Say something awful, as if fucking the world is your right…
Anoche dormí con Alejandra Pizarnik. No en el sentido en el que muchos puedan pensar. No nos hubiéramos llevado bien. Ella era demasiado depresiva, y yo soy deprimente. No soporto a los depresivos. No soporto mis ojos verdes en la falsa plata de un espejo. A pesar de todo, dormí con ella como en los últimos meses. Me quedo mirando esos ojos que desgarran lagunas, que desmontan la vida por las mismas costuras que yo veo, y me quedo ahí, pensando en ese cigarro, en esa taza, de café o de té.
Pero me engaño, porque la leo y siento su sangre correr junto a la mía, me escapo de mis huesos y por momentos puedo ser aquel que vivía para escribir. Y no este rastrojo, este resto que apenas tiene tiempo para abrir un libro. Que no es capaz de transcribir las ¿docenas, cientos? de poesías que tiene sueltas por el mundo. Pero y para qué, al fin y al cabo.
Antes de refugiarme en Pizarnik, he de notar que me refugiaba en Juan Ramón Jimenez. También dormía con él, lo llevaba a todas partes. Aunque nunca me identifiqué con él. Era un babas, siempre enamorado de cualquier cosa menos de la vida, siempre antropomorfizando la naturaleza para adaptarla a su obtusa vision, enclavada en ese cráneo chiquito.
Desearía que estas líneas pudieran ser líquidas, tinta, ya que no sangre. Pero aquí estoy, en el mismo teclado de siempre, con la misma temperatura constante, el tiempo aburrido, el ritmo predecible, el silencio antinatural y el escándalo artificial, escribiendo estas líneas en el mismo ordenador con el que cuento peces muertos, los vuelvo números y doy interpretaciones estadísticas totalmente absurdas y cobardes. Estadísticas con las que justificamos la matanza de millones, incluso la nuestra propia.
Casi tengo 33, lejos de los 34 de Sharif, algo más lejos de los 36 de Pizarnik. No me hablen de Cristo. Hoy solo caben gentes reales.
Quizás la forma en que me descompongo en algo que no soy está solo en mi mente. Tal vez fuera peor si hubiera perdido un pie, tuviera gangrena en el meñique o no supiera burlarme de la estructura endeble e insaciable que nos esclaviza a todos. Pero me importa un coño. Ya lo dije allí arriba: decir algo horrible como si joder al mundo fuera mi derecho. Y no lo es, lo único que yo tengo derecho a dar al mundo son los nutrientes de mi cuerpo para que puedan crecer bacterias que la mayoría no conocerá, o plantas que envenenaremos, hormigas que unos adorables chiquillos pisarán… Liberar nutrientes solo para seguir pisándolos.
Quizás la carencia de nitrógeno y fósforo a nivel global para la producción primaria no sea una cosa tan mala y sirva para una suerte de odisea poética en la que el final de todas las cosas verdes cuente nuestra historia. Una historia marrón y seca.
La fe en la capacidad intelectual para encontrar soluciones a estos problemas mediante el uso de la razón es casi ilimitada. Y a mí me parece en tan buena sintonía con nuestros principales males que por eso mismo ya no creo que fuera necesario que estas líneas se escribieran en sangre, en tinta o simplemente en un ordenador prostituido. Porque nada importa, ni la arruga de la frente, ni la mirada perdida que finge buscar una verdad enterrada. Morimos y vivimos, todos, como la misma cosa, sin distinciones en lo que importa. Y yo no duermo con Pizarnik porque este mundo no le hubiera dejado llegar a los 36, ni leo ya a Juan Ramón porque se sofocaría.
El primer comando que le dimos a los nuevos y aburridos algoritmos de Inteligencia Artificial fue: Do something horrible, since fucking the world is a must.
Y aquí la arena se escurre entre las teclas, mis ojos se cansan de leer, se aburren de voces limadas por lectores literarios que no son escritores, se me queman los párpados de sostener el ácido, y quizás un cigarro y un café sirvan para alargar el momento de un silencio que necesito y me ayuden a aceptar, otra vez, que no hay nada que pueda hacer, salvo leer a Pizarnik y recordar cómo se respira.
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