Imagen: Samuel Bronston con el actor Charlton Heston y el historiador Ramón Menéndez Pidal en el rodaje de El Cid
En el prólogo a Los dos Herreros: Cuando Hollywood brillaba en la Gran Vía (Modus Operandi) de Enrique Herreros (hijo), Eduardo Torres-Dulce se refiere al Madrid de Samuel Bronston. Porque, más allá de Las Rozas, la localidad madrileña donde este productor estadounidense montó sus míticos estudios, Samuel Bronston fue el principal impulsor de la cabalgata de los Reyes Magos del Madrid de 1964. Lo malo fue que aquellas navidades el alcalde era el conde de Mayalde. El propio Herreros —toda una institución en la pantalla autóctona— se recuerda en las páginas aludidas dentro del estanque del Parque del Retiro, vaciado al efecto. Trabajó allí junto a Pancho Kohner —el hijo de Paul Kohner, uno de los más reputados agentes artísticos del viejo Hollywood— en la preparación del desfile junto al Circo Aithoff. Mis mayores decían que aquella troupe, contratada para el rodaje de El fabuloso mundo del circo (Henry Hathaway, 1964) hizo de aquella cabalgata la mejor de cuantas se habían visto. Yo también supe de aquel Madrid porque en él fui el niño más feliz del mundo.
Buena parte de aquella parada infantil, que por provenir de donde provenía, medio siglo después habría de ser objeto de la política del rencor y el buen rollito con las burlas y los escepticismos del consistorio de turno, fue obra de los técnicos de Samuel Bronston. Fue tanta la sintonía de este productor con el franquismo que el gobierno español le condecoró con la Gran Orden de Isabel la Católica en reconocimiento de los servicios prestados, como a Evita Perón unos años antes.
Pero no es menos cierto que ese afecto que le tuvo el régimen también fue el origen de la maldición que aún ahora pesa sobre Bronston en la historia del cine patrio. No hay que olvidar que dicha historia suele estar escrita por aquellos que obvian el exaltado estalinismo de Pablo Neruda —y un par de grandes poetas españoles de cuyo nombre no quiero acordarme—, incluso después de ser conscientes de que el Zar rojo había reprimido a mucha más gente, e igual de cruelmente, que el conde de Mayalde. Ante semejantes prejuicios y arbitrariedades, querer que la historia reconozca el papel jugado por las coproducciones internacionales rodadas en suelo español resulta como las célebres peras del olmo. Sin embargo, aquel cine rodado aquí fue la primera ventana al exterior que se abrió en la España de la autarquía y el aislamiento. Antes incluso que el turismo, el cine internacional aportó al país trabajo, cultura y cosmopolitismo. Permítame el lector unos someros apuntes sobre todo aquello.
Se dijo que la Metro trajo a España a Ava Gardner, para el rodaje de Pandora y el holandés errante (Albert Lewin, 1951), en aras de separarla de Frank Sinatra, ante lo escandaloso que estaba siendo el comienzo de la historia de la pareja. Pero la realidad fue muy distinta. Las leyes de la España autárquica obligaban a que una buena parte de los beneficios que las películas extranjeras obtenían en las taquillas autóctonas se quedasen en el territorio nacional. Así las cosas, las distribuidoras foráneas empezaron a producir cintas filmadas en nuestro país. Ése fue el verdadero motivo de que Lewin rodase la mayor parte de su revisión del mito de Pandora —una producción inglesa, aunque de la Metro, por cierto— en Tossa de Mar (Gerona). Y aquella fue la primera cinta que los extranjeros emplazaron en nuestra geografía.
La autarquía o el aislamiento internacional —como el lector prefiera— al que fue sometida a partir de 1946 una España maltrecha desde el 36, tocó a su fin en 1950. Ese año, además de Ava para ponerse a las órdenes de Lewin, nos visitó Rita Hayworth. Aquella era la España anterior a los planes de desarrollo, que tantos reportajes habrían de inspirar al No-Do que precedía a las proyecciones cinematográficas durante el franquismo. La gente se apretaba en los cines, y Rita Hayworth, pese a que su sensualidad al quitarse el guante en la secuencia más célebre de Gilda (Charles Vidor, 1946) había sido el escarnio de los sectores más carcas, gozó de un recibimiento que no fue muy a la zaga del que se le dispensó a Eva Perón en el 47. Entonces, aquellos que se apretaban en los cines vieron en la primera dama argentina la personificación de la ayuda rioplatense a la España del hambre.
Esos bloqueos, a los que tan a menudo someten las democracias a la población de los estados dictatoriales, en el caso del padecido por el nuestro tuvo su primera fisura en aquellas visitas de las estrellas de Hollywood de 1950. Los condes más distinguidos las llevaban al agasajo postinero de Chicote, a los tablaos flamencos, a la capea más divertida. Podría jurarse que en los toros, ya en Las Ventas, en las tardes de suerte del diestro, les decían aquello de “España y yo somos así” que, citando a Eduardo Marquina, soltaban a las damas los caballeros de antes.
Rita Hayworth vino a Madrid ya casada con Ali Solomone Khan, uno de los hombres más ricos del mundo. A buen seguro que sus coqueteos debieron de ser los justos. Ava Gardner, mucho más bohemia, cameló y se dejó camelar por los toreros. Hasta el punto de que Sinatra cogió el primer vuelo a Madrid apenas tuvo noticia de que Mario Cabré, compañero de Ava en el reparto de Pandora y el holandés errante, amén de matador y vate, había empezado a escribir el Dietario poético de Ava Gardner.
En fin… Lo que cuenta es que la llegada del cine estadounidense fue anterior al cuatro de noviembre de 1950, fecha en que la Asamblea General de las Naciones Unidas revocó la repulsa diplomática impuesta a nuestro país en el 46. Unos meses antes, Ava ya se divertía en la Feria de Abril. Una crónica publicada en El Alcázar, fechada en Sevilla el día dieciocho, da cuenta de sus visitas a las distintas casetas. Rita llegó a finales de noviembre, invitada por el conde de Villapadierna para admirar la yeguada más famosa de sus cuadras. Días después se fue entre aplausos, como había venido.
Ya en el 51, luego de que el cine diera a conocer las maravillas de España al mundo entero, se ponía en marcha el Ministerio de Información y Turismo, una de las carteras más recordadas, y a su modo eficaces, del franquismo. Ava se instaló en Madrid en el 55, cuando empezaba a hacer aguas su matrimonio con Frankie.
Y así fue como el amado Foro pasó a ser el Madrid de Ava Gardner, por tener en ella la representación meridiana del embrujo que nuestro país comenzaba a ejercer sobre los extranjeros. El big time madrileño de “el animal más bello del mundo”, que se llamaba en Hollywood a aquel milagro de la biología, se prolongó hasta el 68. Tras ser denunciada varias veces por Perón, su vecino en el exilio de El Viso, por los escándalos de su casa, la actriz decidió fijar su residencia en Londres. Veinte años después, en el Chicote y en el Villa Rosa de mi juventud, todavía se recordaban las juergas de Ava Lavinia Gardner.
Ava Gardner y Samuel Bronston coincidieron en el rodaje de 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963). Pero el Madrid de ella había pasado a ser el de él unos años antes.
La Besarabia que vio nacer al futuro productor en 1908 aún formaba parte del imperio ruso. Sus hagiógrafos de Las Rozas, la localidad madrileña donde Bronston abrió sus estudios —municipio donde nunca le olvidaron—, sostienen que pudo haber sido sobrino de León Trotsky. Lo rigurosamente cierto es que su familia, como tantas otras, abandonó su solar natal con las primeras matanzas de la revolución soviética. Se cuenta que en esa etapa parisina, que se diría preceptiva en el exilio de los rusos blancos, el joven Samuel —que en realidad era de origen moldavo— se matriculó en La Sorbona y comenzó a trabajar en la división francesa de la Metro.
Como tantos cineastas europeos, Bronston llegó a Hollywood poco antes de la guerra. En el 43 aparece acreditado como productor ejecutivo de la Columbia en Ciudad sin hombres, un drama en torno a las mujeres de unos reclusos debido a uno de los grandes artesanos del bajo presupuesto: Sidney Salkow. Ya con su propia marca, la Samuel Bronston Productions, puso en marcha un insólito apunte biográfico en Aventuras de Jack London (Alfred Santell, 1943), una obra menor. Bien distinto fue el caso de Un paseo bajo el Sol (1945) uno de los grandes dramas bélicos de Lewis Milestone, que, en opinión de la crítica, es el mejor de los filmes producidos por Bronston.
A España llegó en 1959, con el respaldo financiero de la DuPont. Aquí encontró todo el apoyo oficial que, después de nueve años recibiendo al cine internacional con los brazos abiertos, el Régimen seguía brindando a las producciones internacionales. Para El capitán Jones, de John Farrow, Patrimonio Nacional puso a su disposición el Palacio Real de Madrid. Aquellas facilidades, sumadas a la diversidad de nuestros paisajes, los bajos costes de producción y la total ausencia de problemas laborales —el propio conde de Mayalde, en sus días al frente de la Dirección General de Seguridad, lo había dispuesto todo al respecto— hicieron que Bronston cimentase aquí su empresa, dedicada a la producción de cintas de mucho espectáculo.
A tal fin, adquirió los estudios Chamartín, en la avenida de Burgos, que pasaron a ser los estudios Bronston. Para el rodaje de exteriores compró unos terrenos en Las Matas, entonces una pedanía de Las Rozas. Rey de reyes (1961), su primera colaboración con Ray, fue la primera producción de los Estudios Bronston. Hablamos de un peplum bíblico en cuyo reparto se mezclaban Rita Gam (Herodías) y Carmen Sevilla (María Magdalena). Pero, sobre todo, había cientos de extras, vecinos de Las Matas y de medio Madrid, prestos a figurar en los planos de gran belleza plástica y mucho aparato que imaginaba Ray. Extras que, trabajando en el cine, ganaban en unas horas más que en una semana en cualquier otro sitio.
La fascinación de Bronston con España era tan grande que su siguiente producción fue El Cid. Dirigida en el 61 por el gran Anthony Mann, con Charlton Heston incorporando a don Rodrigo y Sophia Loren a doña Jimena, aquella cinta —una de las favoritas de Martin Scorsese— fue su gran éxito. Aquellos días, su sintonía con el Régimen era tan grande que fue a agasajar a las autoridades españolas con un documental sobre el Valle de los Caídos. Quién iba a decirle entonces que aquellas lisonjas habrían de proscribirle en la historia del cine patrio.
Los primeros problemas surgieron con el desmoronamiento de Ray durante el rodaje de 55 días en Pekín, cuando convirtió Las Matas en el Pekín de la China de la dinastía Qing que, en 1900, asistió al levantamiento de los bóxers. Empero las complicaciones de la filmación, tras el estreno, la nueva producción de Samuel Bronston, también protagonizada por Charlton Heston, fue un éxito de taquilla.
Pero La caída del imperio romano (1964), un peplum notable dirigido por Mann con un reparto en el que también destacaba Sophia Loren, entre Omar Sharif, Alec Guinness, James Mason y los vecinos de Las Rozas convertidos en paisanos del Foro, fue un fracaso. Bronston intentó enmendarlo trayendo a Madrid a John Wayne y a Rita Hayworth para protagonizar El fabuloso mundo del circo, mas su suerte ya estaba echada: fue un nuevo desastre económico.
Unas semanas después de ser distinguido con la Orden de Isabel la Católica, Pierre S. Du Pont le cortaba la financiación, y los estudios Bronston se declaraban en suspensión de pagos. Mientras España recibía a David Lean, y a todos los cineastas extranjeros que hicieron de nuestro país su plató de rodaje, con el mismo entusiasmo que a Bronston, el Régimen se olvidó del productor de El Cid, como hacía con cuantos empresarios le fallaban después de haberlos encumbrado. Tuvo que venderlo todo malamente, como se pierde lo poco que queda cuando las deudas le abruman a uno. Sus impagos le llevaron ante el juez. Malamente, también, consiguió producir un par de cintas menores. En el 73, quedó absuelto en los procesos.
Regresó a Estados Unidos arruinado y con los primeros síntomas del mal de Alzhéimer. Su único empeño era hacer una de sus grandes cintas, de esas de mucho espectáculo, sobre Isabel la Católica. Nunca nos olvidó. Como nunca le olvidaremos los niños que conocimos el Madrid de Samuel Bronston. Mordió el polvo en el 94. Padeció el Alzhéimer durante veinte años. En los pocos momentos de lucidez que la enfermedad le dejaba hablaba de su big time en España.
Orson Welles, acaso el más grande de los cineastas que rodaron aquí con asiduidad, y de los que más nos quisieron, dispuso que cuando llegase su hora sus cenizas quedasen entre nosotros. Se dice que se guardan en el cementerio de Ronda. Bronston, naturalmente, pidió ser enterrado en Las Rozas. Y allí descansa. Tras el olvido injusto y arbitrario al que le llevaron las deudas y su sintonía con el anterior Régimen, Las Rozas le honra dando su nombre a una calle. En su lápida reza una cita del primer acto de Hamlet: “Era un hombre en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante”. Yo, desde mi recuerdo de la cabalgata del año 64, me permitiré añadir solo un deseo: que la tierra le sea leve. Aquel con que despedían a sus muertos los romanos.
Esa fotografía de Ava Gardner no está tomada en Madrid sino en Zaragoza.