Todo estaba silencioso como el palacio de Israel ante el ángel de la muerte, porque ninguno, cualquiera que fuera su rango, osaba hablar delante del soberano sin su orden. Cuando el último grano de arena que marcaba el plazo fatal hubo caído, el rey lanzó un grito de alegría diciendo:
—¡El traidor ha muerto!
Un sordo murmullo recorrió la sala.
—El tiempo expiró —exclamó Felipe— y con él, conde de Vizcaya, vuestro enemigo ha caído como las hojas del olivo bajo las ráfagas del viento.
—¿Mi enemigo, señor? —preguntó Ramírez fingiendo sorpresa.
—Sí, conde —respondió Felipe maliciosamente—, ¿por qué repetís nuestras palabras? ¿No erais vos rival de Don Guzmán en los sentimientos de Doña Estela? Y los rivales, ¿pueden ser amigos? En verdad, nosotros no habíamos hablado de esto en nuestro Consejo, pero nuestra palabra real está dada: Doña Estela será para vos. Esta joven os dará su belleza y sus tesoros. Ahora veréis, conde, que nosotros no hemos olvidado al verdadero amigo del rey y de España, que ha descubierto la conspiración y la correspondencia de Don Guzmán con Francia.
Don Ramírez de Vizcaya escuchaba hablar al rey sin levantar los ojos del suelo. Se diría que sufría por estos elogios dichos en público y consiguió responder:
—Señor, me causó profunda repugnancia el cumplir con tan penoso deber.
No pudo decir más; se sentía turbado. Tarrasas tosió ligeramente, y de Osuna golpeó con su guante de hierro el pomo de su espada.
Antes que Doña Estela sea de este hombre —pensaba este último— yo dormiré en la tumba donde duerme ahora mi noble primo. Mañana será el día de la venganza.
El rey continuó:
—Vuestro celo, Don Ramírez, y vuestra devoción serán recompensados. El salvador de nuestro trono y quizás de nuestra dinastía, merece una recompensa extraordinaria. Esta mañana nosotros os habíamos ordenado redactar con nuestros cancilleres las cartas credenciales que os darán el rango de duque y gobernador de Valencia. Estas cartas están ya dispuestas para ser firmadas.
Don Ramírez palideció. Esta recompensa le parecía demasiado pesada. Se estremeció; su vista se nubló; el rey hizo un movimiento. El conde sacó precipitadamente de entre sus ropas un rollo de pergamino, y arrodillándose, se lo entregó al rey que lo recogió, diciendo:
—Firmaremos estas cartas ceremoniales. Este será nuestro primer acto público de hoy. El verdugo ya ha castigado la traición y es tiempo de que el rey recompense la fidelidad. Felipe desenrolló el pergamino. Su rostro adquirió de pronto una indecible expresión de indignación; su mirada se inflamó y gritó con voz nula y enfurecida:
—¡Madre de Dios! ¡Qué veo!
* * *
La partida de ajedrez había terminado. Don Guzmán ganó a Ruy López. El triunfo era completo.
—Soy siempre el servidor devoto de mi rey —dijo Calavar.
El verdugo le comprendió e hizo preparar el cepo de madera. Mientras, Don Guzmán se adelantó hacia el crucifijo y dijo con voz firme:
—Dios mío, que este acto injusto y temerario caiga sobre el causante, pero que mi sangre no se derrame como lluvia de fuego sobre mi rey.
Ruy López se postró en un rincón, y escondiendo su rostro bajo su capa, recitó las plegarias de difuntos. Calavar puso su mano sobre la espalda del duque para quitarle su gorguera. Don Guzmán retrocedió:
—¡Que ninguno, excepto ese hierro, ose tocar a un Guzmán! -dijo, arrancando el cuello de encaje y poniendo la cabeza sobre el tajo
—¡Golpea! —añadió— ¿A qué esperas?
El verdugo levantó el hacha. La justicia del rey iba a ser satisfecha cuando gritos de guerra, ruidos de pasos, voces confusas detienen el brazo de Calavar. La puerta cede bajo los golpes de una tropa de gente armada, y Osuna se precipita entre la víctima y el verdugo. Llegaba a tiempo.
—¡Vive! —gritó Tarrasas.
—¡Está salvado! —repitió Osuna
—Querido primo, no esperaba volverte a ver. Dios no ha querido que el inocente pereciera por el culpable. ¡Que Dios sea alabado!
—¡Que Dios sea alabado! —repitieron los asistentes, entre ellos, más fuerte que ninguno, don Ruy López.
—Llegas a tiempo, muchacho —dijo Don Guzmán a su primo— porque ya no resisto más-. Y se desvaneció sobre el tajo. La prueba había sido demasiado dura.
Ruy López agarró también al duque, y elevándolo en sus brazos, le llevó hasta la sala real. Todos los caballeros le siguieron, y cuando Don Guzmán recobró el sentido se encontró rodeado de todos sus amigos que formaban alrededor suyo un apretado círculo, en el medio del cual Felipe apareció con una viva expresión de alegría y de satisfacción. Don Guzmán creía estar soñando. Del cadalso había pasado a la sala real. No comprendía a qué se debía este cambio. Él no sabía que don Ramírez, en el paroxismo de su euforia y con el nerviosismo, había dado a firmar al rey otras cartas; pero se había equivocado y le había presentado un papel conteniendo la relación de un complot donde el objetivo era desembarazarse de Don Guzmán y por este medio hacer desaparecer a la vez a un rival peligroso y a uno de los más firmes pedestales del trono. Él ignoraba todo esto y no comprendía cómo se le había rescatado del verdugo. Lo supo todo más tarde y tres días después, a la misma hora, Calavar decapitó a don Ramírez, conde de Vizcaya, por traidor y delator.
Todos abrumaban a Don Guzmán con atenciones y cuidados, y el rey Felipe, cogiéndole con ternura de la mano, le dijo:
—Guzmán, yo he sido muy injusto. No me perdonaré jamás mi locura.
—Señor, —respondió el duque- desearía que no se volviera a hablar más de esto. Esas palabras, dichas por mi soberano, valen mil vidas.
Pero el rey continuó:
—Amigo —dijo— nuestro deseo real es que desde este momento, y para perpetuar el recuerdo de vuestra libertad casi milagrosa, llevéis sobre vuestro escudo un hacha de plata sobre un tablero azul. Después, y durante el presente mes, os desposaréis con Doña Estela. Vuestra boda se hará en nuestro Palacio del Escorial. —Y volviéndose hacia Ruy López añadió— Padres, creo que la Iglesia tendrá un buen servidor en su nuevo obispo. Vos seréis consagrado prelado con una capa escarlata adornada con diamantes. Esta será la recompensa por vuestra partida de ajedrez con don Guzmán.
—Señor -respondió Ruy López—, nunca como en este día he estado tan satisfecho de recibir un jaque mate.
EL rey sonrió; la Corte le imitó.
—Ahora, señores —terminó Felipe— nosotros os invitamos a todos a nuestro banquete real. Que el cubierto de Don Guzmán sea puesto a nuestra derecha, y el del obispo de Segovia a nuestra izquierda. Vuestro brazo, Don Guzmán…
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