Manifiesta Daniel Ramírez (Pamplona, 1992) en su Salvoconducto-19 (Renacimiento, 2020) una especie de candidez titubeante, un optimismo humanista que —igual me equivoco; él me dirá— no se termina de creer, si bien ha decidido intentar creérselo. En un ecosistema coronavírico terrible, el autor encuentra lamparitas de bondad, solidaridad y derivados, pero sospecha que las luces de éstas no tardarán en apagarse. De ahí, por ejemplo, su elogio a los aplausos de los balcones a las ocho, hoy ya tan neolíticos —veremos mañana—, o la celebración discreta, casi susurrante, cuando escribe que en Madrid ha cambiado eso de que “la familia corre el riesgo de convertirse en un pasatiempo de domingo y los vecinos casi nunca rebasan la categoría de inquilinos”. Acto seguido, añade: “Probablemente se nos olvide cuando todo esto pase”.
Al principio del libro, Ramírez se refiere a una fuente que le cuenta que están empezando “a llevar cadáveres al Palacio de Hielo” porque “los hornos crematorios están desbordados”. Emparejados, ambos enunciados engendran un oxímoron macabro, mortal y verdadero. Salvoconducto-19 es un recordatorio elegante, literario y personal de un pasado recientísimo sobre el que, echando hostias, hemos vertido un camión lleno de hormigón y que, nuevamente, se abre paso en el presente a base de contagios por miles y muertes por cientos. La obra, un híbrido de dietario y reportaje no exhaustivo, recoge los episodios, los tropiezos y los aromas sanitarios, políticos y económicos del escenario patrio parido durante el confinamiento por la pandemia de la covid-19 y las semanas que lo emparedaron.
Pero, sobre todo, Salvoconducto-19 es un ejercicio de “Literatura del Yo” muy bien resuelto. Ramírez describe su encierro con pulso, con sencillez, sin pretensiones épicas ni pompas artificiales. Un gran acierto de este periodista de El Español es que cuenta con una naturalidad extrema y, a la vez, con una prosa destilada y fina, cosas que no son nada del otro mundo: que si va al supermercado, que si amasa pan, que si lee a Fulano o a Mengano, etcétera. Con sencillez, convierte lo ordinario en extraordinario. Además, aliña su relato con reflexiones lúcidas: “Es un lujo que mis contenedores de cabecera se encuentren a doscientos o trescientos metros. Me regalan un paseo de cierta envergadura en los días de encierro. Ir a tirar la basura supone algo así como la sorpresa del huevo Kinder: un placer que, a pesar de su rutina, siempre esconde algo tras el último bocado”.
En mi opinión, lo mejor que hace Ramírez en Salvoconducto-19 es narrar la enfermedad de su padre. La emotividad, por contenida, es desbordante; la pornografía sentimental, nula. Las páginas dedicadas al ingreso de Ramírez sénior supuran ternura, miedo, vértigo, esperanza, impotencia, resignación. A Dios gracias —en concreto, a las Agustinas Recoletas— y, sobre todo, a los sanitarios —el autor los sube a los altares—, el hombre se recuperó, fue dado de alta y, en cuanto se levantó el estado de alarma —la familia reside en Pamplona—, fue visitado por su hijo. El encuentro queda plasmado así: “Entro en casa por sorpresa. No la pisaba desde hace cien días. En la silla del padre… hay un padre. Nos abrazamos”.
En definitiva, Salvoconducto-19 es un libro muy bien escrito sobre la vida. Sobre la vida de un periodista que, mientras florecían conceptos infames como “triaje”, los octogenarios eran “condenados por la debilidad del sistema” y las personas morían “como números”, entrevistó a Iñaki Gabilondo y a Garci, recorrió El Retiro a solas, participó en clases virtuales de baile o compró moldes para hacer magdalenas. Y que sabe, como Camus, que su crónica tampoco es “el relato de la victoria definitiva”. Aunque le duela asumirlo.
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Autor: Daniel Ramírez. Título: Salvoconducto-19. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros y Amazon
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