Son las diez de la mañana de un lunes. Santi Balmes está a punto de comenzar la conversación cuando sufre un mareo repentino. Mientras se recompone, acepta un café y sonríe con resignación. Luego de examinar el paquete de cigarrillos que lleva en la mano, emite un diagnóstico. “Ha sido el tabaco, seguro”, exclama trepado a un taburete, un mueble desaconsejable para el vértigo. ¿Se marea usted con un Lucky?, pregunta quien lo observa. “Y eso que éste —señala la cajetilla— no lleva todos los aditivos que normalmente tiene el tabaco”. Quizá sea muy temprano para fumar. “Quizá”, repite Balmes, aún verdoso.
El front-man de Love of Lesbian viste una camisa de cuadros y vaqueros. Resulta extraño ver fuera del escenario al hombre cuyos discos Maniobras de escapismo, Cuentos chinos para niños del Japón o El poeta Halley le han valido un lugar de honor en la música indie española. Algo en sus ojos delata una simpatía del tipo Peter Pan. Esa gente que, aún pasados los cuarenta, lleva un baby colgado de su propia biografía. Intérprete y letrista de canciones que empaquetan la vida de gente a la que no él conoce y que probablemente nunca llegará a conocer, a Santi Balmes (1970) lo recorre una electricidad extraña e imprevisible, ésa que comparten los artefactos explosivos y los niños. Nunca se sabe cuándo pueden estallar.
Balmes no consigue estar quieto. Mira, ríe, pestañea. Cualquiera diría que está a punto de echar a correr. Y sin embargo no lo hace, entre otras cosas porque no puede. Tiene una agenda de prensa que cumplir (y no cualquiera). Ha escrito una novela y toca promocionarla. No es el primer libro que escribe Santi Balmes. Ya ha publicado el volumen para niños Yo mataré monstruos por ti; la novela de humor ¿Por qué me comprasteis un walkie-talkie si era hijo único?, y los relatos infantiles La doble vida de las hadas. También el poemario Canción de bruma, la versión previa de lo que desarrolla ahora en El hambre invisible (Planeta), un libro que pretende ser una novela, aunque en realidad se comporta como unas memorias o un ejercicio de psicoanálisis.
En El hambre invisible todo comienza con un accidente. La caída de la cuerda floja que sufre en pleno número Román Spinelli, alias el Equilibrista, el personaje que se inventa Santi Balmes para contar su vida de músico, poeta y canalla. Un ser derribado por sus propias exigencias y las del público que le pide más y más entrega, mientras él, inmóvil en el suelo, intenta averiguar si está vivo o muerto. Liberado de lo que parecía una muerte segura, Spinelli decide redimirse y acudir en busca de Edith, su musa y amante, una mujer que acaba de abandonarlo y a la que él transforma en una especie de Eurídice que jalona la trama.
El hambre invisible, el libro del que Balmes habla en esta entrevista, ofrece los atributos del letrista —tiene momentos líricos afortunados—. Es caótico y excesivo. A ratos hiperbólico y narcisista, aunque no por ello falto de fogonazos de belleza. ¿Qué es, entonces, este libro de Balmes? ¿Una canción en bucle? ¿Una autobiografía? ¿Una novela? ¿El viaje a los infiernos de sí mismo? Esas son algunas de las preguntas a las que el artista contesta —a veces sí, a veces no— en esta conversación.
Embarcado en la nave de su propia vida, Román Spinelli (en realidad, Balmes), viaja a Bruma, una ciudad que sólo existe en la psique del protagonista y que este recorrerá para encontrar a Edith. En ese viaje se topa por lo menos con una docena de alter egos, elaboraciones del poeta Virgilio que el autor utiliza como símbolos de la juventud, la inocencia, la culpa o la rabia, pero también de la vocación artística, la poesía, el impulso sexual y el aburguesamiento. Bruma amplifica el imaginario autobiográfico que Balmes ya abocetaba en su primera novela ¿Por qué me comprasteis un walkie-talkie si era hijo único? y más claramente en su poemario Canción de bruma. Un elemento determinará todo cuanto ocurre en estas páginas: el Hambre Invisible, una capacidad infinita de desear, que está conectada con la sensibilidad poética, la autodestrucción y la culpa.
De estos asuntos habla Santi Balmes esta mañana. El compositor y vocalista de Love of Lesbian se pone a veces grandilocuente. Se refiere a sí mismo en tercera persona, como si fuera un personaje y no el hombre de cuarenta y tantos que atiende una agenda de prensa para glosar sus propias obcecaciones. Aunque hay algo de circo en su forma de hablar, existe en él un goteo involuntario de espontaneidad. Será porque a esta hora de la mañana aún es de noche en alguno de los hemisferios de su cabeza —eso dice él— o porque Balmes, queriéndolo o no, a veces olvida que no tiene entre las manos un micrófono. Sea como sea, el hombre no se está quieto. Mira a un lado; luego al otro. Coquetea consigo mismo, mientras se recupera del vértigo que ocasionan los cigarrillos muy temprano en la mañana.
—A ver…
—¿Qué mierda has hecho? ¿Es eso lo que vas a preguntar, no? —dice, riéndose.
—No exactamente, pero ya que me lo pone tan fácil…
—Ajá —vuelve a interrumpir.
—¿Esto es un poema épico, una canción de quinientas páginas o una introspección psicoanalítica?
—Te diría que una introspección psicoanalítica, un ensayo interior. Tiene que ver con la poesía, pero más que eso, es una obligación moral. Tenía que escribir este libro en este momento en mi vida. No seguí las pautas al uso, ni mucho menos. Aunque tampoco he seguido jamás las pautas de lo que un libro o un disco deberían ser. Sigo en la línea de mis estilos bastardos. Esto es casi una epopeya.
—A mitad de camino entre Virgilio y Peter Pan. ¿Con qué nos quedamos?
—El infierno de Dante está reactualizado. La diferencia es que estoy en el infierno y, al mismo tiempo, en barrios que son paradisiacos. Es como el personaje del equilibrista: se mueve en distintos mundos.
—Esta novela es una hidra de sí mismo. Tiene más de una decena de alter egos. ¿Tan mal lo lleva?
—No —Santi Balmes vuelve a moverse, como si la silla tuviese resortes, y sonríe—. Quizá el éxito te pueda llevar a una sensación de impunidad hasta cierto punto peligrosa. Te preguntas por qué estás haciendo lo que haces. ¿Eres fiel al sueño del chaval de quince años, o deberías reactualizarlo e ir a lo que la persona de 40 necesita en estos momentos? Al final, acabas siendo esclavo de tu vocación.
—El hambre invisible se mueve entre dos pulsiones: crear y destruir. ¿Se le fue de las manos?
—Sí que me costó, pero tenía que ser fiel al título. En el fondo, acabamos obrando en función de pulsiones muy primarias. Todo lo que nos da la sensación de ser una decisión racional es química. Creemos que llevamos las riendas, y no es así. Cuando alguien experimenta un ataque de ansiedad o una bajada de serotonina te das cuenta de que lo que ves que un día es un desastre, dos días antes estaba controlado. Porque era pura química. Nos creemos auténticos, pero somos muñecos movidos por este tipo de pulsiones. El único personaje que intenta ponderar todo eso y mantener el control es el Equilibrista.
—La historia arranca con un accidente. El equilibrista se mueve en un alambre de espino entre el letrista y el poeta. ¿Realmente se necesita una novela para esto?
—Es caminar por la cuerda floja todo el rato escribir un libro así. A la derecha tienes el peligro de caer no en el error, sino en la tentación de plasmar un hecho objetivo.
—¿Tentación? Todo lo que cuenta es, más o menos, su biografía. ¡Es su vida!
—Pero escondida de una manera elegante.
—¿Escondida? Será sólo con un antifaz. Porque se le ve de cuerpo entero.
—Ya, pero no hay un hecho del tipo «ocurrió esto, sentí aquello, dije lo otro».
—¿Está seguro?
—Creo que si lo he utilizado he sido mucho más ligero de lo que podría haber sido. Podría haber sido mucho más catastrófico. Mucho más James Rhodes —ríe—. He intentado disimular. He cambiado fechas y cambiado el orden de los acontecimientos.
—Eso no es ficcionar. Así que esto en realidad son unas memorias.
—Sí, son memorias, pero de alguna manera alteradas, como podrían estarlo las historias en la Biblia.
—Hay cierto narcisismo y megalomanía en lo que ha dicho. ¿Lo sabe?
—Es que no dejas de ser un pequeño Dios cuando te subes a un escenario. Con lo que decías con respecto al peligro de la novela, pues sí. Sentí que me exponía demasiado. De hecho, desde que acabé el libro no he vuelto a escribir. Para mí este libro es conclusivo.
—Caramba.
—Sí.
—¿Sí qué?
—El hambre invisible traza una especie de triángulo. El primer vértice está en Canción de bruma, un libro poético, y el otro vértice es el disco de Love of Lesbian El poeta Halley. Es una especie de trilogía que he abordado desde diversos ámbitos y… ¿sabes? Ya basta. Para mí, ya basta. Este ejercicio ha sido muy doloroso.
—Detrás de esto hay un trabajo de psicoanálisis. Incluso hasta diría que su psicoanalista era jungiano.
—Puede ser…
—Ya sabe, esa gente que lo pone a uno a escribir en lugar de resolver problemas. Aquí hay una vivencia de psicoterapia.
—Durante año y medio fui a un psicólogo, pero llegó un momento en el que sentí que ya había llegado al lugar que buscaba, así que dejé de ir. Ahora pienso que debí de haber llamado, pero ¿quién llama a un psicólogo para decir que no va a volver? Simplemente no vuelves. Te despides a la francesa.
—A la francesa, ya.
—Sí, como un affaire, como cuando compartes cama y luego desapareces. Pues yo desaparecí y comencé a escribir esto. Lo hice a partir de aquellos diarios del chaval de 19 años. A partir de esos diarios, comencé a actualizarlo todo. Readapté lo que escribía ese chaval —habla de sí mismo en tercera persona, acaso ya acostumbrado a la membrana en la que viven, juntos, la persona y su personaje—, y lo mezclé con lo que escribía el chaval con treinta, que era el Román Libid, y de ahí en adelante llegué al Román Bourgeois, que es el que te dice que no seas lo que entonces anhelabas y que ahora anhelas dejar de ser, porque todo cuanto ansías es una vida tranquila.
—Hay saboteadores. Por ejemplo, el Fiscal General de la Psique echa por tierra cualquier intento de liberación de su personaje.
—¿Sabes? Estoy muy de acuerdo con el tema de Jung. Hay un trabajo de búsqueda. Te digo… —hace una pausa y luego abre los ojos— que hacer esta entrevista a esta hora de la mañana se me está complicando.
—Si quiere, paramos.
—No. Es que hay constelaciones neuronales que se están activando en este momento. Un hemisferio está buscando al otro, que aún no está despierto.
—¿Todavía es de noche al otro lado de su cerebro?
—(Risas) ¡Sí, todavía es de noche! En este libro hay un trabajo de enorme aceptación. Y luego de pensar: «Lo vas a publicar». Hay, hasta cierto punto, pornografía. He intentado que sea bella. Cada personaje tiene una voz muy reconocible, aunque pasa por el filtro del Román escritor.
—Ese monstruo coral que usted se ha inventado, Román Spinelli, siente que su desgracia es el precio que ha de pagar por su genialidad, lo cual es francamente narcisista.
—No reniego del narcisismo. Hay un ejercicio del yo recurrente en este libro, y no estoy muy seguro de que eso pueda interesar a quien lo lea. Quizá las conclusiones a las que llegue pueden no salvar a nadie, pero sí que le pueden animar a diseñar su propio mapa psíquico de una ciudad. Hay un momento, creo que es Román Bourgeois, que dice: «Deberíamos comenzar con el sexo hasta que nos hartáramos del sexo y así hasta llegar a una etapa de darse a los demás». La última página de este libro para mí representa ese cambio. Es conclusivo en el sentido que supone dejar de ser tan ombliguista y comenzar a darse a los demás. Ya sé de dónde vienen mis problemas. Están resueltos a través de una terapia, que ha sido este libro, y que suponía darse cuenta de dónde viene este hambre invisible y ese sentimiento de culpa.
—El hecho de que lo haya escrito no significa que los problemas desaparezcan.
—Pero es un buen paso.
—La literatura no resuelve problemas.
—No lo hace, pero es un buen primer paso. Sentí un cierto alivio cuando acabé, porque todo el proceso que había comenzado con el psicoanálisis lo finiquité en una conclusión final. Ahora ya sé de dónde vienen mis conflictos, y eso me tranquiliza. Ya puedo mirar el cuadro desde una perspectiva, después de haberme alejado. Cuando lo observaba en un salón caótico no podía verlo, porque se estaba moviendo el piso. Todos tenemos alguna justificación. Por qué elegimos una profesión, por qué dejamos a esta pareja, seguimos en la perpetua búsqueda, pero ahora sé por qué y cómo empezó todo.
—Si pudiéramos escalar una canción y una novela, o el esfuerzo de dos horas de concierto y 42 capítulos de una novela, ¿qué sale?
—Es lo mismo que una canción. Suelo darlo todo. Y en ese sentido tiendo al exceso. Odio la racanería emocional. Percibo inmediatamente cuándo un grupo lo da todo en una canción o no. He visto conciertos de bandas muy arrogantes que luego en los camerinos muestran más entrega. Eso no lo entenderé jamás —hace una pausa—, pero en el fondo creo que quien crea hace las veces de médium, como cuando quedan desmayados en las películas. En todo proceso creativo se suele estar poseído, como si fueras mecanógrafo de otra cosa.
—Hay poetas y letristas que escribieron novelas, como Leonard Cohen. ¿Ha existido algún creador o un músico prestado a la literatura que lo influyese?
—Sí, pero no hasta el punto de considerarlo como una guía. Tanto yo como el resto de los miembros de la banda nos fijamos en Bowie, Leonard Cohen, Lou Reed e incluso lo que podría haber hecho Jim Morrison si no hubiese muerto.
—¿De dónde viene su relación con la literatura y la música?
—Soy una mezcla de mi padre y mi madre. Ella escuchaba música todo el día. Fue la que me inculcó la pasión por la melodía. Me llevaba a conciertos en el Palau de Barcelona. Me hacía apreciar desde una canción melódica hasta una ópera. No era capaz de apreciarlo, pero toda semilla que pongas en un niño germina tarde o temprano. Pueda o no entender esa ópera de tres horas, germina. Y mi padre leía mucho. Lee mucho —Balmes hace una pausa—. En cuarto de EGB hubo un profesor que provocó que varios alumnos hiciéramos clic. Era tal su pasión al hablarte de Max Aub o de Lorca que pensamos: Si este tío es tan feliz, es que esto le está dando mucho». Ningún profesor tenía aquella cara de pasión. Sólo él.
—¿Cuál es el recuerdo más temprano que tiene de la literatura?
—El recuerdo más temprano —hace una pausa—… creo que es… ¿tú te acuerdas de cuando no sabías leer?
—No.
—Yo recuerdo estar delante de un calendario de Walt Disney porque tenía un Mickey Mouse, no porque lo leyese. Recuerdo estar delante y no entender nada de esos símbolos y que los mayores interpretaban tan rápidamente. Me acuerdo de la frustración enorme que me ocasionaba no saber qué querían decir esos símbolos. Lo siguiente que recuerdo es un libro en catalán de ciencia ficción para niños que era precioso y que hizo que en todas las vacaciones, cuando viajábamos en coche, no mirara por la ventana, sino que tuviera los ojos fijos en el libro. Mientras nosotros estábamos en un viaje por Toledo, yo estaba leyendo en un libro sobre el viaje en el espacio. Era como un meta-viaje. Recuerdo a mis padres diciéndome lo que hoy sería «apaga el móvil», pero que entonces fue «cierra ese libro, te estás perdiendo del paisaje». Ya mayor, me llamó la atención Verlaine, y luego Rimbaud. Era demasiada información para un chaval de 17 años. Las letras de Jim Morrison también me llamaron la atención, encontré un discurso. Y luego me voló la cabeza Huxley. Debo decir que tampoco he sido un lector voraz
—En su novela Pink Floyd preside los momentos de melancolía. ¿Por qué?
—Es por un tema más biográfico. Tenía un grupo de amigos que escuchábamos mucho a Pink Floyd. Es un mensaje dirigido a esas cuatro personas. Teníamos doce años, y al escuchar a Pink Floyd ya estábamos melancólicos y no teníamos nada que echar de menos. Hay una frase que dice algo así como: ¿Escucho música pop porque estoy triste o estoy triste porque escucho música pop? El pop activa un resorte que acompaña cosas. Los acordes, el uso de los mayores, la figura geométrica que pueda llegar a generar una canción… Y Pink Floyd es un homenaje a esa situación. Escuchábamos Pink Floyd porque era la música de los hermanos mayores, nos hacía sentir especiales. Cuando estás buscando una diferenciación de los demás, todas estas cosas… Qué absurdo todo.
—¿Hay una burbuja inmobiliaria en la avenida de la Luz? Bruma es una ciudad inviable.
—Lo es. Por eso al final hay una sensación de que la avenida de la Luz se abre a los demás. Un lugar al que todos van sin esconderse.
—¿Qué ha hecho con todos los suvenires de usted mismo que ha comprado?
—Muchos están en formato canción. Así que puedo decir que les he dado una rentabilidad.
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