La última novela de Sandra Barneda, Las olas del tiempo perdido, está encabezada por un poema de Walt Whitman, una declaración de intenciones que recoge el espíritu de la historia: ese estribillo del carpe diem, el ‘vive el momento’ horaciano, tan repetitivo y ya tópico; porque ese instante del día, como las olas —y como las horas—, no vuelve. La obra es un intento de regresar —de otro modo— a aquel tiempo en el que se fue feliz (o así se cree): el paraíso perdido que es la infancia, y los años vitales, confusos y memorables de la primera juventud, cuando nos llega la vida de lleno, en bruto y nos dejará huellas, cicatrices que no son fáciles de superar. Al menos eso es lo que les ocurre a los cinco protagonistas de esta voluminosa novela, que se reúnen 21 años después tras haber estado todo ese tiempo sin tener contacto alguno entre ellos. Una vuelta al pasado, forzada por una vaga promesa de juventud: celebrar juntos el 40 cumpleaños del fallecido Adrián, tal como lo decidieron tras el mortal accidente de tráfico. Aquel suceso, que los separará, ahora los vuelve a unir, a su pesar.
Este retorno al tiempo luminoso tiene mucho que ver con la novela anterior de Sandra Barneda: Un océano para llegar a ti, donde la protagonista regresa al pueblo de los veranos de su infancia para cumplir el último deseo de su fallecida madre: reunir a sus tres personas más queridas para que esparzan sus cenizas en el lugar en el que fueron felices. La novela, que fue fue finalista del Premio Planeta, vendió 200.000 ejemplares. Un éxito mayúsculo. No ha de extrañarnos que la editorial se haya volcado con el nuevo título de Sandra Barneda, del que ha lanzado 50.000 ejemplares en su primera edición, además de elaborar una espectacular puesta en escena. Así que, para enmarcar el lanzamiento de Las olas del tiempo perdido, Planeta invitó a tres docenas de periodistas a un viaje al Cantábrico con el fin de recorrer los escenarios principales de la novela, y revivir, de boca de su autora, algunas de sus escenas claves.
Con las 507 páginas sin acabar de leer nos fuimos a Ajo, un pueblo cántabro —a 16 kilómetros lineales de Santander— de 2.000 habitantes en invierno y unos 70.000 en verano, según la estadística a ojo del primer camarero que encontramos. Porque es en verano donde sucede la novela. De hecho la historia comienza, como la canción del Dúo Dinámico, al final de verano, cuando los dos grandes protagonistas de la historia —uno ausente y la otra presente— están en la playa de Cuberris contando las olas. Nos lo recuerda la escritora ya en el primer párrafo: «Contar las olas en el ocaso del día. El juego que Belén y su hermano pequeño, Adrián, compartían cuando la vida no se contaba en días, sino en eternidad. Lo hacían siempre al inicio y al final de cada verano y, aunque sabían que no había un ganador, deseaban ser los cazadores de la última ola del día. Era su homenaje al final del día; al paso de la luz a la oscuridad. Un juego sin sentido para el resto, pero uno más de unión y de complicidad para ellos».
Porque de unión y complicidad de grupo —los cinco— hay mucho en la novela cuando se trata de evocar el pasado, y en sus páginas se habla de recuperar el tiempo perdido, de volver a la pandilla de amigos estivales y de atrapar otra vez ese espíritu de compañerismo y sintonía de la infancia y la juventud que la vida va dejando pasar. Y lo deja pasar porque la vida, muchas veces, nos atropella. Lo repite Sandra Barneda a todo aquel periodista que le hace esa pregunta tan juiciosa: «¿de qué va tu novela?» No importa que se haya leído ya. El autor, todo autor, tiene que responderla. «Es una novela que habla de los veranos de la infancia y de la juventud, y de aquella pandilla con la que empezaste a descubrir las aventuras, la vida, las primeras emociones y la entrada en el mundo adulto. Es un homenaje a la amistad, al valor de la amistad, al poder de pertenencia, de sentirte partícipe de esa tribu, de descubrir cosas juntos. La novela habla de la vida, de cuando te pasa la vida por encima y los amigos están ahí, aunque te hayas separado de ellos equivocadamente», dice la escritora, y repite: «Es un homenaje a la amistad».
En la novela, sin embargo, uno —como lector, no como periodista— no tiene nada clara esa especie de exaltación entusiasta de la amistad. Los amigos pueden ser la hostia, es cierto, pero no en estas páginas. Para empezar todos ellos —los cinco— eran amigos de aventuras veraniegas, niños que crecieron y siguieron viviendo otro tipo de aventuras juveniles más íntimas; pero a los 19 años, cuando Adrián, el benjamín del grupo, fallece en un accidente de automóvil, los cuatro supervivientes no vuelven a verse nunca más, y así pasaron los años.
Han pasado 21 años cuando Belén, la hermana de Adrián, que se ha convertido en una célebre psiquiatra y escritora, decide llamar al resto de la pandilla para vivir cuatro días juntos en el escenario en el que fueron felices; así, al menos, lo quiere recordar. De los tres, uno no quiere ir a la cita, aunque la insistencia de su mujer le hará transigir; otro, el expolítico, es una especie de cla de la representación y asistirá, bajo pago, a animar al grupo. La tercera, Lucía, está perdida en un trío conyugal que frecuenta, y es la única que quiso buscar el reencuentro ante una Belén, la famosa psiquiatra, que siempre estuvo demasiado alta y ajena. Ahora, sin embargo, será la propia Belén la que fuerce ese reunión. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado para, de repente, humanizarse (esa es la palabra) y querer recuperar, aunque sea como aroma, el tiempo perdido? Otro enigma o extraña ingerencia aparece ya al principio de la novela: ¿Por qué una persona admirada y de éxito, como ella, contrata a un actor para que le sirva de pareja ante sus amigos?
La novela, hay que advertir, es un libro coral donde Sandra Barneda juega con once personajes: los cinco protagonistas, incluido el ausente; sus cinco acompañantes y un personaje que estuvo en el pasado y el presente, pero siempre fue secundario. No formaba parte del grupo, de esa tribu, como la autora lo denomina. De hecho, la novela está dedicada a esos amigos (siete) que formaban parte de su pandilla estival, aunque no hay una vuelta geográfica a los veranos de Sandra Barneda, porque los suyos se movieron en un camping de la Costa Brava, y en Las olas del tiempo perdido el escenario es el de los acantilados y playas de la costa Cantábrica. Nos extraña y se lo preguntamos. La razón es que, como su novela anterior sucedía en ese paisaje catalán, no quiso repetirse y tenía muy a mano el pueblo de Ajo, donde ha veraneado ya de adulta. Así que buscó los escenarios físicos para plantar y desarrollar su historia.
No podemos titular esta crónica, por lo tanto, como «Sandra Barneda vuelve a su infancia y juventud». O quizás sí. Al fin y al cabo, lo que la autora describe son emociones, vivencias, recuerdos y cómo trata el tiempo los sueños y las ilusiones adolescentes. Es un paisaje del alma, por decirlo con una palabra que se repite en la novela. Y las playa, las olas, las cuevas y esos acantilados —que tienen un peso simbólico— no son tan distintos a los que ella conoció de niña.
El intenso día de la presentación de la novela de Sandra Barreda comenzó —para ella— con pequeñas entrevistas personales en el aeropuerto de Madrid y en el avión, para proseguir —bajo un cielo luminosamente azul— con ellas en los jardines de la apacible hostería de Arnuero. La autora apareció en el amplio balcón en el que se había escrito Un lugar que invita a quererse para saludar a los muchos periodistas y festejar el día. Tras la comida, tomamos unas bicicletas eléctricas para recorrer algunos de los escenarios de la novela: el faro de Ajo, que en los noventa no estaba pintado con esos colores tan vivos, y la Ojerada, una impresionante cueva que abre dos enormes ojos hacia el mar. «En aquel rincón, al fondo, fue donde Diego y Belén se besaron por primera vez, y en esta cueva la pandilla jugaba a la botella», confesaba Sandra Barneda sobre el terreno. «¿A la botella, aquí?» preguntó un impertinente periodista ante ese suelo descendente (hacia el mar), crispado de rocas puntiagudas. La ficción, no nos alarmemos, permite esas cosas.
Al atardecer, todos bajamos a la playa de Cuberris —la del principio de la novela—, pero no para contar olas, sino para brindar con cava y frutas silvestres por la novela, mientras la música suplantaba la cadencia del mar, y todos los periodistas —salvo uno que se fue a tocar el agua— se acercaban a las hogueras plantadas en la playa, en una escena que parecía envidiable. De ahí nos fuimos a una apetitosa cena, donde Sandra Barneda —sólo tuvo tiempo de probar el rodaballo— concedió sus dos últimas entrevistas, y fue entonces cuando descubrimos el rostro más sereno y la mirada más luminosa del día. Lástima que, entonces, no se dejara fotografiar.
Ignorábamos que Sandra Barneda fuese tan popular. Al abandonar aquel atardecer de lujo en la playa, unas adolescentes nos preguntaron si estábamos rodando un programa para televisión. Algo así como La playa de las tentaciones. Les informamos que simplemente era la presentación de una novela que sucedía en Ajo. «¿Aquí?» No se podían creer que en aquel pueblo pudiese ocurrir algo interesante, digno de que Sandra Barneda lo contara en una novela. No les dijimos que en cualquier lugar puede situarse cualquier historia, que será interesante si se sabe contar y tiene buenos personajes.
Quizás el salto de un escenario vivido a otro recreado sea para la autora como una coraza para protegerse de los aldabonazos de los recuerdos. Ya que, como bien bien dice el poema de Félix Grande: «donde fuiste feliz alguna vez no deberías volver: el tiempo habrá hecho ya sus destrozos…». Los protagonistas de esta novela, sin embargo, tienen que volver. Y lo han de hacer para cerrar antiguas heridas y ordenar todo aquello que los dejó a la intemperie y de lo que han intentado huir durante todo ese tiempo de separación.
Para cerrar esta crónica, queríamos apostar por algún verso del vitalista poema de Walt Witman que abre la novela. Le pedimos a Sandra Barneda que elija uno, pero ella se queda con el poema completo. Quizás se hubiera decidido por «Disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante. Vívela intensamente —algo que repitió en las entrevistas—, sin mediocridad». En esa misma línea, nosotros destacaríamos el último verso: «No permitas que la vida te pase sin que la vivas«.
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Autora: Sandra Barneda. Título: Las olas del tiempo perdido. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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