Una inquisitiva personalidad lucha denodadamente contra su propio afán: “Aún no era un nuevo día en la cocina. Pero eso llegaría”. El resto del elenco, incluido el autor, adopta de buena gana las filias y las fobias del interlocutor: “Watt sabía que llegaría, con paciencia llegaría, tanto si le gustaba como si no”.
Para el irlandés Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989), las libertades ganadas significan, al mismo tiempo, oportunidades para conquistar nuevas fronteras: “Watt nunca supo cómo interpretar esta particular vocecita, si es que estaba de broma o si iba en serio”.
Intrínsecamente desordenado, el discurso antipuritano del Premio Formentor de las Letras (1961), en el trigésimo quinto aniversario de su fallecimiento, sigue trascendiendo extremidades con cada lectura: “Watt no se molestaba en usar muchas palabras para preguntarse por el significado de todo, porque decía, Todo esto se le revelará a Watt a su debido tiempo”.
Nos interpela el antihéroe, como si fuera Hamlet y nosotros la calavera de Yorick, acerca del aciago destino que aguarda a nuestro discurso, “el tiempo necesario para que se demuestre ser verdad lo que quiera que sea. O falso, claro, lo que quiera que eso signifique”.
Bajo la innegable presión del aislamiento, se retratan conexiones improbables, resaltando los problemas a los que se enfrenta el resto de los avatares: “Todo fue bien hasta que Watt empezó a invertir, no ya el orden de las palabras en la frase, sino el de las letras en las palabras”.
Como toda experiencia de relectura, la de Watt es íntima, necesita de un renovado impulso inmersivo: “Lo poco que había que ver, oír, oler, probar, tocar, él lo veía, lo oía, lo olía, lo probaba y lo tocaba como un hombre en estado de estupor”.
Ensimismada, histriónica, desconcertantemente errónea, la verborrea del creador de Murphy (1938), en eterna diatriba consigo misma, es capaz de hallazgos inenarrables: “El viento esparcía el humo que salía de uno y otro sitio, separándolo, juntándolo, mezclándolo al fin hasta desaparecer del todo”.
Ostenta el protagonista delirios de ser otro y se identifica con alguien llamado Micks, con quien mantiene conversaciones imaginarias, “pero al igual que un proscrito en la noche, así se fue apagando la voz de Micks, la agradable voz del pobre Micks, perdiéndose en el tumulto inaudible de los lamentos internos”.
La narración resultante arenga y exalta con febriles parlamentos de varias páginas, deslizándose dentro y fuera de nuestra conciencia: “El largo día de verano había tenido un comienzo inmejorable”, concluye Watt o su alter ego: “Si continuaba de esa misma manera, su final sería digno de ver”.
Frustradas en la raíz de sus deseos, las tentaciones redundan en la lucidez del autor de Molloy (1951), Malone muere (1951) y El Innombrable (1953), momento en el que caemos en la cuenta de por qué necesitábamos escuchar al personaje principal: para establecer “los límites a la igualdad de las partes con el todo”.
Al regresar a Watt, reconocemos las contradicciones del Premio Nobel de Literatura (1969), que las habita como si fueran suyas: “Parafraseando al propio protagonista de la novela”, argumenta en la introducción José Francisco Fernández, “se trata de una cerradura complicada que no se puede abrir con una llave sencilla”.
Treinta y cinco años después de la desaparición de Samuel Beckett, la identificación de este con su otro yo es definitiva: “Dejarse llevar por el devenir de los acontecimientos, sin preocuparse demasiado por lo que significan, también tiene sus ventajas”, apostilla el traductor y profesor de literatura inglesa en la Universidad de Almería.
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Autor: Samuel Beckett. Título: Watt. Traducción: José Francisco Fernández. Editorial: Cátedra. Venta: Todos tus libros.
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