Ernesto Castro acaba de publicar la segunda entrega de su llamada Trilogía Platónica, serie de novelas en las que los personajes reflexionan sobre los grandes temas de la filosofía occidental. En Perictione o de la libertad, la protagonista es una joven estadounidense con raíces griegas que llega al muy convulso París de 1968.
En este making of, Ernesto Castro habla de un modo lateral de su Perictione o de la libertad (Temas de hoy).
***
si te escribo es para que nadie olvide / el gozo que sentimos
aquel verano / al buscar en los diarios de
escritoras muertas / un motivo para desnudarnos en tu
cama / yo leía en diagonal / tú fingías que habías
acabado el párrafo / pero ninguno de los dos entendía /
el sentido de las palabras de H.D. cuando se detuvo en
la narración / de un amor destruido
Luna Miguel
Los amigos y allegados de Virgilio, en las noticias que
nos transmitieron sobre su manera de ser y sus
costumbres, cuentan que solía decir que él paría sus
versos a la manera de una osa. Pues, del mismo modo
que este animal alumbra un retoño sin forma ni figura y
luego, a base de lamerlo, va dando fisonomía a lo que
ha parido en tal estado, así también los partos recién
alumbrados de su mente tenían un aspecto rudo e
inacabado, pero luego, a base de retocarlos y
recomponerlos, iba confiriéndoles los rasgos de la cara y
del rostro.
Favorino de Arlés
Me piden un artículo sobre el proceso de escritura de mi último libro.
—Venga, Ernesto, que son mil palabritas de nada —me insta mi agente—. Con lo rápido y listo que tú eres, te lo ventilas en un periquete.
Me siento, obediente, ante el ordenador. Las falanges se agarrotan sobre el teclado. No se me ocurre nada. Tengo la sensación de que el libro aún sigue escribiéndose en mi mente. O que debería reescribirse de nuevo sobre el papel. Y no me refiero solo a mis erratas, irreductibles como piojos. Ayer mismo, al ver la dedicatoria que abre sus páginas («Para Luna, καὶ ἕτερον † ἀμμέων»), mi amiga Celia Cardo, filóloga clásica, me felicitó:
—Empiezas bien: con una cita falsa de Safo.
—¿Qué dices? —me alteré—. ¿«Os digo que alguien se acordará otra vez de nosotras»?
—Sí, ahora tradúcelo así, cobarde. ¡Cobarde, que estás hecho un cobarde! Lo que ahí has puesto es, literalmente, «y lo hetero, nosotras». ¡Y lo hetero, nosotras! ¿No te da vergüenza, heterosexualizar a Safo?
—¡Si aparece así en las ediciones…
—Hands off Sappho!
—… de Aurora Luque y Anne Carson!
—¿Esas heteruzas? ¿Qué van a saber ellas?
—No te pases.
—¡Fuera, heteras, del corpus sáfico! ¿No te has fijado, además, en la daga que separa a lo hetero de nosotras?
—¿Esto: †? Creía que era una cruz.
—Pues es una daga. Una daguita entre lo hetero y nosotras. ¿Sabes qué significa eso?
—¿Qué falta una palabra? ¿Qué una palabra ha sido asesinada entre lo hetero y nosotras?
—Que ἕτερον es una expresión dudosa. Ya estaba obsoleta en la época de Safo. Yo siempre preferí las versiones en las que pone ὔστερον.
—¿«Y lo histérico, nosotras»? Mejor me lo pones.
—Como te sigas haciendo el gracioso, te clavo ahora mismo esta †. Ὕστερον significa literalmente luego, más tarde, después.
—Si tú traduces ἕτερον por lo hetero, yo traduzco ὔστερον por lo histérico.
—Y aquí paz.
—Y después gloria.
—Pero ¿sabes de quién la cita?
—De un autor del siglo I d. C. ¡Normal que dudes de su autenticidad! Son 600 años después de la muerte de Safo. Cuanto más leo sobre ella, más me parece un heterónimo, un personaje mitológico, la percha en la que los autores grecorromanos colgaban sus vestimentas convencionales cuando querían travestirse y dotar de la pátina del tiempo a sus propios versos rotos de amor.
—Déjate de especulaciones pollaviejiles. ¿Sabes o no sabes de quién es?
—De Dion de Prusa, en su discurso ante la ciudad de Corinto.
—¡Falso! Por razones estilísticas y biográficas, se atribuye ese texto a Favorino de Arlés.
—¿El discípulo escéptico de Dion? Peor aún: 650 años después. Como si yo me invento una cita de Petrarca en castellano del siglo XXI.
—Pero tú no eres hermafrodita y Favorino sí.
—¿Qué?
—Que carecía testículos y le acusaron de adulterio. Esa fue una de las tres paradojas que definieron su vida, junto con haber nacido galo y hablar sin embargo griego, o estar enemistado con el emperador y seguir vivo. Al parecer, Adriano le forzó a exiliarse, en vez de aplicarle la pena capital por sus escarceos sexuales. Ya antes, cuando el emperador discutía con él sobre asuntos filosóficos muy intrincados, Adriano le preguntó por qué se dejaba vencer en todos los debates y Favorino dijo: «No se puede refutar una tesis apoyada por 30 legiones».
—¿Y qué?
—Que Favorino no podía reproducirse carnalmente, solo a través de la palabra, y así reprobó a una madre que no quería darle el pecho a su recién nacido. «¿Acaso piensas tú también que la naturaleza dio a las mujeres los pezones de las mamas como si fueran unos lunarcitos muy bonitos para adornar el pecho y no para alimentar a los hijos?», le amonestó.
—¿Y qué más?
—Una vez, mientras leía en voz alta a Salustio con sus amigos, tropezaron con el pasaje en el que el historiador romano sostiene que el ansia de dineros afemina tanto el cuerpo como el espíritu de los hombres. Favorino se detuvo y preguntó a su alrededor: «¿De qué modo afemina la avaricia el cuerpo de los hombres? Creo entender eso de que les afemina el espíritu; pero aún no consigo comprender cómo puede afeminarles el cuerpo». Los amigos, a sabiendas de que Favorino cobraba muy caros sus discursos, como cualquier filósofo/sofista que se preciase entonces, pese a haber argumentado repetidas veces que rico no es quien mucho posee sino quien poco necesita, no supieron cómo responderle.
—¿Y qué más, anda?
—Al asistir a la representación de una comedia de autoría dudosa, identificó al instante a Plauto como su compositor, pues en ella se tildaba a unas señoras de «putas [scrattae], lisiadas [scrucipedae], depiladas [strictavillae] y guarras [sordidae]». Le preguntaron si lo había reconocido por su misoginia. «No», respondió, «sino por lo viejo de su vocabulario». No en balde, Favorino fomentaba que los oradores y escritores usasen la lengua llana del presente, sin arcaísmos ni neologismos extravagantes.
—¿Y qué más, anda ya?
—Un gramático quería burlarse de él, jugando con la homofonía entre penis (pene) y penus (despensa), le decía: «Penus tiene varios géneros y se declina de distintas maneras. En efecto, los autores antiguos hablan de hoc penus, de haec penus, de huius peni y de huius penoris. Y así habla Virgilio de “hacer un penus largo”». Sin alterarse ni despeinarse, Favorino condujo al gramático hacia un callejón dialéctico angostísimo, retándole socráticamente a definir penus conforme a su género y diferencia específica. «¿Qué es eso del género y la diferencia?», dudó el gramático. «Tú y yo y él somos hombres», empezó Favorino su disertación irónica, «pero esa enumeración no define al género hombre, ¿o sí lo hace?». El gramático quedó burlado y confuso.
—¿Y qué más, anda ya, de una vez?
—Un día oyó un silogismo cuya premisa mayor era «Te casarás con una guapa o con una fea». Favorino detuvo el razonamiento y objetó que esa disyunción no era excluyente. Uno también podía casarse con una mujer equilibrada, en el medio, ni fea ni guapa. A nadie se le ocurrió la posibilidad inasible, remotísima, de no casarse.
—¿Y qué más, anda ya, de una vez por todas?
—Cuenta Aulo Gelio que oyó «decir a Favorino que el filósofo Epicteto afirmaba que la mayor parte de esos que parecían filosofar eran filósofos de “los de no hacer, sólo hablar”, que significa “nada de hechos, sólo palabras”. Pero lo más duro es aquello que Arriano dejó escrito en los libros que compuso sobre las disertaciones de Epicteto y que este solía decir con frecuencia. “En efecto”, dice, “cuando observaba que un hombre carente de vergüenza, de ingenio molesto, de costumbres corrompidas, osado, confiado en su lengua y preocupado por todo menos por su espíritu, cuando veía”, añade, “a un hombre de esta calaña manipular también los estudios y enseñanzas de la filosofía, abordar cuestiones naturales, elucubrar sobre dialéctica y consultar e investigar muchas cuestiones similares, invocaba el testimonio de los dioses y de los hombres y, a menudo, mientras así clamaba, lo increpaba con estas palabras: ‘Hombre ¿en dónde lo depositas? Procura tener antes en cuenta que el recipiente esté limpio; pues si lo depositas en tu presunción, se echará a perder; y si se corrompe, se convertirá en orina o en vinagre o en algo peor”’».
—Demasiadas comillas.
—¿Ya hemos llegado a las mil palabras?
—De sobra. Vete terminando ya.
—Pues eso: que Favorino tenía una voz andrógina y al hablar en público arrojaba unas miradas tan penetrantes que incluso quienes no entendían ni la lengua en que se expresaba apreciaban sus discursos. Por eso Polemón, otro sofista que le tenía ojeriza, se refiere a «los ojos diabólicos de los galos».
—Polemón y Favorino: esos dos sí que favorecían mutuamente la polémica.
—Quieres decir que se llevaban mal. No te creas. A fin de cuentas, los oradores eran los futbolistas de la Antigüedad, abogaban por una ciudad frente al emperador u otras ciudades en liza, y uno había fichado por Esmirna y el otro por Éfeso: el Madrid y el Barça de la costa jonia. Así que debían fingirse odio.
—¿A qué vienen esas comparaciones? ¡No me seas anacrónica!
—Y luego estaban los corintios, en la costa opuesta, en la Serie A de la retórica. Forjaron una estatua de cobre en honor a Favorino y, pocos años después, cuando cayó en desgracia ante Adriano, la fundieron de nuevo. Como a Franco en España o a Lenin en Ucrania.
—¿Dos paralelismos con la actualidad en una sola frase? ¡Demagoga!
—Más aún lo fue Favorino en su Coríntico. Argumentó que uno puede y debe oponerse a la erección de ciertas estatuas insulsas o indignas, pero una vez erigidas querer cambiarles el nombre o destruirlas es una ignominia, una vergüenza, pues lo que conmemoran son personas o hechos del pasado, no el vaivén de las opiniones en el futuro.
—Ni se te ocurra comparar eso con el rebautizo de calles a raíz de la ley de memoria histórica. ¡Ni una palabra más sobre lo políticamente correcto, por favor!
—«Que las estatuas sean anuales, como los frutos, ¿no es acaso propio de un gobierno zafio?», se pregunta Favorino. Y entonces cita falsamente a Safo: «Os digo que alguien se acordará luego de nosotras».
—De luego nada. Otra vez, de nuevo: «Os digo que alguien se acordará otra vez de nosotras». O, dada la androginia de Favorino: «de nosotres».
—¿«Os digo que alguien se acordará otra vez de nosotres»?
—Así es. A Favorino le levantaron una estatua. Luego se la tiraron. Entonces profetizó que se la volverían a levantar.
—La estatua, quieres decir.
—La estatua, quiero decir.
—Se la volverían a levantar.
—Otra vez, sí. Igual que a Safo la recordaban sus amigas, pero luego algunas se olvidaron, y luego todas murieron, y entonces todas se olvidaron, pero entonces hubo más amigas, ya no de Safo sino de los textos de Safo, y esas también se olvidaron (algunas) y murieron (todas), y otra vez hubo más amigas y más olvidos y más muertes, pero ya no era Safo,
sino la décima musa, pero ya no era Safo la amiga,
sino la novia de Faón, pero ya no era Safo el olvido,
sino la sabia Safo o la bella Safo, pero ya no era Safo la muerte,
sino Renée Vivian o Natalie Clifford Barney. Pero ya no era Safo la libertad,
sino Ele Marsal o Françoise Dujoncquoi o Perictione Pappas.
—That’s all?
—C’est tout.
—Και θα πεις πώς έγραψε το βιβλίο σου?
—Para saber eso, hay que leerlo.
—En verdad tenía razón aquel gramático que censuró a Favorino por sus obsesiones estrechamente letraheridas con estas agrias palabras: «Ya no queda esperanza alguna de salvación, desde el momento en que también vosotros, los filósofos más ilustres, no os preocupáis de otra cosa que de palabras y de testimonios literarios. Te voy a hacer llegar un libro en el que encontrarás lo que andas indagando. Yo, que soy un gramático, me preocupo de enseñanzas relativas a la vida y a las costumbres; y, en cambio, vosotros, los filósofos, resultáis ser, como dijo Catón, ajuar fúnebre, pues os limitáis a recopilar glosarios y listas de palabritas, labor lóbrega, vana y fútil como los lamentos de las plañideras. ¡Ojalá todos los hombres fuéramos mudos! La maldad tendría menos instrumentos».
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Autor: Ernesto Castro. Título: Perictione o de la libertad (Trilogía platónica). Editorial: Temas de hoy. Venta: Todostuslibros.
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