirado por encima del hombro, lo que está claro es que Hendrix ha fatigado muchas más. Los gestapochauns mencionados más arriba, invención de un autor de nombre John Christopher, son el ejemplo de un gusto muy particular, que requiere de una mirada cultivada y entrenada en el arte de ver oro allí donde otros sólo encontrarían unos burdos pedruscos. En la cubierta, unos típicos enanos de cuento de hadas aparecen tocados con el brazalete nazi, blandiendo unos látigos contra una asustada pareja al óleo a la sombra de un encantador castillo medieval. El trauma visual nos pide que empleemos algo más que el tiempo que se tarda en devolver una novela con semejante cubierta a la estantería para analizar reposadamente lo que acabamos de descubrir. El hábito de leer, especialmente los clásicos, en buenas ediciones aquí debe considerarse un enemigo, un adversario atroz, una mala costumbre. En esta dimensión paralela de la lectura, en esta zona crepuscular de nuestra pasión por la literatura, conviene detenerse un momento, volver el libro en busca de su sinopsis y, si el trauma continúa enviando señales a un hipocampo emocionado, continuar por la primera página. Y después cualquier otra página al azar.
Jim Thiesen es famoso por sus cubiertas completamente pintadas y hermosamente texturizadas. También se le conoce por su trabajo en las reimpresiones de Doubleday de las cuatro primeras novelas de Stephen King y su icónica cubierta inspirada en H. R. Giger para Soy leyenda, de Richard Matheson (que Tor recortó, emborronó digitalmente y alteró, para consternación máxima de Thiesen). Pero nada puede alterar el poderío de su cubierta de The Gilgul, basada en una cabeza monstruosa que él mismo esculpió, iluminó y fotografió. No hay nada semejante en toda la literatura de bolsillo, y, desde luego, constituye una labor asombrosa de tremendo genio terrorífico.
Mi abundante colección de bolsilibros, entre los que destaco los escritos por Ada Coretti, Curtis Garland, Adam Surray y Frank Caudett, por mencionar sólo a unos pocos, fueron escogidos así. Sangrienta evocación, de Caudett, nos planta ante una pareja de jovencitos besándose en un cementerio junto a una tumba abierta de la que sale un soldado americano preparado para ensartarles en su bayoneta. En La muerte se mira al espejo, de Coretti, un pobre infeliz es arrastrado al mar por un cefalópodo, con la luna asomando entre los riscos. El anticuario, de Surray, retrata a un moribundo en una especie de lecho castellano rondado por un desagradable murciélago y el fantasma de un sujeto nada amistoso con capa española y sombrero de copa que sostiene un libro entre las manos (y en cuyo pecho brilla un reloj de cadena). Rue Morgue, 13, de Garland, es otra maravilla de Miguel García, un pintor que se especializó en soltarse la melena cuando tocaba la tarea alimenticia de ilustrar bolsilibros: una pareja de aterrados decimonónicos se abraza frente al panteón de Marcel Danviers, mientras una sombra escapa por su puerta entreabierta. Pero, si las cubiertas ya te gustaban, el interior te iba a encantar. Citemos por ejemplo esta descripción de la mencionada Rue Morgue, 13 (p. 43): “Yo le oía, mientras aquellas piltrafas humanas, como monigotes frágiles y quebradizos, saltaban bajo impactos demoledores. Creí que me había abierto camino finalmente, pero ya varios de los bailarines de pesadilla me cerraban toda posible salida del recinto iluminado. Para horror mío, uno de ellos era una mujer, rugosa y de canosos cabellos despeinados, de rostro antes afable, ahora convertido en la grotesca máscara desdentada de una arpía indescriptible… ¡Madame Renaud, la hostelera!” O este pasaje de un diálogo entre dos de los personajes de Estirpe de vampiros, de Clark Carrados (p. 35): “«Nos veremos a la hora de la cena, profesor. ¿Encuentra interesante el libro? Yo lo leí hace tiempo y me pareció aburridísimo. Una colección de historias y supersticiones sin sentido, si me permite expresar mi humilde opinión.» «Pues cuando le clavaste la estaca a la baronesa, tu mujer, no opinabas lo mismo», pensó Spencer.” La caza de vampiros victorianos trasladada el costumbrismo: ahora imaginémonos a Van Helsing respondiendo con esa desdeñosa naturalidad a Arthur Holmwood.
He citado una colección típicamente local por su semejanza con algunos de los libros mencionados por Hendrix, pero también como homenaje a una literatura de la que no siempre se tiene la oportunidad de hablar, y, sinceramente, para una tarde tonta o un viaje en autobús puedo asegurar que son mejores compañeros que esa mirada perdida de un cerebro desconectado en la sempiterna pantallita de cristal. Lo mismo vale para la mayoría de libros reseñados o anotados por Hendrix. La mención que en las primeras páginas hace a los gestapochauns no debe inducirnos a creer que todas las novelas reseñadas son de este tenor. Muchas sí, y posiblemente las más inolvidables, como comprobamos al terminar la lectura de Paperbacks from Hell y darnos cuenta de la familia tan extravagante que ronda todavía nuestra cabeza. Pero por estas páginas a devorar con palomitas pasean autores de fama efímera o infame (no diré nombres porque son la mayoría) y otros que son cumbres del género, desde los inevitables Stephen King y Peter Straub —yo desconocía la historia personal de V. C. Andrews y ahora he entendido mejor las obsesiones de la autora por las habitaciones cerradas, los altillos claustrofóbicos y los niños neuróticos— a auténticos maestros, me temo que algo olvidados, como James Herbert, que sin duda se ha ganado un trono personal en cualquiera de los templos en ruinas del terror más reciente. Sorprenden, eso sí, las ausencias de un clásico moderno como Brian Lumley, que no se puede quejar de cubiertas estrafalarias, y una autora sensacional como Ngaio Marsh, posiblemente la iniciadora del género del folk horror con esa maravilla titulada Off with his head, inexplicablemente inédita en español, si no me equivoco, y que se remonta nada menos que a 1957. Pero ni siquiera un libro tan documentado como este —tampoco es su intención, dicho sea de paso— puede abarcarlo todo.
Mención aparte se merece la edición de Minotauro, sobresaliente hasta el mínimo detalle. El formato panorámico del libro reproduce las cubiertas en toda su espléndida belleza y en toda su gloriosa fealdad, lo que nos permite apreciarlas en lo que valen y entender mejor el motivo de que Hendrix las clasifique en subgéneros (animales, niños, muñecos, casas encantadas, y un largo y sinuoso etcétera). Un añadido que no está de más agradecer es la inclusión de breves biografías profesionales de dibujantes e ilustradores que, como en los casos de Jim Thiesen y Jill Bauman, dan para un tremendísimo estudio aparte. Se puede tal vez discutir la conveniencia de conservar el título americano en lugar de ofrecer una traducción; sin embargo, el libro de bolsillo no tiene en España el arraigo cultural que sí tiene en el mundo anglosajón, y, por otro lado, la expresión from hell abarca una dimensión añadida que fluctúa entre el humor y el horror, y que en español resulta directamente intraducible. Puedo no estar en lo cierto, pero la traducción más aproximada, “Rústicas del infierno”, hace pensar menos en unos bolsilibros a la americana que en una novela de fantaterror protagonizada por unas impías pueblerinas de la Extremadura profunda.
Dos apuntes para terminar: buena parte del libro se alimenta del catálogo de monstruosidades que Will Errickson lleva años desempolvando en ese blasfemo rincón de la red llamado Too Much Horror Fiction, razón por la cual Grady Hendrix lo menciona como un colaborador necesario. Por otro lado, a pesar de su sentido del humor y de su aparente falta de profundidad (con un necesario énfasis en lo de aparente), Paperbacks from hell encubre un estudio sobre la literatura de terror, desde la década de 1960 a los estertores de inicios de 1990, que nos permite indagar, si así lo deseamos, acerca de qué fue lo que hizo nuevamente memorable a este género durante algo más de 30 años —pongamos 33—, y qué ha sucedido desde entonces para que buena parte de su influencia haya acabado en manos de una asociación capitaneada por colectivos minoritarios cuya finalidad parece ser la de hacer proselitismo, en lugar de contar buenas historias independientemente de que sus autores sean gente más o menos fluida o más o menos despierta. Sin saber lo que nos aguarda en el futuro, no me atreveré a decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero si comparamos ese pasado con un presente tan abúlico y poco imaginativo como el nuestro, desde luego sí lo fue.
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Autor: Grady Hendrix. Título: Paperbacks from hell. Traducción: Pilar de la Peña Minguell. Editorial: Minotauro. Venta: Todos tus libros.
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