[Foto: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XIII: SALTA
Miguel se frotó los ojos. Dejó los lentes sobre el escritorio y contempló con desolación la inmensa pila de papeles. Informes inacabados, memorias que se iban acumulando… El reloj de pared marcaba las diez menos cuarto. No iba a llegar para la cena. Otra vez. Pensó en Virginia y sintió la punzada de la culpa. Tras un leve golpeteo de nudillos, la puerta de su despacho se abrió. Sonrió al ver a Luisa. La jefa de enfermeras, una mujer de mediana edad, rolliza y llena de energía, siempre le ponía de buen humor.
—¿Sigue usted aquí? Haga el favor de irse. Su señora le va a echar de casa.
—Sí, lo sé. Ya me iba, Luisa, de verdad.
—Hace un frío que pela. Tómese un café antes de salir. Acabo de hacer.
—Gracias, me vendrá bien. Voy en diez minutos.
Luisa le miró un instante, meneando la cabeza. Era toda una institución entre aquellos muros. Por San Gabriel habían pasado cinco directores desde su fundación. Luisa, que llevaba allí desde los quince años, era el alma del sanatorio.
—Salga de ahí, no sea terco —insistió la mujer—. Se le van a caer los ojos.
Miguel hizo un gesto con la mano, señalando el caos que se cernía sobre él.
—Al cuerno. Mañana será otro día —sentenció Luisa—. Váyase a su casa, Doctor.
—Sí, eso haré. Paso por la sala y me marcho.
—No hay nada en la sala, hágame caso. Están todos durmiendo como ángeles.
—¿Ella también?
Luisa puso los ojos en blanco.
—Oiga, ¿quiere un consejo gratis de una vieja? No se encandile. Ya sé que es muy joven, muy bonita, muy frágil. Ya sé que su historia es tremenda, como todas.
—No puedo evitar que me dé lástima —se defendió Miguel, tratando de encontrar el estuche de sus gafas—. Cada vez que pienso en su familia, yo no…
—¿Qué quiere que le diga? —interrumpió Luisa, apoyando las manos en las caderas—. La niña no les quedaba bien en la foto. El otro sí, claro. Tan guapo, y tan rubio. Pero al Señor Armador y a la Señora Inglesa no les hacía juego la pobrecita loca con las alfombras persas y las criadas de uniforme.
Miguel soltó una carcajada mordaz.
—No se haga mala sangre, siempre pasa. Cuando tienen dinero, esconden lo feo y se olvidan de que existe. Tres veces vino la madre a verla, toda hipo y sollozos. Y nunca más, nadie. Pero este es un buen sitio, aquí la cuidamos bien. Si hubiera usted visto cómo era esta santa casa cuando llegué… —suspiró la enfermera, santiguándose—. Eran otros tiempos. Las cosas han cambiado mucho. Estamos en 1933, Doctor.
—Algunas cosas no cambian nunca.
—A mí me lo va a contar. Es el tercer novato que se enamorisca de ella.
—Luisa…
—Dese un poco más de tiempo. Ya le saldrá el callo.
Como cada noche, Alicia paseaba por el salón, canturreando en voz baja. La enorme estancia permanecía a oscuras, salvo por el débil resplandor de la luna, que se colaba por los ventanales. Una de las enfermeras jóvenes vigilaba a la interna sentada en un rincón. Su cara era de absoluto fastidio.
—Márchese ya, Adela. Voy a quedarme un rato.
—Usted mismo, Doctor. La Nosferatu está tranquila.
—Le ruego que no utilice esos motes con los pacientes —regañó Miguel.
—Perdone, Doctor —musitó la chica, enrojeciendo.
La oyó salir a toda prisa y ocupó la silla vacía, dejando su maletín en el suelo. Observó a Alicia. Iba descalza, como siempre, con el triste camisón de las internas y la trenza negra cayendo por su espalda. Tenía veinte años. Llevaba en San Gabriel desde los siete. Desde que su padre la dejara allí por clavarle un tenedor a su hermanastro.
Alicia, con los ojos cerrados, alzó los brazos en el aire y movió sus blancas manos, como dos palomas aleteando. Se puso de puntillas y giró sobre sí misma. Bailaba. Bailaba cada noche. Solo salía de su celda de noche. Le aterraba la luz. De pronto, se detuvo. Le miró y ladeó la cabeza, sonriendo. A Miguel se le encogió el corazón.
—¿Lo ve? —dijo la chica—. Está oscuro.
—Sí, es verdad. Es muy tarde.
—Hay luna —murmuró Alicia, haciendo un mohín. Volvió a sonreír—. Pero es una luna pequeña, pequeña, como la uña de un gato. La otra es la mala. Esa que es gorda, y blanca, y no te deja esconderte. Esa no me gusta. Le dice al gigante dónde estoy.
—Ah, sí. El gigante. El que te hizo daño…
—Me hizo daño, pero yo le hice más daño a él —replicó Alicia, con un guiño travieso. Su gesto se llenó de terror—. No dejes que me encuentre, Miguel. Tú eres bueno.
—Nadie te va a hacer daño. Nadie, te lo juro. Aquí, no.
—Voy a ser buena, te lo prometo. No dejes que me pongan las correas.
—No, Alicia. Nunca más.
La chica le sonrió, agradecida.
—Voy a saltar, ¿sabes? A la noche. Ya falta poco para que no haya luna. Cuando esté lo bastante oscuro, saltaré dentro y no podrá encontrarme. Nadie me encontrará.
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