ABC Cultural le dedica este artículo al autor de El Jarama, Rafael Sánchez Ferlosio, coincidiendo con la publicación de su cuarto volumen de ensayos de título QWERTYUIOP.
Tras la aparición de los dos últimos tomos de los 174Ensayos» de Rafael Sánchez Ferlosio -el tercero titulado «Babel contra Babel» y el último «QWERTYUIOP» (letras de la línea superior de los teclados de las máquinas de escribir)- se ve, por fin, lo que, entre tanto árbol/ensayo, probablemente no se había visto nunca: el bosque. Un variadísimo bosque de pensamientos, que a ratos forman un bosque transparentemente mediterráneo, otros uno impenetrablemente alemán, con casi toda la zoología de bichos que pululan por la patria y con casi toda la fitología de «plantas» que le han salido a nuestra historia. Gusten o disgusten, estos «Ensayos» son el cuadro de una época, una reinterpretación personal de nuestro tiempo. Como en Rousseau, aquí lo microscópico del artículo retrata lo macroscópico de la época.
Lo que sale de ese cuadro es luz: un espejo inteligentemente distorsionado de la variedad caótica de la existencia, y de sus creencias. Dicho sencillamente, sale una obra. Ensayística. Cosa que, en estas tierras, pueden decir muy pocos. Se cierra -y se redondea- una obra, y, si se me permite, una vida. Ese es el precioso regalo que este jeque del desierto nos hace a rumís y antirumís de esta tierra. Los Románticos, parientes lejanos de Ferlosio, aunque quizá no los tenga por tales, afirmaron que la genialidad consiste en el «compendio». Ante eso estamos, ante un compendio. Ante la compleja silueta de una obra a su manera insólita. Estos «Ensayos» son el «Kempis» crítico de nuestra democracia. Dicho con otras palabras, un montón de paradojas convertidas en carne propia. Que eso es el verdadero conocimiento. Lo enunció muy bien Goethe: «El tema lo ve cualquiera, el contenido lo encuentra sólo el que está llamado a hacer algo con él». O sea, Ferlosio, hombre de contenidos.
Ante ese bosque, y sus árboles, lo que se produce es asombro. Un asombro sobrio, contenido, sin idolatría. Pero asombro. No es Ferlosio el Oráculo de Delfos, ni uno de los siete sabios de Grecia, tampoco «el que es», título que, según el Damasceno, es el principal nombre de Dios. Es, si se me permite, un diminuto «microbio» -hispano- libando preferentemente papel prensa, u otros libros «raros», hasta destilar una miel extrañamente prodigiosa: una prosa poética con la que se entretejen ideas sorprendentes. Que a algunos les podrá parecer un extraño ajedrez ensayístico, con el que ocurre lo que, según Napoleón, ocurre siempre con el ajedrez: demasiado enrevesado para juego y demasiado simple para ciencia.
Pero el móvil último de ese ensayismo está por encima de toda sospecha. Habla Nietzsche: «En la piedra veo durmiendo una imagen, la imagen de mis imágenes. Dolor causa verla obligada a dormir en esa feísima y durísima piedra. Entonces, mi martillo golpea enfurecido contra esa prisión. Y de la piedra va cayendo lo que estorba».
Ejercicio de buceo
Esa es la razón de fondo del asombro. Su osadía para meterse en el corazón impávido de la redonda Verdad, en palabras de Platón. Asombro por ese atrevido ejercicio de buceo: sumergirse en las aguas abisales, buscar la fuente del Todo, salir a flote cargado de misterios, para, tras coger aire, volver a sumergirse. Ese ha sido siempre el trabajo ocioso de este pescador de perlas. En el bicentenario del nacimiento de Thoreau, pensador salvaje, podemos decirlo con sus palabras: «El tiempo no es más que el río en el que voy a pescar… Su fina corriente fluye incansable, pero la eternidad permanece… El intelecto es una cuchilla que nos abre el aspecto más secreto de las cosas… El instinto me dice que mi cabeza es un órgano para hacer agujeros, el mismo fin para el que otras criaturas tienen el morro o las patas delanteras».
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