Residente nº1975-ESP Santi Fernández Patón
Los pecados de los padres los resolvía Ruth Rendell en la novela del mismo título mediante una treta sensacional: que no lo fueran. Santi Fernández Patón no puede recurrir a ella en Todo queda en casa y los dos hermanos protagonistas viven su juventud a la sombra de la corrupción socialista en la que se embarró su progenitor. ¿Cómo afronta esa mancha social el hijo de un corrupto conocido? Huidas, conversaciones, culpa a fuego lento y la España menos noble cuajan en un libro tan sincero que parece recitado al oído.
—Me ha sorprendido Todo queda en casa porque, aún sabiendo que tendría una intención de denuncia (no en vano ganó un premio con ese presupuesto en sus bases), el tono era sumamente cercano. Casi te diría que parecía autobiográfico, por la firmeza con la que avanzaba. En todo caso, ¿cómo hiciste coincidir por un lado el propósito de retratar la vida de los hijos de la corrupción polítca y ese tono tan sutil?
—Siempre que comienzo un libro me digo que voy a abordar un gran tema, tanto que incluso en mi cabeza lo veo en mayúsculas. En este caso era la corrupción política, ni más ni menos. Luego me aburro, también siempre, a veces tardo más páginas y a veces menos, pero descubro que lo que realmente me interesa es cómo afecta ese gran asunto a la vida real de las personas corrientes.
La corrupción se presta a tratamientos narrativos muy resultones, a ritmos hollywoodienses, a capítulos incluso cargados de glamour, como en una serie de Netflix, o a una espectacularización más propia de Ferreras dando paso al último chorizo del momento. Sin embargo, como en todo delito, en la corrupción hay victimarios, sí, pero también víctimas, que pueden quedar diluidos, pero que resulta que somos tú y yo, por ejemplo. Sus efectos, por mucho que se cuezan a fuego lento, acaban por afectarnos en nuestra vida cotidiana: desde el precio del alquiler de un piso hasta la relación, como en el caso de los personajes de la novela, con sus padres. Así que, puesto que no tengo la suficiente imaginación como para concebir por entero una historia antes de empezar escribirla, hago de la necesidad virtud, y en el primer párrafo lanzo ya el conflicto nuclear de la novela, en este caso un mensaje por Facebook a través del cual Irene encuentra a su hermano tras 16 años de ausencia de este. Me obligo de ese modo a tirar del hilo y desarrollar las causas de ese conflicto y los personajes involucrados en el mensaje, con la única idea de que ahora la corrupción solo figurará como telón de fondo. Lo importante debe ser, justamente, ese tono sutil que mencionabas, ese tono pegado a la carne de cada personaje, como me gusta imaginarlo.
Es, sin duda, lo que más me cuesta, y casi nunca me preguntan por ello, así que casi me ha emocionado que se trate de la primera pregunta. Sencillamente: escribo cada capítulo de corrido, y cuando lo he terminado, abro otro archivo y comienzo de nuevo. Es como si la primera versión me hubiera servido para conocer a los personajes y sus peripecias, y ahora, en vez de narrarlas, casi puedo dejar que fluyan solas. Algo así, ya te digo que no me preguntan por eso y no lo he tenido que explicar casi nunca.
—En esta misma sección apareció no hace mucho una novela de Agustín Márquez que parecía mostrar algunas similitudes con la tuya. Para empezar, esa mirada social y, entiendo, combativa y activista. En tu libro asoman aquí y allá menciones a tu experiencia (camuflada tras el personaje de Irene) en La invisible. En general ¿cómo crees que una novela puede cambiar el mundo o influir o dar a conocer un discurso? ¿Qué momento vive hoy día la novela social o de denuncia? Casi bastaría con que me dijeras cuántas novelas se presentaron al premio en el que participaste…
—Encuentro pocos parecidos entre mi novela y La última vez que fue ayer, esa belleza de Márquez a la que haces referencia. La suya tiene un aire más a lo Marsé, digamos, que no encuentro en la mía, además de otras diferencias de enfoque, tratamiento y estilo que no vienen al caso. Llevo media vida, en sentido literal, participando en movimientos sociales, como en La Invisible, que mencionas, y de manera más reciente en Málaga Ahora, una candidatura netamente ciudadana, lo mismo que la del personaje de Irene. Fue una de esas candidaturas borradas del mapa en las últimas elecciones municipales (una experiencia que, desde un prisma menos político que humano, acabo de repasar en un librito publicado en Traficantes de Sueños). Si mi novela ganó el Premio Auguste Dupin entre las más de 400 que se presentaron, supongo que se debe a que, en el fondo, no es una novela de denuncia, o una novela social, ni siquiera una novela ideológica, categorías con las que me siento incómodo y que rehuyo explícitamente.
A mis novelas las atraviesa ese viejo adagio de las feministas de los años setenta: lo personal es político, pero uno intenta hacer literatura, no panfletos, es decir, alberga la esperanza de que el lector ampliará su campo de mira, de que entrará en discusión con sus ideas previas o asentará algunas nuevas, de que se reconocerá en las contradicciones de los personajes, de que esos personajes resulten tan creíbles como la vida misma, y nos remuevan. La denuncia, lo social, lo ideológico, el discurso o, en definitiva, lo político, serán conclusiones, en todo caso, que extraiga cada lector.
—Se habla muchísimo de dinero en tu libro. Desde hace años, venía yo escuchando esa queja sobre la literatura, que no menciona casi nunca el dinero o en qué trabajan los personajes. No sé si eres consciente esta presencia dineraria abrumadora en tu texto.
—Plenamente. Somos de la misma quinta, así que seguro que recuerdas el famoso prólogo de Belén Gopegui en su novela La conquista del aire, en la que el dinero, precisamente, es el asunto central. Se quejaba ella de que en la narrativa española no se trabajaba, que los personajes vivían simplemente de levantarse cada mañana, que el dinero, en definitiva, era tratado como algo abstracto, que estaba ahí, no se sabía bien dónde ni cómo había llegado, y por alguna razón no configuraba a esos personajes. ¿Te imaginas una novela de Balzac sin dinero contante y sonante, sin todas esas cifras y cantidades que detallaba para entender la ansiedad de un personaje? Eso también se lo preguntaba Gopegui.
Mi trayectoria laboral ha sido paupérrima, con muchos años como teleoperador y unas cantidades cotizadas irrisorias. Eso que se llamó el precariado, ya ni siquiera clase trabajadora, me define bastante bien. ¿Puede un escritor que, como yo, aspire, con mayor o menor acierto, a iluminar algunas esquinas de su época omitir el dinero? No se me ocurre cómo, a no ser que aspire a pergeñar novelas de consumo fácil y centro comercial, que ni siquiera sé bien cómo se hacen.
—También, al leer tu libro, si me permites, en un sello que no conocía, pero editado muy gustosamente, he pensando, como en otras ocasiones con otros autores, que tu novela podría estar sin mayor desdoro en cualquier sello nacional de mayor distribución y prestigio ante los medios culturales. ¿Cómo vives o no vives, luchas o no luchas, ambiciones o no ambiciones publicar en uno u otro sello? Digamos: ese microcosmos asimismo muy competitivo que es el mundo editorial.
—Yo gané con mi novela Grietas la que a la postre fue la última edición del Premio Lengua de Trapo, con tan mala fortuna que la editorial cerró a los pocos meses. Todo queda en casa ha tenido un periplo de varios años por otros concursos y editoriales, pequeñas, medianas y grandes, que por diferentes motivos —si es que los especificaban— declinaban la publicación de la novela. No te oculto que fue bastante desesperante, porque evidentemente uno aspira a tener el mayor número de lectores posibles, y por tanto a publicar en algún sello de amplia proyección. No sé si a eso lo llamaría ambición, pero desde luego sí es un anhelo firme. Distrito 93 no fue una de esas editoriales por la sencilla razón de que aún no había nacido. A modo de lanzamiento convocó el Premio Auguste Dupin, y en cuanto vi las bases envié el manuscrito, que en estos años había sido pulido. Estoy muy agradecido de que un sello tan reciente haya querido dar sus primeros pasos con mi novela en un lugar destacado de su catálogo. Sé que no lo tienen fácil para que se les preste la atención que merecen, pero espero que entrevistas como esta sirvan para ello.
—Es muy apasionante, y un hallazgo del libro, el asunto que podemos calificar como «los pecados de nuestros padres». No te niego que leyéndolo me venía a la cabeza, sin motivo directo en realidad el hijo de Bárcenas. Es toda una losa ser hijo de alguien que ha hecho algo públicamente condenado e intolerable, y que siempre se te pueda asociar a algo que, en rigor, tú no has cometido.
—Hay un pasaje de La bestia humana, de Zola, que me encanta: viene a decir que en toda familia hay una grieta que heredamos. Y es verdad. Es una idea que permea toda mi novela y que, en lo que atañe a la historia, podemos reformular de esta manera paradójica: a veces somos culpables de actos en los que no tuvimos ninguna responsabilidad. Los protagonistas de Todo queda en casa eran unos niños (en el caso de Irene un bebé) cuando sus padres se sumaron al asalto al botín de los gobiernos del PSOE en los años noventa. Por tanto, no pudieron tener ninguna responsabilidad en los actos de corrupción política de sus mayores. No obstante, ya su propia posición social le debe algo a aquellas tropelías: es una idea presente en Jugadores de billar, la magnífica y exquisita novela de José Avello sobre los herederos del franquismo. Por si fuera poco, el narrador de Todo queda en casa descubrirá en qué medida llegó a ser cómplice involuntario de alguno de esos hechos por los que aborrece a su familia. Es decir, que sí, ahí está esa grieta hereditaria. La novela no es ni más ni menos que el encuentro de dos hermanos que, tras 16 años de separación, deben construir el modo de, quizás con demasiado retraso, enfrentarse a esa grieta, a esa culpa de la que no son responsables.
—Finalmente, la huida está muy presente en el libro, tanto la huida de España como la huida de la familia. ¿En qué medida te parece ahora mismo España en realidad un país digno de ser abandonado?
—Nos siguen gobernando los mismos progres… o sus herederos, no sé si eso responde a tu pregunta.
Extracto de Todo queda en familia
Me había dejado cortejar sin demasiados reparos cuando me ofrecieron mi puesto en el Ayuntamiento a una edad sorprendente. Evidentemente no era un cargo político, sino institucional, y ni siquiera me habían nombrado desde una concejalía. Era a mi jefe a quien habían propuesto, a través de la alcaldía, lo que él llamó un reto más estimulante que el de seguir dirigiendo el periódico provincial donde yo trabajaba, precisamente en la sección de política local. Él me llevó consigo, lo que en principio parecía un decisión arriesgada, puesto que conocía de sobra que mis inclinaciones políticas nada tenían que ver con el alcalde, el único que yo había conocido desde que vivía en Málaga. Me halagó, por no decir que me envaneció, que valorara hasta semejante punto mis aptitudes profesionales. Con apenas treinta años, y en un país abatido por la crisis económica, mi caso era una verdadera excepción entre los compañeros de carrera. Me había esforzado sin descanso después de haber llegado a una ciudad ajena, sin dinero, sin matrícula en la Facultad, sin contacto con mi familia y con una experiencia en el mundo periodístico que se reducía al reparto de diarios gratuitos.
Como por entonces aún no habría empleado el término «ensimismado», más adelante me pregunté si no habría también otro motivo para mi contratación. Por mucho que mi jefe conociera mis simpatías políticas, o electorales, también sabía que jamás se habían concretado en nada mínimamente comprometido o comprometedor. Yo no era un periodista señalado, y por eso mismo sí respetado entre todos los actores políticos de la ciudad. En otras palabras, me pregunté si mi jefe no habría valorado en mí otra cualidad: yo siempre sería el que rompiera los disquetes.
Todo queda en familia, pp. 122-123.
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