Los estoy viendo por el retrovisor. Se muestran muy poco, lo justo. Apenas salen para fumar, hablan entre ellos sin dejar de mirar el entorno y vuelven a refugiarse en la casa. No saben que estamos ahí, pero toman sus precauciones. Saben de qué va el tema pero solo hay que esperar a que se separen un poco del nido. Aquí no hay segundas oportunidades y el teléfono del comodín de la llamada lo cortaron hace tiempo por falta de pago. El historial de los mendas es un primor. Son itinerantes, tienen tablas y las informaciones apuntan a que pueden ir armados.
La garra, puntual a su cita, está empezando a lijar el duodeno cuando suena el móvil. Es César. Tras un breve saludo, lo lanza:
—Quiero que escribas el prólogo de Sarna con gusto.
Así, sin anestesia. No es una sugerencia, es una orden de servicio. Nada más colgar ya me estoy arrepintiendo de haber aceptado el encargo porque el mayor y a la vez más dudoso mérito literario que se me puede atribuir como inspector de policía puede ser la redacción de atestados policiales, que, como todo el mundo sabe o puede suponer, están considerados por la crítica especializada como obras cumbres de la narrativa universal. Sin desviar la atención de lo que nos ocupa, no puedo evitar remontarme unos años atrás, cuando un tipo rapado al cero con aspecto de todo menos de escritor se personó en las dependencias del Grupo de Homicidios. Venía con cita previa, como en Hacienda, armado con un triste bloc de notas y un no menos patético boli, pero llegaba acompañado y recomendado por un colega, pata negra, que en los días precedentes me había hablado de un buen amigo suyo que estaba escribiendo una novela sobre un asesino en serie y que necesitaba algo de información. Pretendía —me previno el de la motorizada— obtener datos para conformar una visión de conjunto sobre los procesos de investigación. Acepté a pesar de que me invadió un cierto desánimo —lo reconozco ahora—, solo por el hecho de someterme a la curiosidad de un «juntaletras» al que no conocía. Recuerdo que le despaché con solemnidad, sirviéndole unos datos muy generales, de esos que cualquiera podría conseguir en Internet sobre la organización policial, escalafones, reglamentos, régimen disciplinario…, vamos, material de primera; puro solomillo.
«Con estas revelaciones que te estoy haciendo vas de cabeza al top ten de ventas», pronosticaba para mí durante la charla.
El caso es que César no dejaba de tomar notas, mostrando, eso sí, mucho interés por el ladrillo que le estaba endilgando. Una astuta maniobra de distracción como preludio a lo que era el objeto real de la visita, intención que no tardaría en desvelarme con tanta franqueza como prudencia —más de la que muestra hoy, afortunadamente—. Lo que quería aquel proyecto de novelista era conocer el día a día en un Grupo de Investigación del Cuerpo Nacional de Policía, la labor de trincheras, la sala de máquinas.
—Principalmente para dotar de alma al personaje —se justificó.
«Vas listo», pensé yo.
Lo que no fui capaz de calibrar en aquel momento fue el poderío de un arma que traía bien escondida: sus dotes para la persuasión. Un arma de destrucción masiva, créame. Buena prueba de ello es que cuatro años más tarde me veo escribiendo el prólogo de la cuarta entrega de las andanzas del barbudo pelirrojo. Ahí es nada.
Nada más iniciarse nuestra bienaventurada relación, César me mostró de qué forma quería recorrer el camino que había trazado en su mente, retorcida y compleja como la del criminal que iba a protagonizar una novela que a la postre terminó convirtiéndose en una trilogía. En su favor he de decir que asumió desde un principio las limitaciones derivadas del secreto profesional y que siempre ha respetado el pacto que delimita lo que se puede y lo que no se puede escribir. Se interesaba principalmente por esos detalles que hacen que el lector confunda realidad y ficción, y, a pesar de mi advertencia sobre lo decepcionante que podría resultar el conocer los avatares propios de la investigación, apostó por renunciar al golpe de efecto sin justificar, dejando el dichoso conejo en la chistera. Enseguida comprendió que aquí no hay magia ni ciencia infusa. Poco abundan —siento admitirlo— los policías atormentados con vidas desordenadas provistos de una personalidad arrolladora de guion de Hollywood. Investigadores de esos que repentinamente entran en trance y unen todas las piezas del puzle auxiliados por unos extraños hados que inspiran la revelación y la resolución de los casos. Eso solo pasa en las películas y en algunas novelas, pero no era ese el tipo de novela que él quería escribir. César fue coherente y escogió el camino complicado y eso, precisamente eso, es lo que hoy me sigue empujando a atender de inmediato sus llamadas, porque en cada conversación se esconde un reto. También ayuda el hecho de que el autor se haya preocupado por otros aspectos menos interesantes para el lector, aunque solo sea para ser consciente de eso que anega la cotidianidad de los guardias: las interminables horas de trabajo, la constancia, la formación continua, las dosis infinitas de paciencia, la alta tolerancia a la frustración y sobre todo la actitud necesaria para estar a la altura de las circunstancias. En materia de investigación no caben las elucubraciones ni las vueltas de tuerca para ajustar lo que no tiene ajuste. No se admiten excusas y los denominados «casos difíciles» rozan lo imposible por la cantidad de variables y datos que hay que conseguir, ordenar y analizar. He de reconocer que me siento muy orgulloso de su evolución, no tanto por su fulgurante éxito como escritor como por su faceta como analista e investigador. Es verdad que César cuenta con la inestimable ventaja de estar en la mente de sus personajes, que para eso son sus criaturas, pero, así y todo, ha decidido adaptarse al método sin tomar atajos. Si se encuentra una dirección prohibida no quita la señal, aunque bien pudiera hacerlo, que para eso es el autor. No, él busca otra forma de entrar porque está seguro de que existe. Y al final entra, eso lo sé por experiencia.
Nuestro oficio se alimenta del rigor y la constancia, valores muy coincidentes con la tarea que César desempeña frente a la pantalla de su portátil: aporrear el teclado, como él lo define. Quizá por ello nos entendamos tan bien. Dicho esto, habría que subrayar algo que sí nos diferencia: en nuestra profesión no existe el perfecto investigador ni el crimen perfecto, en la suya sí se puede alcanzar la perfección y la novela que tiene entre manos, si no la alcanza, está muy cerca.
Quizá lo mejor que pueda decir sobre él es que, si César fuera policía, yo habría hecho lo imposible para que estuviera en mi grupo. Ya se adelanta a mis modestas contribuciones con un diseño perfectamente estructurado de cada situación, ha cogido el hilo y no lo va a soltar. Está maduro y sospecho que valora la posibilidad de hacerme un ERE y prescindir de mis cada vez más innecesarias aportaciones. «Tú sabrás, que en esta comisaría tú mandas, compadre».
Toca hablar ahora de lo que se van a encontrar en Sarna con gusto. A mi juicio, esta es, hasta la fecha, la novela firmada por César Pérez Gellida en la que se plasma de forma más fidedigna lo que sucede de puertas adentro y lo que pasa por la mente de un policía que se ha de enfrentar a situaciones como las que usted va a vivir en la piel de Sancho a lo largo de los capítulos que siguen a este prólogo. Prepárese, porque son tales las vilezas a las que somete el autor al pelirrojo que uno no entiende que sea capaz de hacerlo aun siendo su alter ego. Lo aclaro por si alguien no se había «dado de cuenta» —como diría ese gran policía que fue Paco el Rata y al que César homenajeó en algunos pasajes—. Si usted ya ha leído la trilogía sabrá que Ramiro Sancho tiene pelaje de madero, es un tipo noble y concienzudo, sin dobleces, tal cual. Es del gremio y se ha sabido rodear por buenos camaradas, del todo imprescindibles para afrontar la investigación del secuestro que ha pergeñado el autor. Compañeros que serían la envidia de cualquier jefe de grupo excepto de mí, porque yo tengo la suerte de contar con los Peteira, Matesanz, Gómez, Garrido, Montes y Botello. Y sí, son los mejores.
Vaya por delante que la gestión policial de los secuestros —afortunadamente escasos en España y resueltos con brillantez por las unidades especializadas— no puede plasmarse de forma pormenorizada en una novela. No me gustaría que Sarna con gusto terminara por convertirse en el manual de consulta del buen secuestrador y, sin embargo, la lectura de los primeros borradores me hizo ver que la ficción se había acercado a la realidad mucho más de lo que yo había previsto inicialmente. El brutal deterioro psíquico y físico que sufren tanto el secuestrado como su entorno supone un auténtico calvario, una de las mayores pruebas de resistencia a las que puede llegar a enfrentarse un ser humano. Esa parte está resuelta de forma tan brillante que he llegado a pensar en que César fue secuestrado en otra vida anterior o bien que el muy cabrón fue secuestrador. No descarten ninguna hipótesis.
La novela es inquietante, cruda y descarnada. Destila sufrimiento, es necesaria y dolorosamente explícita. Y digo necesaria porque edulcorar a conciencia un relato sobre las consecuencias de un hecho de estas características con el propósito de no herir sensibilidades es una engañifa, un tocomocho, una falta de respeto para los lectores pero, sobre todo, para las víctimas.
Por último, quiero advertirle de que las investigaciones en el caso de la niña de la caperuza roja no fueron concluyentes y se baraja la posibilidad de que nunca llegara a casa de su abuelita. Los encargados de las pesquisas sospechan que, como les ocurriera antes a los cabritillos, fue devorada por el lobo en un sombrío paraje a escasos metros de su vivienda y nunca se halló el cadáver. Si ustedes se sienten más reconfortados con la versión oficial de aquellos lamentables sucesos, yo les recomendaría que no leyeran esta novela.
Sarna con gusto es la crónica de un secuestro con algunas pinceladas de ficción. El talento de su autor lo ha hecho posible.
Buen provecho.
Los colegas están bien posicionados y los equipos de transmisión permanecen mudos. Hace muchísimo calor. En la casa empieza a haber movimiento. El más bajo se asoma al balcón, habla por teléfono o finge que conversa con alguien mientras mira distraídamente hacia ambos lados de la calle y apura el cigarrillo. Está nervioso, lo noto. El más alto, un clon de Willy de Ville en versión celtibérica, se dirige al vehículo que tienen estacionado frente a la casa. Abre el maletero y parece que busca algo, pero sus movimientos le delatan. Está «barriendo» la calle, quiere detectar alguna presencia extraña. No lo va a conseguir.
Están preparando la salida.
—Todos atentos, estos se van a poner en movimiento en breve —advierto a través del equipo de transmisión. No veo a los míos, pero sé que ya están ahí, enchufados—. Comunicados cortos, ya está todo hablado. Vamos a esperar a que lleguen a la zona de garajes, es el sitio más despejado, en cuanto lleguen ahí…
La garra se está empleando a fondo. En breve desaparecerá, espero. ¡Hay que joderse!
Urtzi, inspector de Homicidios
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Prólogo de Sarna con gusto (Refranes, canciones y rastros de sangre 1), novela de César Pérez Gellida publicada en abril por Suma. Páginas: 248. Edición: papel. ebook.
Sinopsis: Lastrado por los efectos nocivos que le ha dejado la obsesiva persecución de Augusto Ledesma, el pelirrojo inspector de homicidios de Valladolid, Ramiro Sancho, vuelve al Cuerpo con la esperanza de retomar las riendas de su vida anterior. Nada más lejos de la realidad.
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