La recuerdo como una guardia de viernes tranquila, de esas en las que por la tarde uno está pensando «espero que no se concentre todo para la noche». Por eso, que me llamara un residente de primer año desde la puerta de urgencias para revisar un enfermo sobre el que tan solo me había proporcionado datos confusos no me resultó tan molesto como en otras ocasiones. Bajé hasta el box de urgencias y escuché lo que el MIR tenía que contarme. Lo hizo delante de la paciente, Dª. María, una mujer de sesenta y muchos años, perfectamente vestida, pintada y peinada, que sentada en una silla de ruedas de hospital escuchaba como mi colega más joven me comentaba su caso:
Me acerqué a Dª. María, que me sonrío desde su silla.
—Por favor, señora, dígame usted con sus palabras qué le ocurre.
—Hijo mío, yo creo que me ha pasado lo mismo que a Sansón, el de la Biblia. Esta mañana fui a la peluquería, (era evidente incluso para mí que así había ocurrido, por el peinado tan impecable de la señora), me senté en el sillón y pedí que me cortaran un poco el pelo, lo tiñeran y me hicieran la permanente. Este fin de semana es la comunión de mi nieta mayor y quiero estar guapa para la ocasión. La peluquera tardó mucho; es una chica muy meticulosa, me peina desde hace varios años, pero hay que reconocer que es muy lenta. Estuve más de tres horas sentada en esa silla y cuando fui a levantarme tuvieron que ayudarme para no caer. Mi marido me recogió con el coche, he comido en casa, pero sigo sin poder caminar… doctor, ¿qué me pasa? ¿podré ir a la Comunión de mi nieta mañana?
Me acerqué a Dª. María y saqué el martillo de reflejos. Unos pequeños golpes a nivel pectoral, en la flexura del codo y la muñeca me permitieron saber que al menos los de las extremidades superiores estaban aún allí conmigo. Pero el mismo golpecito ejercido sobre el tendón rotuliano y los aquíleos no provocó ningún movimiento de las piernas. Pedí a la paciente que intentara darme una patada desde su silla, y la paré sin demasiado esfuerzo con mi mano. Luego le dije que tocara la punta de mi dedo con sus índices, y acertó sin problemas, que persiguiera mi bolígrafo con su mirada, y lo hizo perfectamente. Puse a María en pie a continuación, y se levantó de la silla con apenas ayuda. Pero cuando le dije que echara a caminar comenzó a hacerlo de una manera titubeante, muy parecida a la marcha que tendría en cualquier muelle un viejo lobo de mar español recién bajado de su barco tras cuatro meses de singladura.
—¡Pare un momento, Dª. María! Junte las piernas y cierre los ojos, por favor. Allí estaba Romberg para recordarnos su signo: María caía hacia atrás en cuanto cerraba los ojos, porque su sistema neurológico de control de la posición fallaba.
—María, dígame, tiene sensación de hormigueo en manos o pies.
—Sí, hijo, en los pies. Pensé que tantas horas en la silla de la peluquería me habían dormido las piernas, pero ha pasado mucho tiempo y sigo igual… ¿Ya sabe qué me sucede, doctor? ¿Esto es lo que tuvo Sansón el filisteo?
—Sí, María, creo que ya sé lo que le ocurre. Y Sansón no era filisteo, aunque sí lo era Dalila, que fue quien le cortó el pelo. No estoy seguro de lo que le pasó a Sansón, pero creo que usted tiene el mismo padecimiento que afectó al presidente de los Estados Unidos, Roosevelt. Seguramente no sabe quién fue, porque murió hace ya muchos años, pero cualquier norteamericano lo conoce porque fue quien guió a su país durante la Segunda Guerra Mundial.
—Dice que ese señor murió doctor… pues vaya ánimos me da…
—No se preocupe doña María, porque Roosevelt murió muchos años después y de otra cosa diferente. Además, entonces sus médicos no supieron qué le pasaba ni había tratamiento para su enfermedad. Ahora las cosas son diferentes. Pero le voy a dar una mala noticia, la debilidad que afecta a sus piernas tiene que ver con los nervios que corren por ellas, y más tarde o más temprano llegará también a afectar a los brazos, aunque probablemente lo haga de una manera más leve. Tengo que ingresarla, doña María, y me temo que no podrá ir a la comunión de su nieta. Pero espero poder devolverla a casa en mejores condiciones de lo que ahora está dentro de unos días. Seguro que tiene más nietos y vendrán más comuniones.
—Pero ¿qué tengo entonces doctor?
—Bueno, voy a analizar su líquido cefalorraquídeo y después probablemente le diré con certeza que tiene el síndrome de Guillain-Barré.
—Que nombre más raro… ¿eso qué es?
—Luego se lo cuento, doña María, que es un poco largo de explicar. ¿Ha tenido diarrea recientemente?
—Pues ya que lo pregunta, sí, hasta anteayer mismo tuve una colitis muy molesta. Llegué a pensar que esa colitis no me dejaría ir a la Comunión.
—Bueno, más o menos acertó doña María. Espere, que le haré los papeles y subirá a una planta hospitalaria. De aquí un rato voy a verla y analizamos el líquido cefalorraquídeo
—Pero entonces, le pido o no le pido un TAC, dijo el residente de urgencias
—Un TAC… ¿de dónde, querido colega? Esta paciente tiene una enfermedad autoinmune que afecta al sistema nervioso periférico y no la vamos a ver en ninguna tomografía axial. Serán las proteínas aumentadas de su líquido cefalorraquídeo y la velocidad enlentecida en sus nervios periféricos cuando mañana la miremos por electromiografía las que nos den la clave diagnóstica.
—¿Y es necesario ingresarla?
—Te aseguro que sí. A estas edades el síndrome de Guillain-Barré suele progresar, y no descarto que en tres o cuatro días la paciente haya perdido la fuerza de manera muy relevante en las cuatro extremidades. Intentaremos modificar el curso de la enfermedad aplicando tratamientos inmunomoduladores, pero eso ya después lo estudias en el Uptodate. Que tengáis buena guardia, yo me subo a la planta con la paciente….
Aunque tiene formas de presentación muy diversas, que en ocasiones consiguen desorientar incluso al especialista más avezado, la fenomenología clásica del síndrome de Guillain-Barré es una parálisis progresiva que se inicia por las partes más distales de las extremidades y que avanza los siguientes días hasta postrar al paciente en una inmovilidad a veces completa, sin que existan signos de afectación del sistema nervioso central, ya que la parálisis es debida al mal funcionamiento de los nervios periféricos. El origen de la enfermedad es autoinmune, debido a la producción por parte del paciente de unos anticuerpos que atacan a los componentes mielínicos y axonales de dichos nervios y sus raíces. Es probable que sea una infección, muchas veces una diarrea bacteriana, la que desencadene una respuesta inmune exagerada en el paciente, que después de controlar la infección siga activa y atacando a los nervios periféricos por error.
Las primeras descripciones de la enfermedad se hicieron en el frente del Somme, en la Primera Guerra Mundial, por parte de los médicos de guerra franceses Georges Guillain, Jean Barré y André Strohl (este último por motivos difíciles de entender ha desaparecido del nombre más aceptado de la enfermedad), quienes publicaron sus hallazgos en el año 1916. Muchos de los soldados afectados, víctimas de la vida en las trincheras, habían tenido antecedentes diarreicos.
Pero entonces la difusión de la ciencia médica era mucho más lenta y difícil que en la actualidad, y al otro lado del Atlántico no conocían la patología. Quizá por ello muchos expertos, entre ellos el neurólogo español José Berciano sostienen que la enfermedad que en 1921 afectó al líder político americano Franklin Delano Roosevelt, quien luego sería presidente de los Estados Unidos, fue precisamente el síndrome de Guillain-Barré. Roosevelt quedó desde entonces impedido para caminar, y en silla de ruedas aparece en muchas de sus fotos icónicas, pero los mejores médicos de Estados Unidos diagnosticaron en él un ataque agudo de poliomielitis, enfermedad que sigue figurando en su biografía oficial, pese a que este diagnóstico, si se me permite apuntarlo hoy, era improbable dado el intenso dolor neuropático que sufrió Roosevelt durante el curso precoz de su enfermedad, típico de algunas formas de Guillain-Barré, pero excepcionalmente raro en la poliomielitis. Pero para quien no conoce el síndrome, intuir que una patología así pueda existir es realmente difícil. Por eso Guillain, Barré y Strohl debieron ser clínicos brillantes, porque solo así se explica que aventuraran una nueva enfermedad y, sobre todo, que lo hicieran en mitad del infierno que supuso la batalla del Somme, sin dejarse llevar por la impresión —imagino que fue su primera suposición— de que los soldados afectados simulaban su padecimiento simplemente porque no querían moverse para no tener que volver al frente. Algo que no extraña, porque la Batalla del Somme, que fue descrita por el Príncipe Ruperto de Baviera como la tumba de barro de la vieja infantería alemana, es probablemente el peor ejemplo de lo que puede esperar a un soldado en el frente, y no en vano en los países que la hicieron, la Primera Guerra Mundial sigue siendo conocida como la Gran Guerra, por delante de la posterior, la Segunda Guerra Mundial.
La Batalla del Somme comenzó el 1 de julio del año 1916. En aquellos momentos se desarrollaba la Batalla de Verdún, y los ejércitos franceses estaban muy presionados por los alemanes, por lo que solicitaron a sus aliados británicos que aliviaran su precaria situación abriendo un nuevo frente en el Somme. Así, el Alto Mando británico diseñó un ataque masivo sobre esta zona de la Picardía francesa.
El primer día de batalla los ingleses sufrieron 57.000 bajas, 20.000 de ellas muertes inmediatas en combate. Las ametralladoras alemanas cubrían todo el frente y en las repetidas oleadas de ofensiva anglo-francesa morían centenares de hombres por minuto. Miles de soldados quedaron enganchados en las alambradas, y como era imposible recogerlos, allí permanecían hasta que el calor del verano los pudría y sus restos se desintegraban. Pero los cadáveres que conseguían enterrar sus compañeros tampoco se mantenían bajo tierra mucho tiempo, porque en cuanto empezaba un contraataque las explosiones los sacaban de nuevo a la superficie. Los prados, los bosques, los pueblos de la zona quedaron transformados en un lodazal de cientos de kilómetros de largo, donde era posible encontrar restos humanos y de material bélico esparcidos entre el barro. A pocos metros de las trincheras, pequeñas nubes negras flotaban repartidas erráticamente sobre los campos, y cuando los soldados se acercaban podían oír el zumbido de millones de moscas que pastaban sobre los cadáveres. Este escenario dantesco y la batalla se prolongaron hasta el día 8 de noviembre, y durante su transcurso fallecieron trescientos mil soldados y hubo un millón de bajas en ambos bandos. Al finalizar, el objetivo alcanzado por los británicos había sido adelantar nueve kilómetros su línea de trincheras.
Tenemos tendencia a pensar que en el mundo todo va peor cada vez, pero al fin y al cabo es solo un recurso de nuestro cerebro para de alguna manera obligarnos a trabajar más y mejor. Esta rebeldía cerebral es probablemente uno de los motivos del éxito de nuestra especie. Pero no está de más recordar la Historia para darse cuenta de que, por fortuna, en el siglo XXI, a diferencia de hace solo poco más de cien años, los médicos conocemos perfectamente el síndrome de Guillain-Barré, sabemos su etiología, su fisiopatología y hemos aislado en sangre gran parte de los anticuerpos que lo producen, e incluso desarrollado tratamientos que impiden su progresión y pueden permitir que nuestras doñas Marías disfruten en el futuro de las comuniones de sus nietos.
Pero además y, sobre todo, los europeos hemos aprendido a vivir en paz, y, con lamentables excepciones que vienen casi siempre del extremo oriental, ya no existen líneas de trincheras que dividan en dos el continente, ni está la mayor parte de nuestra juventud ocupada en intentar aniquilar a la otra mitad, ni nuestros mejores químicos e ingenieros dedicando sus más brillantes esfuerzos en diseñar armas o túneles pensados para destruir al ser humano.
Conocer la Historia es necesario, imprescindible, y su enseñanza veraz una obligación de los Estados modernos. Esto último, especialmente en España, sigue siendo bastante mejorable. Por ello, y por si los responsables políticos no se ocupan del asunto, animen a sus hijos a aprender Historia. Les harán más libres y más felices.
A ver, Tomás, es la primera vez que te leo y me he quedado gratamente sorprendido. Yo sabía lo de la supuesta polio de Roosevelt y me he quedado sorprendido con la historia que cuentas. ¡Un Guillain-Barre! ¡Tócate los h****s! como diría un eminente oncólogo del Hospital de la Candelaria en Tenerife. En fin, una delicia leer esta crónica. La próxima nos cuentas acerca de Von Economo y su encefalitis letárgica y ya eres un amigo para siempre!
Tengo un buen ramillete de casos que contar, pero todos son de experiencia personal…. Así que me temo que aunque ya talludito la encefalitis de Von Ecónomo me queda un poco larga… Pero alguno de postcovid se le puede parecer, lo mismo te doy una alegría.
Hermoso, una especie de Sacks en nuestras letras.
Mas que una crónica es una forma de dialogo que le hace pensar que se trata de una escena dentro de una novela, fluye de una manera agradable y te deja en ascuas cuando hace el salto, sin previo aviso, dando paso a la explicación histórica y científica. Me quede hasta el final….puede hacer parte de tu futura novela.
Bendiciones.