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Sade y la primera orgía

Este ejercicio de lectura pone a dialogar la novela La filosofía en el tocador con textos teóricos de Barthes, Bataille y Kant. También acerca a vírgenes y veteranos a los conceptos de libertinaje, goce y erotismo propuestos por el marqués de Sade, quien para ejercer su existencia interpeló la sociedad y mentalidades de su tiempo a través de la escritura.

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Cuando la armoniosa Eugénie irrumpe en el boudoir de Madame de Saint-Ange, el deseo y exceso de sus tres preceptores —Dolmancé, el caballero de Mirvel y la mencionada dama que abre a sus invitados los resquicios de su intimidad— se desbordan como un caudal insaciable. La jovencita de diecisiete años no sólo presume de unos “dientes soberbios y dos tetitas encantadoras”, sino también de una pureza que hace rabiar a quienes tienen la encomienda de introducirla en las artes del libertinaje. Su inocencia no sólo enciende voluptuosidades inenarrables; ella ostenta una distinción que la aventaja entre otras alumnas: su origen burgués provoca el vertido de pasiones, la profanación de la honradez y la desfloración de la castidad protegida. Pues no hay nada más seductor para sus maestros que la corrupción de su honor. Los aposentos de Saint-Ange se convierten en un apócrifo salón de clases en donde las enseñanzas, tan diversas como impropias, fluyen con pedagogía: anatomía pudenda, etiología de placer, poluciones y mocos íntimos, historia de la cristiandad, blasfemias y otros pecados y, por supuesto, un índice de lecciones prácticas dirigido al perfeccionamiento de técnicas amatorias. Entre ellas: frotes, cunnilingus, felaciones, masturbaciones, coitos vaginales y anales —paroxismo de una sexualidad que no hace ascos a géneros ni a corporalidades—. Inundada de jugos “hasta el fondo de sus entrañas”, envuelta en una embriaguez que clama por más sollozos y eyaculaciones, la muchacha demuda su candidez por un refinamiento cruel que la eleva. Estudiante que, si no supera a sus instructores, al menos los iguala y se adueña de una lujuria digna del marqués que la narra.

"Roland Barthes puntualiza en Sade, Fourier y Loyola que la obra del marqués es una reiteración de una esencia: el crimen sádico. Este no es otra cosa sino el conglomerado de variaciones y mutaciones de la depravación"

Animada a obedecer los dictámenes de su ser, Eugénie se entrega a una libido desenfrenada en La filosofía en el tocador, novela de Donatien Alphonse François de Sade, mejor conocido como Marqués de Sade, que sirve también de ritual de iniciación para el lector que se acerca a tientas y sin aprensiones a su narrativa. Por falta de documentación y otros misterios que la envuelven, es difícil precisar la fecha de su publicación. Sin embargo, el aristócrata nacido en París el dos de julio de 1740 pudo haberla concebido bajo la luz de un candil en la fortaleza de Vincennes o en las tinieblas de las mazmorras de la Bastilla entre los años 1782 y 1789, periodo que coincide con su primera prisión a propósito de una lettre de cachet firmada por el “mayor garante” de las buenas costumbres de su época, Luis XV —el mismo que hubo pavoneado sin miramientos su adulterio en Versalles con la alegre Madame du Barry—. Escrita a manera de diálogos y proclamas, revela los excesos físicos y psicológicos que engloba el epónimo que bien le valió a su autor la proscripción no sólo del ancien régime sino también de “el terror” revolucionario y del próspero imperio: sadismo. Más allá de la definición que el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales suscribe, parafilia que consiste en la excitación a través del dolor, sometimiento o humillación a otro, Roland Barthes puntualiza en Sade, Fourier y Loyola que la obra del marqués es una reiteración de una esencia: el crimen sádico. Este no es otra cosa sino el conglomerado de variaciones y mutaciones de la depravación. Puede darse en cualquier lugar: ora el salón de armas de un castillo, ora el jardincito de un palacio adornado por la sinfonía acuática de una fuente, la escena sadiana no da pistas de geografía ni datos biográficos de los personajes, su única función es enmarcar el delito.

En La filosofía del tocador, el boudoir de Madame de Saint-Ange, dominio de lo femenino, donde reinan los cuchicheos y el rubor de las señoras detrás de los abanicos, no sólo sirve para armar las teatralidades de la lascivia, “humedece con la boca el bonito agujero que ha de perforar y prepara la introducción con la punta de la lengua”, sino también para pronunciar los discursos de la educación libertina. Una suerte de metafísica cuyos fundamentos se sustentan en una naturaleza universal que incita a actuar sin censuras ni remordimientos, que otorga la facultad de la creación: “No hay nada terrible en el libertinaje, porque todo lo que este inspira también lo inspira la naturaleza. Las acciones más extraordinarias, las más extravagantes, las que parecen incluso violar de la manera más evidente todas las leyes e instituciones humanas (…) pues bien, Eugénie, incluso en ellas no hay nada terrible, y ninguna es tal que resulte imposible justificarla conforme a la naturaleza”. Entendida por Dolmancé, sumo sacerdote del ménage à quatre, como una fuerza lógica que abraza diversidades, su fin último es el placer, aunque su obtención suponga la aberración: “La naturaleza, nuestra madre común, siempre nos habla únicamente de nosotros mismos; nada más egoísta que su voz, y lo más claro que en ella reconocemos es el inmutable y sagrado consejo de que nos deleitemos sin importarnos a expensas de quién”. A diferencia de la naturaleza que eleva Immanuel Kant en ¿Qué es la ilustración?, regida por la razón y que sí tiene implicaciones éticas, porque su mal uso produciría daños que minarían el camino hacia el progreso, la de Sade no repara en el sufrimiento ajeno —la vejación a una niña y la infamia a un efebo les son indiferentes—, porque conceptos como virtud o vicio son para ella abstracciones manipuladas en el tiempo: “No hay horror que no haya sido divinizado ni virtud que no haya sido castigada”, asegura Dolmancé en tanto chorrea su éxtasis.

"En el encumbramiento del placer, el hombre renuncia a su autonomía, renuncia a su soberanía, se incapacita en la toma de decisiones, no es libre de rechazar, por ejemplo, servidumbres"

¿Qué es el gozo para Sade? El orgasmo que se derrama en la ingle, el gemido que crepita dentro del pubis, el beso que contiene el semen, pero también es la bofetada que parte el labio de la virgen, la horadación que induce la pérdida en la embarazada, las secreciones, la sangre y las heces que todo lo ensucian: el llanto, la boca, la súplica, el ojo, la compasión. En La filosofía del tocador se define como “una pasión que subordina todas las demás a sí misma, pero al mismo tiempo las aglutina”. Lo enciende la imaginación: “Cuanto mayor sea la agitación deseada, con mayor violencia querremos emocionarnos y más necesidad tendremos de dar rienda suelta (…) a las cosas más inconcebibles; nuestro goce aumentará entonces proporcionalmente al camino que haya recorrido la cabeza y…”. La elipsis apura otra pregunta: ¿cuál es el papel del gozo en la vida? Según Georges Bataille en Sade y el hombre normal, el marqués se afanó en demostrar a través de su literatura que la vida era la búsqueda de placer, que “es proporcional a la destrucción de la vida. Es decir, que la vida alcanza su más alto grado de intensidad en una monstruosa negación de su principio”. En esta equivalencia, placer-destrucción de la existencia, Bataille determina la supresión no sólo del otro, sino también de sí mismo. En el encumbramiento del placer, el hombre renuncia a su autonomía, renuncia a su soberanía, se incapacita en la toma de decisiones, no es libre de rechazar, por ejemplo, servidumbres: “El goce personal ya no cuenta, sólo cuenta el crimen y no importa ser su víctima; sólo importa que el crimen alcance la cima del crimen”.

Agresión, sufrimiento, crueldad. Para Bataille en El hombre soberano de Sade, la violencia es una pulsión inseparable del erotismo. Es su alma. Según él, Sade preconiza una sexualidad para quienes no pueden ser sus protagonistas sino sus víctimas. Es decir, de alguna forma es excluyente, porque es desmedida, feroz y perturba al hombre común. Y esto último es importante porque la finalidad del marqués, de acuerdo con Bataille, es alterar al espectador, suscitar su hartazgo y provocar el reproche que lo ubique en la más brutal perversión. De allí su sentencia: “En verdad, los que vieron a Sade un ser depravado respondieron mejor a sus intenciones que sus modernos admiradores: Sade reclama una protesta escandalizada sin la cual la paradoja del placer sería mera poesía”. A estas alturas del adiestramiento, los cuerpos se enardecen y languidecen en una dialéctica que los dota de una potencia sobrehumana, Eugénie y sus tutores nunca terminan; mientras se relamen en sus fluidos y espasmos, van perdiendo la fragilidad que los hace humanos para convertirse en pequeños dioses despiadados. Una energía todopoderosa los embarga: para Dolmacé es pura, no ha sido contaminada por la civilización ni la moral de los sabios, es “la destrucción” que los llama a la satisfacción del exabrupto: dobles penetraciones, incesto y matricidio. Sí, la madre de la jovencita, en un intento desesperado de salvarla de las garras de sus mentores, llega a casa de Madame de Saint-Ange y encuentra su desgracia.

"La disipación, la incontinencia, la degradación, en definitiva, cualquier manifestación del crimen sadiano existe, parafraseando a Barthes, proporcionalmente a la cantidad de lenguaje que se le otorga"

Ahora bien, el erotismo existe en tanto se comunica. Es un lenguaje que se codifica, se reconoce, cala en el entendimiento sólo a través de la palabra: “Nuestra sociedad nunca enuncia práctica erótica alguna, sólo deseos, preámbulos, contextos, sugestiones, sublimaciones ambiguas, de modo que para nosotros, el erotismo sólo se puede definir mediante un habla perpetuamente alusiva”, argumenta Barthes. Si el erotismo sadiano es atroz u ofensivo, lo relevante es que funciona por las metáforas, los sustantivos y los verbos que urden una gramática de las pasiones. Barthes lo explica: “Para Sade sólo hay erótica si se razona el crimen, razonar quiere decir filosofar, disertar, arengar, (…) someterlo al sistema de lenguaje articulado…”. El libertinaje expresado en las escenas de En La filosofía del tocador, lejos de configurar una pornografía con cuya práctica se alcanzaría el disfrute inmediato, el espasmo que después de la agitación baña la pantalla del teléfono, es un discurso bien articulado que no bordea jamás la incomprensión. Es inteligible porque “el código erótico se vale de la lógica del lenguaje, manifestada gracias a los artificios de la sintaxis y de la retórica”. La primera orgía de Eugénie se sostiene sólo a través de ese discurso, porque de otra manera sería improbable participar o ser testigo de cómo la muchacha provoca a su mamá suplicios: violación grupal, flagelación, perforaciones y hasta el zurcido sanguinario de su sexo. La disipación, la incontinencia, la degradación, en definitiva, cualquier manifestación del crimen sadiano existe, parafraseando a Barthes, proporcionalmente a la cantidad de lenguaje que se le otorga, no porque sea un relato verosímil, sino porque sólo el lenguaje puede construirlo.

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