La medianoche no es el mejor momento para advertir una uña enterrada, pero el amor de madre no tiene horario. Nada más detectar el tranchete en la pata trasera de Ludovico, vuela mi correclusa por el estuche de belleza, extrae el cortauñas y me pone al frente de la encomienda. Lo cual es por supuesto un grave error, nadie en su sano juicio osaría confiarme su salud, pero tengo experiencia manicurando chuchos. Sé que es preciso hacerlo con mucho cuidado, sin cortar demasiado para evitar que sangre. Sé también que soy torpe y distraído, de modo que no bien tengo el pedazo de uña entre los dedos, descubro con horror que la he cortado casi toda, sin querer. Sé lo que estás pensando, Cuarentenario. “¿De qué le sirvió al perro que fuera sin querer?”.
Nadie está listo para ver correr la sangre. No es algo que te puedas tomar con calma, aun si en el fondo sabes que el problema es menor y la sangre quizá no sea tanta. Pero escurre y salpica y brilla acá y allá, mientras realizo esfuerzos simultáneos por domar y tranquilizar a Ludovico, que amén de adolorido está aterrado y sacude su pata sanguinolenta como una hélice en mitad de la recámara. ¿Cómo haces, en principio, para tumbar a un perro de cuarenta kilos que es más fuerte que tú y convencerlo de que se deje alzar la pata, a ver si así ya deja de sangrar? Imbécil, me regaño en silencio, bruto, estúpido, bueno para nada, más o menos el mismo catálogo de insultos con que mi madre se flagelaba sola, siempre que le tocaba perderse el respeto.
Pocos empeños son tan improductivos como el de forcejear con Ludovico. Lo que es al tú por tú, nunca vas a ganarle. Y menos todavía si su histeria y la tuya se corresponden. Toda esta información es transmitida por mi correclusa en una sola mirada de angustia, tras lo cual doy un salto hacia atrás y dejo que se abracen como novios. Dos minutos más tarde, se ha dejado tender sobre la alfombra. ¿Qué se hace en estos casos? No tenemos idea. Ni alcohol. Ni son horas de llamar a quien sea.
Han pasado las dos de la mañana cuando mi correclusa confirma que las gotas de sangre se detuvieron, ante el empuje de un precario esparadrapo. Insisto en que no es mucha, aunque sí aparatosa. Escenas como la que tengo aquí delante suelen verse bordeadas de cinta amarilla. Me digo que en algún lugar del mundo tiene que haber ahora otra pareja limpiando sangre en la escena de un crimen. Muy callados, tal vez, como nosotros. ¿En qué momento entramos en personaje? No sé, no me di cuenta. Miro a mi correclusa cepillar la alfombra y no sé qué decirle, como no sean los raudos monosílabos que nos vamos lanzando sobre la marcha. Menos mal que no hay nada que enterrar.
En unas pocas horas Ludovico habrá vuelto a ser el de siempre. En cuanto a nosotros, no estaría tan seguro. Esto de haber limpiado sangre juntos nos ha quitado el sueño un largo rato. Transcurre en mi cabeza una novela negra empapada en hemoglobina, cloro y detergente. ¿Cómo sabes si queda algún rastro de ADN? ¿Cómo lo borrarías, dado el caso? Cuatro de la mañana. Maldita sea mi leche, diría mi papá. Y tú di, por favor, Cuarentenario, qué horas son éstas de ponerse a trabajar.
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