Rousseau ya conocía la ruindad de los hombres cuando escribió su célebre Emilio. Vivía con el estigma de creer que había matado a su madre —murió en los días posteriores al parto—, y su padre lo abandonó tras consolarse en el catre de su cuñada. Comprendió Jean-Jacques que tendría que reaccionar cuando entró como aprendiz de un grabador que se habituó a pegarle palizas impunemente. A cambio, el nuevo Rousseau le robaría media despensa. Leía sin parar libros que más tarde su tutor quemaba. Se lanzó al vagabundeo hasta que se dejó prendar por varias mujeres. A la muerte de una de ellas, robó una cinta de plata, fue descubierto y acusó a la sirvienta. Su talento evidente le junta en París con los grandes: Diderot, Voltaire, D’Alembert… Pero con todos ellos acabará a palos. Estafa al embajador de Francia en Venecia. Se enamora de una criada con la que tiene cinco hijos, todos abandonados. Por su revolucionaria postura, tanto campesinos como patrones acaban pidiendo su cabeza: lo apedrean, lo vejan. En ese momento de degeneración llega el Emilio, y la tesis que presenta el ensayo es consecuente: el hombre es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe sin remedio.
Contrapongo a Rousseau frente al lema «Saldremos mejores», acuñado por tanta gente, porque yo no lo creo así. Siguiendo la tesis del ilustrado, la crisis, la angustia y la psicosis a las que nos aboca esta pandemia nos convertirá en seres mucho más suspicaces, más desconfiados, más viles. Es ver a un hombre sin mascarilla y odiarlo como si hubiera exterminado a medio barrio. Es comprobar que el vecino del cuarto no aplaude y arrojar sobre él toda clase de paranoicas acusaciones. Como dice Bárbara Alpuente, el día que los niños salieron a la calle tras dos meses encerrados, media España odió a los padres por exponer a la sociedad con esas armas de destrucción infantiles, y la otra media respondió con no menos odio a la falta de compasión de la primera. Las ideologías, atenuadas en un primer momento por un falso afán solidario, reverberan y se incrustan en el día a día del confinado. Las formaciones políticas, banderas de dichas ideologías, buscan atemperar los errores propios, alumbrando los de la acera contraria.
Por seguir con Rousseau, éste decía que el hombre pobre ama más el pan que la libertad, y me temo que tras esta pandemia saldremos escaldados de la segunda, suspirando por el primero. El contrato social, pacto tácito entre los que por aquí pululamos, que tiene su germen moderno en la obra homónima del ginebrino, salta por los aires en aras de una realidad controlada y rigurosa, donde el que escape al control y al rigor será señalado. Le achucharán una ley ad-hoc, como Rousseau achuchaba a su perro Sultán contra Hume cuando el filósofo escocés se burlaba de sus locuras, y prepárese el temerario. La realidad se nos aparecerá cruda, gris, cuesta arriba. Y nuestra manera de adaptarnos pinta como ha sido estas semanas: guerracivilista, rencorosa, tendente a la sospecha. ¿Saldremos mejores? Me gustaría pensar que sí, pero las luces del XVIII —y sus terribles sombras finiseculares— ya lo previeron todo.
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