En el pier 39 de San Francisco sólo hay putas desquiciadas y leones marinos, pero aquella noche también estábamos nosotros y aquel taxista mexicano que llevaba esas estúpidas bolsas de Macy’s con las que me amargaste la tarde y que se llamaba de cualquier modo menos como nos dijo que se llamaba. Hicimos bien haciéndole caso cuando nos dijo que nos fuéramos de ahí, que San Francisco es algo más que una ciudad llena de banderitas de países latinos que ya ni distingues y nos fuimos a buscar a Mateo.
Mateo besaba a top models con la indiferencia de quien besa a su madre por la mañana, cansado ya de tanta noche para nada. Se le cayó el Manhattan cuando de reojo vio cómo te pusiste a bailar en la barra, pero eso no fue lo peor. No sé cuál fue el hecho concreto que hizo que el bar decidiera que era una idea genial, pero medio Silicon Valley acabó haciendo una conga contigo al ritmo de MGMT, que como grotesco estará entre las dos o tres representaciones más brillantes que he visto. Yo decía que no con la cara mientras sujetaba tus gafas de sol, más grandes y más negras que nunca.
Estabas allí, pero en realidad hacía mucho que ya te habías ido. Creo recordar que en ese momento dijiste alguna de esas impertinencias con las que te gustaba amenizar las congas en aquellos tiempos, justo antes de pedir la tercera copa de más y relegarme a ese extraño personaje entre dealer y policía en un templo vestal que tan bien me sienta. Pero aquella noche no tenía ganas de patrullar y mucho menos de bendecir lo que coño tuvieras entre las manos.
Hice un gesto a Mateo, que vino rápido.
—¿Qué pasa?
—Nada. Está drogada.
—¿Mucho?
—Como para intoxicar Colombia.
—¿Coca?
—Y de la buena.
—Entiendo. Vente conmigo, que se joda. No se la ve aburrida, al fin y al cabo.
En el reservado de la platea había un coro de angelitos rubios haciendo otra conga, pero esta vez para mí. Mateo era un escritor de teatro encerrado en el cuerpo de un triatleta, por lo que era capaz de idear escenas perfectas con actrices secundarias, y esta era una de las mejores.
—Toda tuya. Sabe quién eres.
—Mateo, cojones.
—No me jodas. Mira la barra de abajo.
En ese momento la conga de MGMT se había independizado de la realidad y hacía un corro de círculos concéntricos en cuyo núcleo estaba el Big Bang en forma de mujer. Todos se acercaban y querían bailar con ella. Ella no hizo ascos a ninguno.
—Pide champán para las dos rubias. Y vente conmigo.
—Así me gusta.
—Encárgate tú de ella.
Lo pasamos bien, como en una novela negra que convirtió esa zona VIP en un tranvía lleno de modelos, policías e ingenieros de Google. En San Francisco siempre hay un maricón al mando, y se nota la mano de decadencia y de belleza con la que impregnan todo cuando mandan. Y por encima de él, siempre Mateo, que se disfrazaba de Merlín para llenar de magia Ruby Skye o dirigir la orquesta de gemidos de Biscuits and Blue.
Esa noche, a las tres de la tarde, el taxista me despertaba para avisarme que se tenía que ir y que dejaba las bolsas de Macy’s en la habitación del hotel.
—¿Dónde está ella?
—En el hall, señor.
—¿En el hall?
—Sí, cuando usted se fue, esperé a que saliera, y como me dijo la dejé tirada en el hall a ella. Pero no a las bolsas.
—¿Eso dije? No lo recuerdo.
—Me dio la mejor propina del año.
—Mejor así.
—¿Cómo está?
—Está llorando.
—Los remordimientos, supongo.
—No señor. Le dejó sola y dice que no soporta que le trate con tanta indiferencia.
—Manda cojones.
—Gracias, Señor.
—Gracias a ti, Margarito. Créeme que no olvidaré tu nombre jamás. Te debo un homenaje. Y un traje nuevo.
He pasado mañanas más duras después, pero todavía me acuerdo mucho de aquello. No me preguntes por qué, pero últimamente me acuerdo mucho de esos días.
Me gustaba más San Francisco cuando sólo había indios y frailes.