Ramón María del Valle-Inclán, afilado en su acercamiento a la salvación del alma, relata el camino de sanación de una mujer sobre la que se murmura: los demonios están en su cuerpo, sólo Santa Baya de Cristamilde podría devolverla a la paz cristiana.
Santa Baya de Cristamilde, un cuento de Ramón María del Valle-Inclán
I
Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidiose en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristamilde. Fuimos dándole escolta yo y un criado viejo. Salimos a la media tarde para llegar a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas.
II
Santa Baya de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden a su fiesta muchos devotos. Por veces a lo largo de la vereda, hállase un mendigo que camina arrastrándose, con las canillas echadas a la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros vigilantes en los pajares. Sale la luna y el mochuelo canta escondido en un castañar. Cuando comenzamos a subir el monte es noche cerrada, y el criado, para arredrar a los lobos, enciende un farol. Delante va una caravana de mendigos: se oyen sus voces burlonas y descreídas: como cordón de orugas se arrastran a lo largo del camino. Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno. Van por el mundo sacudiendo vengativos su miseria y rascando su podre a la puerta del rico avariento: una mujer da el pecho a su niño, cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico: en las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras van dos monstruos: las cabezas son deformes, las manos palmípedas.
Al descender del monte, el camino se convierte en un vasto arenal de áspera y crujiente arena. El mar se estrella en las restingas, y de tiempo en tiempo una ola gigante pasa sobre el lomo deforme de los peñascos que la resaca deja en seco: el mar vuelve a retirarse bramando, y allá en el confín vuelve a erguirse negro y apocalíptico, crestado de vellones blancos: guarda en su flujo el ritmo potente y misterioso del mundo. La caravana de mendigos descansa a lo largo del arenal. Las endemoniadas lanzan gritos estridentes al subir la loma donde está la ermita y cuajan espuma sus bocas blasfemas: los devotos aldeanos que las conducen tienen que arrastrarlas. Bajo el cielo anubarrado y sin luna, graznan las gaviotas. Son las doce de la noche y comienza la misa. Las endemoniadas gritan retorciéndose:
—¡Santa tiñosa, arráncale los ojos al abad!
Y con el cabello desmadejado y los ojos saltantes, pugnan por ir hacia el altar. A los aldeanos más fornidos les cuesta trabajo sujetarlas: las endemoniadas jadean roncas, con los corpiños rasgados, mostrando la carne lívida de los hombros y de los senos: entre sus dedos quedan enredados manojos de cabellos. Los gritos sacrílegos no cesan durante toda la misa:
—¡Santa Baya, tienes un can rabioso que te visita en la cama!
Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Las endemoniadas, enfrente de las olas, aúllan y se resisten enterrando los pies en la arena. El lienzo que las cubre cae, y su lívida desnudez surge como un gran pecado legendario, calenturiento y triste. La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. La ola se retira dejando en seco las peñas, y allá en el confín vuelve a encresparse cavernosa y rugiente. Son sus embates como las tentaciones de Satanás contra los santos. Sobre la capilla vuelan graznando las gaviotas, y un niño, agarrado a la cadena, hace sonar el esquilón. La santa sale en sus andas procesionales, y el manto bordado de oro, y la corona de reina, y las ajorcas de muradana resplandecen bajo las estrellas. Prestes y monagos recitan gravemente sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman blasfemas:
¡Santa tiñosa!
¡Santa rabuda!
¡Santa salida!
¡Santa preñada!
Los aldeanos, arrodillados en la playa, cuentan las olas: son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del infierno: ¡son siete como los pecados del mundo!
III
Al amanecer volvimos a tomar el camino ya de retorno. Oíase lejano el canto de otros romeros que iban por los atajos. Mi tía no daba tregua a los suspiros, unos suspiros largos y penetrantes de vieja histérica. Murió a pocos días tan cristiana, que sus sobrinas todavía recuerdan edificadas el milagro.
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