El efecto 2000
Llevaba unos días la mar revuelta, pero me la encuentro especialmente encrespada en el amanecer del día infausto en que las primeras páginas de los periódicos vociferan el comienzo de la invasión de Ucrania. Sopla un viento frío en estas horas inciertas en que la noche no termina de decidirse a abrir paso al nuevo día —como si secretamente el mundo se resistiera a avanzar para no verse así en la obligación de asumir nuevas catástrofes— y aún se antoja incierta la definición del horizonte, apenas una promesa desdibujada al fondo. Me acuerdo de Stefan Zweig, que se suicidó hace ochenta años en Brasil, convencido de que la iracundia del siglo XX destrozaría el mundo que él había conocido, y me pregunto si nos desharemos alguna vez de ese complejo de Sísifo que arrastramos y nos impulsa a dejar caer la piedra una vez que, con mucho sudor y mucho esfuerzo, conseguimos empujarla hasta la cumbre. En noviembre de 1999 yo estudiaba en Salamanca y creía, como todos, que lo que estaba por llegar por fuerza tenía que ser mucho mejor que lo que quedaba atrás. Se hablaba entonces del efecto 2000, un fenómeno que afectaría a los sistemas informáticos ante la presunta incapacidad de éstos para asumir la transformación numérica que implicaba el cambio de centuria y amenazaba con provocar un caos global. Que finalmente no ocurriera entonces no significa que nos hayamos librado de él, no por completo al menos, como vienen manifestando estas primeras décadas y su obstinación suicida, por más que nuestro acendrado instinto de supervivencia opte por seguir con las rutinas diarias como si a unos cuantos miles de kilómetros no se estuviera poniendo en juego nuestro porvenir. Mientras tropas comandadas por un psicópata cruzan la frontera y ganan las primeras posiciones en el territorio que pretenden hacer suyo, la ciudad se distrae con los preparativos de los carnavales, y a partir de cierto momento las preocupaciones y el dolor de los emigrantes ucranianos que residen en España convivirán con el estruendo de las charangas y el alborozo febril de las mascaradas, que suena extemporáneo ahora que todos tenemos la impresión de que el mundo se derrumba. Hay algo a la vez obsceno y salvífico en la mezcolanza, porque, si bien es cierto que no conviene regocijarse cuando otros lo están pasando mal, también lo es que en los peores momentos se necesita más que nunca el consuelo que proporcionan la alegría, por efímera que sea, o la belleza. Por cruenta que resulte la batalla, en medio de la guerra habrá una madre cantándole una nana a su bebé recién nacido, un abuelo entreteniendo a sus nietos con historias reales o inventadas, alguien intentando agazapar sus pánicos entre las páginas de un libro que abre con las manos temblorosas y en cuya lectura se sumerge con la esperanza del náufrago que halla en medio del océano una tabla a la que aferrarse. Es famosa la anotación que dejó Franz Kafka en su diario el 2 de agosto de 1914, cuando Europa comenzó a padecer su primer gran trauma: «Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar.» Más de cien años después, seguimos condenados a nadar en aguas turbulentas, y acaso a descubrir que aquel efecto 2000 que tanto nos hicieron temer no fuese más que la premonición de que lo que estaba por venir se parecía mucho a lo que dejábamos atrás, porque pertenecemos a la única especie genéticamente incapaz de aprender de sus errores y nosotros, aunque ya no seamos los de entonces, sí que seguimos siendo los mismos.
La dama que cabalgó desnuda
Entro a curiosear en una librería de viejo y salgo con una edición de la Godiva de Tennyson traducida al castellano por Luis Alberto de Cuenca y Victoria León. Se trata de la primera relectura moderna de una leyenda medieval que tiene como protagonista a una dama anglosajona que se prestó a cabalgar desnuda sobre su caballo para que su marido, a la sazón señor de Coventry, rebajara los impuestos con que estrangulaba la economía familiar de sus vasallos. No fue un capricho de la mujer, sino una orden de su esposo, que anticipó que sólo accedería a rebajar los tributos si conseguía que ninguno de los vecinos del pueblo presenciara el espectáculo, lo cual debía de parecerle improbable dada la belleza de su cónyuge. Pero todos se encerraron en sus casas y echaron los postigos —sólo un sastre osó echar un vistazo, y como castigo se volvió ciego de repente—, y finalmente el conde tuvo que ceder a la petición de su esposa. Dicen que la historia puede basarse en un hecho real que acaso estuviera relacionado con un ritual de fertilidad de orígenes paganos. Lo único cierto es que la primera noticia de Lady Godiva la encontramos en las Flores historiarium de Roger de Wendover, datadas en el siglo XII y que más tarde consultaría Mateo de París para redactar sus Chronica maiora, ya en el XIII. Escrito por Tennyson en el transcurso de un viaje en tren que lo devolvía de Coventry a Londres, el poema que refleja la historia de Godiva sentó las bases de un mito que a partir de entonces explotarían de modo recurrente, y con delectación variable, la propia literatura y el cine y la música, de Ezra Pound a María Victoria Atienza, de Julia Swayne Gordon a Maureen O’ Hara, de Queen a The Velvet Underground. «Y así inscribió su nombre en la posteridad», finaliza el texto de Tennyson, que posiblemente lo rematara sin intuir que él mismo acababa de contribuir al cumplimiento de su profecía.
Un reencuentro
Quizá porque en mi imaginario, como en el de la mayoría, prevalecía su faceta de actor y, en menor medida, director, nunca había prestado especial atención al Fernando Fernán Gómez escritor, más allá de esa espléndida autobiografía que es El tiempo amarillo —la leí en Salamanca en su edición original, hace no mucho la recuperó Capitán Swing—, por lo que sólo puedo agradecer que la conmemoración del centenario de su nacimiento, hace unos meses, haya traído aparejado el rescate de títulos que hasta ahora era complicado rastrear. En los estertores del último verano me enfrasqué en El vendedor de naranjas (Pepitas), que fue su primera novela y es una disección a la vez amable y ácida del menudeo que se daba en el cine español durante los años del franquismo, y a finales de enero concluí entre aplausos la lectura del Diario de Cinecittà que escribió cuando anduvo por Roma en 1952, participando en el rodaje de La conciencia acusa, y que felizmente ha decidido publicar Altamarea por primera vez. Me entretengo ahora deambulando ahora por los pasajes y las fotografías que recopila El libro de Fernando Fernán Gómez (Blackie Books) para dar cuenta de la vida y la obra de aquel hombre que, pese a asegurar que era perfectamente capaz de pasar el tiempo sin hacer nada, llevó a cabo muchas cosas con resultados excelentes. Condensan su prosa y su sarcasmo la esencia desencantada de una época, y trasluce su mirada la lucidez de quien aprende a observar el mundo con la curiosidad algo resignada de quien no espera encontrar grandes hallazgos, pero está dispuesto a conformarse con los pequeños destellos que se puedan vislumbrar en lontananza. Ese dolor de saberse uno mismo herida, y ese dolor de no saber si duele.
Tristes y desventurados pueblos, tristes y desventurados todos, que dejamos llegar al poder de los partidos y al poder de los estados, a psicópatas, se llamen estos como se llamen: Putin, Boris, Trump, Egea, Pablo, Pegapatadas… necesario releer a Zweig y… recordar… la historia, no la falsa memoria.
Siempre me ha atraído particularmente lady Godiva y su historia y mi secreto enamoramiento de la de Collier. Hemos asistido recientemente a ver rediviva a nuestra nueva Godiva, expuestas sus intimidades a la vista de todos, por un psicópata del poder y la rapiña. Y, todos, o casi, hemos cerrado nuestras ventanas. Los que no, no es que se hayan quedado ciegos, es que ya lo estaban, cegados por el fanatismo psicópata. Esos que quieren ver las verguenzas de los demás y no las suyas.
Los pequeños destellos son los más importantes. No los dejemos escapar.
Excelente artículo. Me he aficionado a sus buenos y variados comentarios sobre la cotidianidad que hacen que sea menos cotidiana.
El anuncio de ‘Terry’ en 1964, viendo a Margit Kocsis cabalgando semidesnuda, dejó tal huella por entonces, que pensaba ahora antes, que era de después del 75; cuando yo ya tenía uso de razón y al menos, seis. La memoria es muy selectiva y por eso existen los cuentos, vencidos por los libros, las películas, internet… y viceversa. Las amazonas circundaban el Mar Negro.