El otro día asistí a una presentación literaria y, al terminar, alguien del público preguntó al autor lo de casi siempre: «¿le gustaría que con su libro hiciesen una serie, o una película?». La respuesta suele ser, casi siempre, afirmativa. Hay casos como los del desaparecido Carlos Ruiz Zafón, que negaban tal posibilidad, quizás con el convencimiento de que su pequeño frasco de magia sería otro y podría romperse si se cambiaba de recipiente.
Nos guste el resultado o no, resulta evidente que el lenguaje literario es muy diferente del audiovisual, por mucho que cada vez veamos cómo los libros de moda tienen a parecer guiones novelizados, visuales y listos para su adaptación.
Al leer El arte de la adaptación de Linda Seger, me pareció muy interesante cómo se entendía la adaptación cinematográfica, al traducirla a un proceso donde repensar y reconceptualizar todo, sin olvidarnos de la condensación de personajes y escenas, pues los parámetros de tiempo son claramente diferentes: 150 páginas de un libro, posiblemente, deban resumirse en tres minutos de película. Esta famosa guionista afirma que «Las historias de detectives y las de acción o aventuras tienden a ser adaptaciones fáciles porque el fin está claro». No sé, ¿ustedes que opinan? Personalmente, no tengo claro ese punto. Tal vez en las novelas negras de antaño, donde los personajes —por favor, permítanme el atrevimiento— eran más planos y lineales. En la actualidad, parece que si los detectives y secundarios no tienen algún trauma de infancia y problemas domésticos variados, la historia queda coja. Sin perjuicio de adaptar el elenco de personajes a las modas sociales del momento: tal o cual orientación sexual, tal o cual raza y/o reivindicación.
En todo caso, resulta evidente que el lenguaje literario, su musicalidad y ritmo, su ambientación, se perderán en gran medida al pasar a la pantalla; deberemos confiar en la magia del director, en el virtuosismo de sus ángulos y movimientos de cámara, para ver si la esencia de esta historia de papel se queda por alguna parte. Si lo piensan, libros como The body —Cuenta conmigo, en su adaptación audiovisual y título en español— recogía la aventura de siete chicos, que en la película se transforman en cuatro, sin que deje de hechizarnos cada una de las escenas de ese metraje.
Robert McKee —reconocidísimo guionista y conferencista estadounidense—, en su ensayo El guión, reconoce que la nuestra es una época muy exigente para los guionistas, porque el público de hoy está saturado de historias. Supongo que es cierto, y que esta sobreestimulación de mercado sucede también el mundo de los libros. Como todos los guionistas —y supongo que también los escritores, aunque de forma menos consciente—, McKee divide muy claramente las partes de la historia, diferenciando sus encuadres determinados dentro de los tres principales de toda la vida: el inicio, el nudo y el desenlace. Podría parecer predecible, pues al final todas las historias adaptadas parecen seguir un mismo patrón, pero McKee defiende las historias arquetípicas frente a las estereotipadas, pues considera que solo las primeras son las que cruzan fronteras. Y con arquetípicas, se refiere a las que cuentan lo de siempre, pero desde un punto de vista nuevo, revelador y fresco; para ello, pone de ejemplo la adaptación de la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, por el enfoque y la riqueza de los detalles en una narración que, en definitiva, hablaba sencillamente de la búsqueda de la independencia personal.
El mundo de las películas y las series puede resultar muy interesante para un escritor, pero supongo que más como medio para que sus libros sean conocidos que como objetivo en sí mismo, pues aunque escribir guiones requiere buenas dosis de ingenio e inteligencia visual y literaria, se me antoja un mundo muy distinto al estrictamente literario. Es cierto que en los libros podemos incluir —y de hecho lo hacemos, sea de forma más o menos consciente— lo que Blake Snyder llamaba en su famoso libro de guiones —¡Salva al gato!— el high concept; esto es, marcar una buena premisa en la historia para que la película sea fácil de ver. Por cierto, lo de «salvar al gato» obedece a su convencimiento de que el espectador debe percibir en el protagonista cierto heroísmo desde el principio: salvar a un simple gato nos vale con tal de que nos caiga bien ese personaje que seguimos en la trama.
En mi opinión, bienvenidos sean todos los lenguajes que sean capaces de adaptar una idea original, un sueño que alguien, un día, se atrevió a plasmar en su ordenador. Es posible que el asunto no salga como uno piensa, pero pedalear es la única forma de no caerse de esta bicicleta. Decía John Vorhaus en Cómo orquestar una comedia que para el humor deben entrelazarse la verdad y el dolor: «Un hombre se cae por un acantilado. Mientras cae, se le oye murmurar: por ahora bien.» Yo no sé si deberemos salvar muchos gatos o no para que la fórmula funcione, pero por muchos acantilados que haya que cruzar, ojalá en los próximos años veamos muchas adaptaciones audiovisuales de escritores que, como en sus propias novelas, están presentes en todas partes pero no son visibles en ninguna.
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