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Sarah Polley, cineasta y activista

Sarah Polley, cineasta y activista

Bernardo Soares, el heterónimo de Fernando Pessoa que suscribe el Libro del desasosiego, pertenece a una generación “que ha perdido la creencia en Dios por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué”. Considerando que Pessoa escribió El libro del desasosiego entre 1913 y 1935 y que Soares es su “semiheterónimo porque, no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad”, no es difícil concluir que se refiere a una generación que alcanzó la cumbre de su edad hace ahora cien años. “Y entonces —continúa Pessoa con el verbo de Soares—, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios”. Así, a medida que abundan en el tema, en su desasosiego, el eterno vecino del Chiado lisboeta y su semi otro yo escriben: “Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad”.

Yo, que no creo ni en Dios ni en la Humanidad, excusaré decir lo que me parecen sus nuevos paladines: los activistas, esos prosélitos hasta la vehemencia de cualquier causa. Hoy no vengo a escribir sobre esa Sarah Polley activista, esa de la que hablan todas sus noticias biográficas, tras reseñar su actividad cinematográfica, que perdió varios dientes al enfrentarse a la fuerza pública, con 17 años, en una manifestación contra los conservadores convocada en Toronto. En pleno siglo XXI, esos compromisos —que ya se vieron en la Joan Baez de hace 60 años y en tantas y tantas chicas de mi adolescencia— quedan más cerca de la bendición y la prebenda, del martirio, de la santidad incluso, que de los estigmas, las condenas y las maldiciones. Son cosas de buena chica, y a mí me gusta escribir sobre chicas malas, sobre aquellos que habitan o se mueven en los grandes espacios que hay a ambos lados de la multitud.

"Tuvo su mejor creación en la Sally Salt de la versión de Las aventuras del barón de Munchausen, pero donde cobró notoriedad fue en la pequeña pantalla"

Los paladines de las masas y las grandes causas ya tienen suficientes exégetas por doquier, donde quiera que vayan. Nunca hallarán en mí a uno más. El martirio —que viene a ser perder los dientes manifestándote contra “los fachas”— es un primer paso hacia la santidad; muy por el contrario, el olvido es cuanto aguarda a los malditos, a los condenados por la multitud.

Nacida en Toronto en 1979, Sarah Polley debutaba en el cine seis años después. Navidades mágicas (Philip Borsos, 1985), su primera película, fue una producción de la Disney rodada en Canadá. En sus secuencias, las audiencias descubrieron a la que habría de ser una prominente actriz infantil a ambos lados de las cataratas del Niágara.

"Polley declaró que la serie se estaba convirtiendo en algo demasiado estadounidense y la abandonó. En realidad, el desencuentro entre el estudio y la joven prodigio venía de antiguo"

Desde aquella primera cinta, su actividad cinematográfica fue continuada. Tuvo su mejor creación en la Sally Salt de la versión de Las aventuras del barón de Munchausen (Terry Gilliam, 1988). Pero donde cobró notoriedad fue en la pequeña pantalla. Protagonista de series como Ramona (Randy Bradshaw, 1988-1989), basada en historias tan edificantes para los pequeños como las contadas en sus cuentos por Beverly Cleary —celebrada autora infantil en 20 idiomas—, fue también una de las principales intérpretes de Camino a Avonlea (Fiona McHugh, 1990-1996). Esta última, sobre los relatos de Lucy Maud Montgomery, fue la que le proporcionó a la joven Polley la independencia económica. Así las cosas, siendo aún menor —15 primaveras— decidió irse a vivir con su amor de entonces: un sujeto 20 años mayor.

Seguro que a la Disney, que había adquirido los derechos de emisión de Camino a Avonlea, no le hizo ninguna gracia que ese talento temprano de la interpretación que era esa adolescente en la que habían puesto tantas esperanzas se “amancebase” —estimarían ellos— con un hombre que perfectamente podría haber sido su padre. Por su parte, Polley declaró que la serie se estaba convirtiendo en algo demasiado estadounidense y la abandonó. En realidad, el desencuentro entre el estudio y la joven prodigio venía de antiguo. Ella sólo tenía 12 abriles, los ánimos aún estaban encendidos por la Primera Guerra del Golfo, cuando, en contra de lo indicado ex profeso por los responsables del estudio, se presentó luciendo un signo de la paz en unos premios infantiles entregados en Washington.

"Ella demostró ser lo suficientemente adulta como para abandonar ese cine tan comercial como falto de interés para cualquiera que busque en una película algo más que una mera distracción"

Lo mío fue el pacifismo de esas hippies de los años 70 que inauguraron mi educación sentimental. No me interesa la causa de la entonces joven Polley. Ni entro ni salgo en grandezas como la paz mundial, la bondad infinita de los pobres o la inocencia inmaculada de los niños; me interesa el efecto: la Disney la estigmatizó por aquel signo de la paz. Sarah Polley se convirtió así en un precedente de Miley Cyrus y su ruptura con la casita de Mickey Mouse, que podríamos decir. Esa Sarah Polley es la que me interesa.

De una u otra manera, todos los niños prodigio, apenas cambian la voz, se convierten en unos desequilibrados. Lo más frecuente es que se alcen contra sus padres, que hicieron de ellos su gallina de los huevos de oro. Recuérdese a Macaulay Culkin o a Britney Spears.

Muy por el contrario, Polley demostró una madurez insospechada. Tanto fue así que, cuando cualquiera hubiera empezado a protagonizar esas comedias románticas que tanto gustan en la cartelera comercial, ella demostró ser lo suficientemente adulta —aunque aún no tuviera ni 20 años— como para abandonar ese cine tan comercial como falto de interés para cualquiera que busque en una película algo más que una mera distracción.

"Habría de ser la española Isabel Coixet quien concibiese algunos de los papeles más destacados en la filmografía de Sarah Polley. El primero fue la Ann de Mi vida sin mí; el segundo, la Hanna de La vida secreta de las palabras"

A este respecto, su encuentro con Atom Egoyan, uno de los realizadores más sugerentes de la pantalla canadiense de los años 90, fue muy significativo. Su primera colaboración se produjo en Exotica (1994), una obra maestra en torno a un local de striptease, un inspector de hacienda y una stripper —Christina (Mia Kirshner)—, quien se desnuda todas las noches para deleite de la clientela del Exotica —el local que da título al filme— mientras su antiguo novio pone la música y aporrea a quienes no se conforman con mirarla.

Después llegó El dulce porvenir (1997), una polifonía sobre el siniestro de un autobús escolar, en la que Polley se alza como protagonista absoluta. Distinguida en Cannes con el Grand Prix del jurado, algunos críticos fueron a ver en ella una especie de reinterpretación de El flautista de Hamelín. Pero nadie puso en duda que el personaje de Polley (Nicole Burnell) era el que se alzaba como voz de la conciencia de esa comunidad rural, protagonista de la polifonía, que había perdido a sus hijos en el accidente del autobús. Muy en la línea, ciertamente, de la Polley activista.

Convertida así en una de las grandes actrices del cine de autor canadiense, David Cronenberg la incluyó en el reparto de eXistenZ (1999), su extraña fantasía sobre los videojuegos. Al otro lado de las cataratas del Niágara, Hal Hartley la contrató para protagonizar No Such Thing (2001), un interesante acercamiento al cine de terror desde una nueva perspectiva. Para entonces, en el Reino Unido, Michael Winterbottom ya le había confiado el personaje de Hope Dillon en El perdón (2000).

"Entre los siguientes títulos de la Polley actriz, hubo cintas como Llamando a las puertas del cielo o Splice: experimento mortal, una vuelta a la pantalla canadiense que resultó ser una de las películas más escabrosas y sugerentes de su tiempo"

Pero habría de ser la española Isabel Coixet quien concibiese algunos de los papeles más destacados en la filmografía de Sarah Polley. El primero fue la Ann de Mi vida sin mí (2003); el segundo, la Hanna de La vida secreta de las palabras (2005). Esta última es una mujer que no oye y, cuando no quiere saber de la gente, desconecta su audífono. Su silencio entraña uno de los más estremecedores alegatos contra la barbarie de las guerras que desatan los nacionalismos exacerbados de los que yo he tenido noticia. Aplaudo con entusiasmo esa creación. Ese fue el verdadero alegato a favor de la paz de Sarah Polley e Isabel Coixet, y no el de la niña rebelde que, por molestar a los responsables de la casita de Micky Mouse, se presentó luciendo el símbolo de la paz en aquella ceremonia en Washington. Una cosa es la pancarta y el pastoreo de las masas por la calle y otra —ésta, incontestable— la denuncia de las atrocidades perpetradas en las guerras de la antigua Yugoslavia. La vida secreta de las palabras es la historia de una antigua estudiante de medicina en Dubrovnik. Al cabo de los años, decide tomarse unas vacaciones en una plataforma petrolífera, empleada allí como enfermera de un tipo medio abrasado y sin más distracción que la oscura poesía de un oceanógrafo que cuenta las olas. Lo que se nos dice cuando Hanna se suelta a hablar aún me tiene conmovido.

Entre los siguientes títulos de la Polley actriz hubo cintas como Llamando a las puertas del cielo (Wim Wenders, 2005) o Splice: experimento mortal (Vicenzo Natali, 2009), una vuelta a la pantalla canadiense que resultó ser una de las películas más escabrosas y sugerentes de su tiempo. Su asunto nos contaba la dramática historia de dos ingenieros genéticos que, traspasando los límites de la moral establecida en estos casos, deciden crear un nuevo ser mezclando dos tiras de ADN de animales diferentes. Polley interpreta a uno de los científicos —Elsa Kast—, pero las consecuencias de su híbrido serán desastrosas para todos. Splice: experimento mortal es una de las variaciones del tema del mad doctor más interesantes que se han visto en lo que va de siglo. Pero la carrera interpretativa de la actriz ya estaba tocando a su fin.

"Ellas hablan, sobre un grupo de mujeres de una comunidad menonita de Bolivia que se plantean su fe, es su última cinta hasta la fecha"

Algo me lleva a pensar que la Sarah Polley realizadora, quien, tras varios años dirigiendo cortometrajes se estrenó en el largo adaptando un cuento de Alice Munro sobre el Alzheimer en Lejos de ella (2006), pudo elegir a esta autora por lo próximo que ha de sentir el universo de Munro. Como es sabido, las historias de esta escritora se caracterizan por lo firmemente enraizadas que están en Canadá. Más concretamente en Ontario —en el condado de Huron—, la misma provincia cuya capital vio nacer a nuestra cineasta de hoy. Saludada por la crítica con entusiasmo y llena de genuina emoción, Lejos de ella se mueve siempre entre el olvido y la memoria de Fiona (Julie Christie) la mujer que decide ir voluntariamente a una residencia para vivir con su mal, dejando al hacerlo desconcertado a su marido, Grant (Gordon Pinsent).

Aquello fue todo un anticipo de lo apegado a la realidad —a la realidad que se desmorona— que iba a estar el cine de Sarah Polley: apegado a la realidad en cuanto al fondo, y en cuanto a la forma siempre alejado de la comercialidad del mainstream. Tanto ha sido su afán de verdad que en Stories We Tell (2012), un documental sobre los secretos de su propia familia, llegó a contar que su verdadero padre no fue el actor británico Michael Polley, quien le dio el apellido, sino Harry Gulkin, un productor con el que su madre, la también actriz y directora de reparto Diane Polley, tuvo una aventura mientras ambos trabajaban en Montreal.

Ellas hablan (2022), sobre un grupo de mujeres de una comunidad menonita de Bolivia que se plantean su fe, es su última cinta hasta la fecha. Seguro que nos aguardan muchas buenas películas de Sarah Polley y seguro que sus frecuentes detenciones por sus activismos múltiples no impiden esa brillante carrera que la espera. Hoy por hoy, esas solidaridades no suelen tener consecuencias negativas. Antes, al contrario, son un camino a la santidad. La heterodoxia en Polley viene dada por su filmografía.

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