Los hermanos de San Serapión es una colección de cuentos —alrededor de una treintena— de Ernst Theodor Amadeus Hoffman. Reunidos en cuatro volúmenes fueron publicados entre 1813 y 1821. La singularidad del título de la selección —parece el lema de unos conjurados— obedece a que, los seis amigos que cuentan las historias llevadas a dichas páginas —Ottomar, Vincenz, Sylvester, Lothar, Theodor y Cyprian— se reunieron por primera vez en la festividad del santo en cuestión. Alude el nombre, además, a una tertulia anterior, celebrada en casa del propio Hoffman e integrada, entre otras luminarias del romanticismo alemán, por autores como Adelbert von Chamisso o el barón Friedrich de la Motte-Fouqué. Ya de antiguo se viene especulando con los trasuntos de los narradores con los tertulianos de verdad. Puestos a ello, suele estimarse que von Chamisso es el Cyprian de los hermanos ficticios y el barón, Lothar. Por esa misma regla de tres, Theodor sería el propio Hoffman.
Treinta años después, en 1846, Alejandro Dumas hizo una versión infantil del cuento. La de Hoffman, pese a la boda de María (o Clara según la traducción) con el antiguo cascanueces y su residencia en el palacio de mazapán, no era tan para la gente menuda —que se llamaba a los niños antaño— como parecía. Fue en esta del francés en la que se basó Piotr Ilich Chaikovski para la composición del más famoso de sus ballets. Demasiado ingenuo todo para un tiempo como el nuestro, en que los héroes han muerto, jugar a los soldados es fascismo y engorda el mazapán, El cascanueces fue estrenado hace 132 años. Eso sí, fue un día como hoy, el 18 de enero de 1892 en el Teatro Mariinski de San Petersburgo, uno de los grandes centros de la danza del Imperio Ruso.
Chaikovski empezó a trabajar en El cascanueces op. 71 a raíz del éxito de un ballet anterior: La bella durmiente op 66 (1890), éste basado en el cuento popular europeo recogido Perrault (1697) y los hermanos Grimm (1812). Iván Vsévolozhsky, por aquel entonces director de los Teatros Imperiales fue a pedir más de lo mismo a un compositor como Chaikovski, quien destacaba por la originalidad de su lenguaje musical frente al convencionalismo imperante en la Rusia de la época.
Y esa fue la causa del retorno a las hadas y al candor del universo infantil. Nadie diría que en noviembre del año siguiente, el 93, el músico habría de darse muerte, bebiendo agua contaminada con el virus del cólera, para imitar en el deceso a su madre. Hay autores que sostienen que fue un suicidio, obligado por el zar, ante el escándalo que estaba a punto de provocar una relación homosexual del compositor.
A decir verdad, aquella primera representación de El cascanueces no gustó. Un crítico de la época, calificó a Antonietta Dell’Era, la intérprete de El Hada de Azúcar, de “corpulenta y regordeta”, algo inconcebible desde la perspectiva de la corrección política de nuestros días. Puede que Chaikovski ya hubiera perdido el favor de quienes le encumbraron hasta entonces. El caso es que ni siquiera llamó la atención el célebre Vals de las Flores del segundo acto que acaso sea —junto a su Concierto para piano y orquesta nº1 op 23— la pieza más celebrada popularmente de este compositor.
Puede que Chaikovski, por diversas razones, fuera un hombre de un tiempo diferente al que le tocó vivir. El Cascanueces accedió al repertorio ideal de la llamada música clásica a raíz de la inclusión de las danzas con hadas, peces, flores, hongos y hojas en Fantasía (VV. AA., 1940), uno de los primeros éxitos del estudio de Walt Disney. El animador, uno de los mayores difusores de la música sinfónica que ha dado el cine, se valió de la suite de El cascanueces de Chaikovski para esas secuencias que nos muestran el cambio de estaciones en Fantasía. Y a partir de entonces, sí. El Cascanueces se convirtió en una de esas obras con las que los nuevos oyentes se inician en la llamada música clásica, y en un clásico, representación obligada de la Navidad en los países occidentales. Así se escribe la historia.
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