Los alemanes, de Sergio del Molino (Madrid, 1979), va de sambenitos y soliloquios, casi 30, uno detrás de otro, sin pausa y con culpas, donde cinco personajes, sin contar al muerto, dilucidan de quién es la mancha, si de los hijos o del padre, que fue nazi, parece; 23 asesinatos a distancia salpicarán hasta el más honrado.
¿Pero qué detona la escritura de Los alemanes? Unos panfletos y discursos de Goebbels impresos en español para aquellos 627 alemanes que residían en la España del Franco aquel. Establecido el vínculo, solo quedaba inventarse un contexto para descubrir quién era más nazi que quién, y quien menos nazi, o quien debía cargar con la deshonra, es decir, con el sambenito del familiar nazi. Y por eso la novela.
Con lo que primero nos sorprende Sergio del Molino es con la forma de la novela, siendo, como es, un escritor más ensayo que de ficción: treinta y tantos capítulos bordados y encabezados con los nombres de los protagonistas: cinco, no más.
Empezamos con Eva y Fede, hermanos e hijos del padre nazi, apellidado Shuster, que se reencuentran porque tienen que enterrar (un tanto de manera fría) a su hermano Gabi y resolver los asuntos que ha dejado pendientes. Por otro lado, Berta, personaje muy relacionado con Gabi, borda su papel hasta tal extremo, que podría confundirse con Menchu, la mujer que habla Cinco horas con Mario. La novela de Sergio del Molino se adorna polifónica y se reconocen reminiscencias, y algunos vínculos formales, con la recientemente premiada Fortuna, de Hernán Díaz. Hay tantos narradores como personajes que enarbolan sus brillantes soliloquios en torno a los recuerdos que Gabi había impreso en ellos.
Fede y Eva se diferenciarán del resto por su registro, en ocasiones muy explícito y vulgar: «lo cabrón que era», «que sí, jode…», «culo puta», «puta madre», «poniendo cara de correrse…». Son hermanos y el registro sí parece una herencia. La exteriorización de su mundo interior es demasiado vulgar, bronca en ocasiones, y esa manera de vomitar contenidos desde su conciencia en forma de confesiones, expondrá una interesante relación dialógica con el supuesto receptor o, en este caso, receptores: nosotros los lectores y el resto de los personajes, como al que llaman Rapsoda, amigo de su hermano, que se convierte durante el funeral en un «sacerdote laico que honraba el anticlericalismo del difunto sin ofender la fe de los asistentes». Un amigo del muerto y como él, anticlerical, dirá «que había más curas y eran más feos y más sucios y se follaban a más niños…». Es otro tipo de sambenito, subliminal si se quiere, el que el narrador le cuelga a un catolicismo pegajoso (el de la ficción) que no pertenece al catolicismo de la realidad porque solo es un juicio gratuito utilizado con licencia por parte de uno de los narradores.
Conforme avanzamos, los soliloquios de los protagonistas desembocan en el tópico contemporáneo de la banalidad del mal, que actúa como un motor argumental y permanece como el verdadero intríngulis con el que se empiezan a intuir las causas por las que se acusará al padre de Eva, Fede y Gabi como un puto nazi; así, casi sin querer.
Entonces llega el momento en el que la novela nos pregunta: ¿tienen ellos la culpa porque su padre fuera un nazi? La respuesta seria es no. Y esta respuesta desarma un poco el Premio Alfaguara de 2024, ya que su verosimilitud se ve mermada y el relato en el que las relaciones entre Fede, Eva, la amiga de Gabi, Berta, Rapsoda y Ziv, el judío, se muestra como un relato que acusa como acusaba la Inquisición al que no era cristiano viejo, reclamando para ellos justicia y deshonra. En este caso para todos los Schuster. La respuesta contraria, la que sí inculparía a los descendientes, dejaría de someterse a la realidad convencional, a una la realidad rotunda y por tanto verosímil, donde lo real (en la ficción) es reemplazado por lo conveniente (en la ficción). Y de esta manera, hay que reconocerlo, el suflé narrativo de Los alemanes se desinfla un poco.
No obstante, la novela brilla por su consistencia en los soliloquios y en los lúcidos diálogos sin olvidar el deslumbrante trabajo de documentación acerca de la cultura alemana: literaria, histórica y musical. Incluso sorprende el desvelo que produce descubrir, por ejemplo, la «falacia ad holocaustum». Y es que, puesto que el nazismo no se transmite por la sangre, es imposible que la educación y los privilegios de una niña rica e hija de nazi como Eva puedan fundamentarse en las atrocidades cometidas por su progenitor: ni en la realidad ni en la ficción, ni ahora ni después.
«Yo sé que tu padre no apretó el gatillo», Eva, y que la mariposa que movió sus alas en Guinea no provocó un terremoto en España, pero ¿quién carga con el sambenito?
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Autor: Sergio del Molino. Título: Los alemanes. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.
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