De niño no cogí el hábito de escribir un diario. Aunque lo hubiese hecho, para brindarle a esta primera entrada la precisión necesaria tendría que fabricarla fuera de su tiempo. No se trataría únicamente de cambiar la lente de mi mirada para escribirla, sino de algo más radical: en la fecha marcada, yo apenas había abierto los ojos.
21 de junio de 2002
Querido diario:
Hoy se estrena Spider-Man, de Sam Raimi. Yo no me acordaré de nada de esto. Ni siquiera soy consciente de haber visto la película en el cine; de hecho, no creo que así fuese. Pienso en descolgar el teléfono y llamar a mamá para preguntárselo, pero no lo hago. Nada cambiaría: la película seguiría teniendo las mismas dimensiones en mi vida independientemente del tamaño de la pantalla en la que la hubiese visto por primera vez. Cuando mi memoria, mi personalidad y mi mirada empezaron a formarse estaba ya conmigo, instalada casi como un recuerdo genético.
De entre la niebla de los primeros años de mi infancia rescato flashes de claridad, algunos de ellos reconstruidos desde relatos ajenos, un escaso puñado abiertamente grabados en primera persona. Entre estos últimos, una imagen de ese Spider-Man: un primerísimo primer plano de los ojos reflectantes —como dos pantallas— sobre la máscara que envuelve el rostro de Peter Parker. En su ojo derecho se ve cómo unos niños, subidos a un teleférico, caen al abismo; en el izquierdo, a la mujer que ama cerca de sufrir el mismo destino. Se le presenta entonces un dilema interno basado en aquel mito que reza que lo político y lo personal son incompatibles, que hay que elegir, priorizar. Mi cerebro acogió la película —almacenándola, entre otras cosas, en aquella imagen— como una lente valiosa a través de la cual leer el mundo, como uno de los catalizadores de un despertar lento y expansivo, un despertar que hoy comprendo que no tiene fin y que está en constante reconfiguración. Este despertar aún no tiene nombre. Corre el año 2002 y yo todavía soy un niño.
Desde entonces, mis gafas han atravesado incontables graduaciones —y regraduaciones, siempre conteniendo en la nueva, de alguna forma, la anterior—. Hoy soy capaz, con torpeza, de articular aquel despertar —cuyo motor es consustancial al resto de las películas de Sam Raimi—, de darle la forma de lo que podríamos definir como una política/ética de la mirada.
Presupongo que toda obra de arte presenta una “mirada”, una forma de entender el mundo, de acercarse a él. Pero no me refiero exactamente a esto —aunque esté implícito— cuando empleo la recién bautizada noción de política/ética de la mirada. Hablo, más bien, del entendimiento de la mirada —no sólo en su sentido literal, sino en un sentido más amplio, uno que conlleva los 5 sentidos y que los integra formando una percepción definida del mundo— como elemento articulador de la persona y, por tanto, de la vida.
9 de octubre de 2021
Querido diario:
Te escribo de noche, algunas personas incluso dirían que madrugada, pero lo importante es que lo hago con esa sensación de estar haciéndolo debajo de las sábanas, con una linterna como única fuente de iluminación. Mis amigos acaban de irse de mi casa después de haber pasado la tarde-noche juntos viendo Spider-Man. Me emociona haberla visto junto a mi amigo Lorenzo por primera vez, después de hablar durante años acerca de lo importante que esta película había sido para ambos desde la infancia. Me hace muy feliz haberla compartido con Fer, que nunca la había visto: creo que le ha encantado. Por último, pero no menos importante, también me hizo una ilusión inmensa verla con Andrea, quien, a pesar de no ser una gran fan, intuyo que esta vez la ha disfrutado más que nunca.
Es por ellos que te escribo este susurro, para que este viento lo lleve y guarde en mi memoria. Anoto rápido, a punto de entrar en vigilia y con mis seres queridos en mente, estas palabras de Peter Parker sobre Mary Jane:
«The great thing about MJ is when you look in her eyes and she’s looking back in yours, everything feels not quite normal. Because you feel stronger and weaker at the same time. You feel excited and at the same time, terrified. The truth is you don’t know what you feel except you know what kind of man you want to be. It’s as if you’ve reached the unreachable and you weren’t ready for it».
Cuando Peter habla acerca de la mirada de Mary Jane, la imagen que proyecta de sus ojos no es la de una instantánea capaz de esfumarse rápido, barrida por el tiempo. Más allá de la descripción insinúa algo más, ligado a la identidad de la persona que mira, algo que permanece en la persona que ha sido mirada y que se entrelaza con ella. Aquí encuentro la clave de esta política/ética de la mirada que interpreto nuclear en el cine de Raimi, encontrando nuevos matices y formas en cada obra individual.
En su cuenta de Letterboxd, Pablo Caldera escribe, a raíz de esta primera entrega de Spider-Man: «La primera vez que vemos a Peter Parker es a través de un retrovisor. Me gusta pensar que toda la trilogía está construida sobre la negación de esa imagen». En mi lectura de la trilogía desde el prisma que propone Pablo, un elemento principal es el diseño del propio traje de Spider-Man; concretamente, el de su máscara. Al fin y al cabo, un retrovisor, en el caso que nos concierne, es una superficie que refleja aquello que se deja atrás, incluso aquello que se quiere dejar atrás y que solo se mira con intención de burla: aquello que únicamente se mira de reojo para no pensar realmente en la injusticia. En la máscara de Peter también hay dos superficies reflectantes, esos ojos de la imagen grabada. Sin embargo, estos no reflejan lo que se queda atrás. El mecanismo se invierte para que muestren lo que tiene delante; imprimen en su rostro su posición frente al mundo. No es una huida de la identidad, es una puesta en relieve de la misma. Incluso sin que su nombre y sus facciones sean “públicos” —decisión que toma como medida de protección a sus seres queridos—, sí que lo es su mirada.
El balbuceo de Peter acerca de la mirada de MJ, pese a reconstruirla de manera algo difuminada y etérea —no por ello menos material—, apunta a una idea central: cuando lo mira, MJ lo ayuda a saber qué clase de persona quiere ser. Esa forma de comprender la mirada dialoga con otro de los grandes temas de las películas de Raimi: el enfrentamiento entre cierto determinismo —explorado/representado habitualmente a través de la física, la química o la biología— y la posibilidad de una autonomía radical. Raimi encuentra entre ambas un equilibrio delicado: la fuerza de los determinantes del mundo físico y del sistema sociopolítico es a menudo arrolladora, pero es posible encontrar vías para imponerse a ellos. Aquí es donde entra en juego la mirada, tanto propia como ajena, individual y colectiva, verdadera o proyectada…
La mirada se articula como el elemento configurador de una política y una ética, un agente capaz de imponerse en las circunstancias más adversas para darnos acceso a la la autonomía, aunque esta se presente con el disfraz de lo clandestino. Cabe apuntar, de todos modos, que en el cine de Raimi la consecución de esa autonomía no representa una victoria en sí misma, sino que proporciona al sujeto un poder político que debe ejercer con el más alto grado de responsabilidad. La mirada, al integrarse con el sujeto que la recibe, puede conducir tanto a la salvación como a la condena, pasando por multitud de destinos intermedios. En Evil Dead 2: Dead by Dawn (1987), una de las primeras películas de Raimi, nos encontramos con una escena que representa de manera clara un caso de posible salvación. En un momento dado, y después de perder a todos sus seres queridos y de ver corrompida su forma de entender el mundo —su mirada se vuelve un vacío blanco—, el protagonista, Ash, se encuentra a punto de sucumbir a los demonios que tratan de invadir su cuerpo. Pero su mirada se desvía por un momento hacia el suelo y repara en un colgante-lupa que él mismo había regalado a su amada tiempo atrás. Aturdido, lo recoge y se detiene en el reflejo de sí mismo que le devuelve el objeto. Capaz de mirarse a través de los ojos de una persona que lo quería —cuando los suyos ya se han vuelto insuficientes—, encuentra la fuerza para (auto)exorcizarse.
Raimi también ha estudiado el reverso de la salvación a través de la mirada. Particularmente lo hizo en Darkman (1990), una película que cuenta la historia de un hombre enamorado que, tras sufrir el ataque de unos sicarios a su laboratorio químico y ser víctima de una explosión que lo deja al borde de la muerte, se encuentra con un rostro deformado por el efecto de una serie de graves quemaduras que dejan sin sensibilidad su cuerpo y amplifican sus emociones, así como su estado de alienación y soledad. Aterrado ante el posible rechazo de su amada —y de la sociedad en general—, se aísla en busca de un sustituto sintético de la piel que le permita recuperar su aspecto original; también en busca de la venganza. En un momento dado, su novia descubre lo ocurrido y le explica que no va a dejar de quererlo independientemente de su aspecto, pero él no es capaz de aceptarlo. Su mirada también ha quedado deformada por el proceso y es incapaz de leer la sinceridad en los ojos de su amada, proyectando sobre ellos el triunfo de un determinismo viciado que Raimi representa a través del motivo visual de la espiral, recurrente en la película tanto en calidad de símbolo como a través del movimiento de cámara.
En cualquier caso, en Darkman no todo el peso de la responsabilidad —y mucho menos de la culpa— recae sobre el antihéroe retratado, sino que más bien se formula como una advertencia sobre los peligros que corre la mirada al depositarse sobre el otro, acerca de lo fácil que resulta confundir la esencial otredad de una mirada con la posesión de la misma. Ese camino conduciría a algo así como la aprehensión de la identidad del otro, a la anulación de su autonomía como persona que mira. Apunta hacia los obstáculos, tanto internos como externos, que se pueden interponer entre las personas que se miran, y señala la necesidad del acercamiento: frente a una mirada alienada por el sistema, una mirada movediza, se vuelve más importante que nunca el gesto de tender una mano, de compartir la mirada propia para ayudar al otro a recuperar el foco.
***
«Sé que me he vuelto a perder
Que he vuelto a desenterrar
Todo aquello que pasé
No sé ni cómo explicar que sólo puedo llorar
Que necesito la paz que se esconde en tus ojos
Que se anuncia en tu boca, que te da la razón
Ven cuéntame aquella historia de princesas y amores
Que un día te conté yo»‘LA PAZ DE TUS OJOS’, La oreja de Van Gogh
12 de diciembre de 2021
Querido diario:
Vuelvo a escribir sobre nuestro amigo y vecino. El principio anatómico-fisiológico básico que orienta los ojos hacia fuera me hace retornar a la imagen ligada con pegamento en la primera entrada de este diario, aquella en la que Peter Parker intenta balancear lo personal y lo político en los mismos términos en los que se los presentó el mito fundacional: como opuestos. Hay una extraña mezcla entre épica y tristeza en el final de esta primera entrega de la trilogía: Peter, atrapado en esta falsa dialéctica, suprime “lo personal” (Peter) en favor de “lo político” (Spider-Man).
Querría haber esperado a volver a ver Spider-Man 2 (2004) también con mis amigos, pero no parece que vaya a ser posible en un tiempo. Estoy fuera de Madrid y ya no nos vemos tanto como antes. Me pongo la película para sentirme un poco más cerca de ellos; espero que, de la manera que sea, ellos también lo sientan. La mirada que tanto caracterizaba a Peter se va desvaneciendo —y con ella sus poderes— hasta que estalla en una escena: un paréntesis blanquecino y hueco entre sus ojos nos muestra una conversación que mantiene con una versión simplificada de la mirada de su tío Ben, en la que proyecta sus inseguridades y sus miedos. Esta secuencia termina con el traje de Spider-Man sobre un cubo de basura en primer término del plano, mientras Peter abandona el callejón; la pantalla se funde a negro y lo último en ser absorbido por la ausencia de luz son los ojos de la máscara.
A medida que la película avanza, podemos observar cómo Peter se vuelca en “lo personal” dejando de lado “lo político” —ya no solo en lo relacionado a sus poderes: incluso lo vemos ser testigo de cómo unos bandidos pegan a una persona indefensa en un rincón de la calle sin acudir en su ayuda—. Poco a poco, al ver que a su alrededor ocurren injusticias y terrores que él podría haber evitado, esa tranquilidad que traían consigo el abandono del traje y la mirada de su difunto tío Ben se precipita en angustia. Aunque “lo político” y “lo personal” se siguen expresando como antagonistas en la mirada de Peter, no parece quedarle otra opción que esforzarse por buscar un equilibrio entre ambos aspectos de su mirada. Una escena es clave a este respecto: su tía May le recuerda la verdadera mirada de su tío Ben —la pérdida siempre conlleva el riesgo continuo de deformar el recuerdo, de malear la mirada; pero esta tiende a encontrar modos para volver a imponerse—, al mismo tiempo que le vuelve a regalar la suya. Al final de la película, la marcha nupcial se transforma en el leitmotiv de Mary Jane y Peter, y se entrelaza con el sonido de unas sirenas de policía —que anuncian que alguien está en peligro—. La última imagen es la de Mary Jane mirando como Spider-Man se aleja balanceándose, preocupada ante la certeza de que, en el marco de este nuevo equilibrio, “la ciudad” reflejada en la ventana seguirá siendo lo primero.
Por supuesto, el peligro del solipsismo es perpetuo y, en consecuencia, la mirada es un arma de doble filo. Es más, considero que así ha de ser: la amenaza de caer en el particularismo es parte de la oportunidad de salir de uno mismo. Escalar conlleva la posibilidad de caer. Aprender a mirarse a uno mismo sin caer en la absorción no es fácil: exige estar alerta de forma continua. Se problematiza así el plano-contraplano: en primera instancia con el yo, para así poder reedificar la mirada que se expande hacia fuera, hacia el tú. Esta problemática está presente en la ficción multiversal y las lógicas fantásticas que enhebran Doctor Strange in the Multiverse of Madness (2022), al cuestionar cómo el sujeto desdobla la mirada en sus identidades posibles y al esbozar una búsqueda del sustrato diferencial de cada mirada.
En el arco de Doctor Strange, nos encontramos con un personaje que había orientado todos sus poderes y habilidades como hechicero a intentar alcanzar un control total, aislándose de toda vulnerabilidad. Su mirada está tan agarrotada que se olvidó de que el acto de mirar no es algo retórico y automatizado, que mirar conlleva dedicación y un tempo reposado en cada iteración. En su ensimismamiento, ni siquiera es capaz de dirigirse una mirada a sí mismo. A lo largo de la película, Strange se ve obligado a mirarse en espejos alternativos, que lo llevan a renunciar al título de protagonista –autoproclamado—, cediéndole el control a America, la joven a la que trata de proteger, al abrir su mirada a la de ella.
***
«Progress
Pushing through the mould
Tracing with my fingers
Waking up
Wanting growthI looked into your eyes
I thought that I could see a whole new world»‘COLD WORLD’, SOPHIE
«This is a cold war
You better know what you’re fighting for
This is a cold war
Do you know what you’re fighting for?
Bring wings to the weak and bring grace to the strong
May all evil stumble as it flies in the world
All the tribes comes and the mighty will crumble
We must brave this night and have faith in love
I’m trying to find my peace
I was made to believe there’s something wrong with me
And it hurts my heart
Lord have mercy, ain’t it plain to see?»‘COLD WAR’, Janelle Monáe
En términos estrictos, la mirada se da entre el tú y el yo o desde el yo a sí mismo. De este modo, podríamos pensarla como un medio (y/o un fin) escaso y de corto alcance, como un desagüe que se agota rápido y desemboca de facto en individualismo. Pero no creo que sea así. Y no me refiero solamente a la contingente infinitud de cada sujeto ni a la salida del yo por la mirada de otro tú individual —esto se puede corromper y se corrompe en el marco del liberalismo—. También me refiero a la pluralidad de formas de la alteridad y, en consecuencia, a los incalculables caudales de la intersubjetividad.
16 de septiembre de 2022
Querido diario:
Hoy es el cumpleaños de mi tío Ben particular. No hace mucho que volví a ver por enésima vez Spider-Man 3 (2007), pero hoy me apetece verla de nuevo. Los rituales me ayudan a recordarlo y sentirlo; espero que sepa lo presente que tengo su mirada. En parte a través de ella, hoy entiendo esta tercera parte de la trilogía como la disolución de este mito estructural que enfrenta lo político y lo personal como adversarios en la vida de cada persona. Al inicio de la película, Peter cree haber alcanzado ese equilibrio perfecto en su mirada, pero esta presuposición —como todo lo adulterado— acaba nublándole la mirada, permitiendo que se impongan los determinantes que no dejan de acecharlo. Esta ilusión de perfección que lo conduce a la negligencia estalla colocando en primer plano el efecto contaminante de los determinantes en la mirada de Peter, la cual se entrega al rencor y la inquina. Una vez más, cuando no parece haber vuelta atrás, la mirada de Mary Jane —esta vez, al no reconocer al hombre que quiere ser en ella—, inundada de dolor, le permite entender en qué se ha convertido y qué tipo de hombre quiere realmente ser. La batalla final —y sus posteriores consecuencias— ponen en relieve, a través del perdón —tanto a uno mismo como al prójimo— y de la confluencia de todos los elementos de la vida de Peter, que lo personal y lo político no son dos bandos opuestos en una vida; lejos de ser incompatibles, se solapan. Ni siquiera puedo reconocerlos como complementarios: el equilibrio interno y externo de la persona es tanto personal como político, no hay fronteras entre ambos.
La última escena de esta historia —que se prolonga hacia adelante, hacia el espectador— nos muestra a Peter estirando su mano hacia Mary Jane, en una ofrenda de reconstrucción que es también petición de baile. Los dos se abrazan sabiendo que no son los únicos bailarines, pues siempre se encuentran acompañados por las miradas de todos sus seres queridos, que los han conducido hasta ese punto. El último plano aúna las miradas de ambos; dos miradas entristecidas por todo lo ocurrido a sus espaldas, pero con la serenidad de quien ha dinamitado aquella quimera sistemática. Dos miradas llenas de la placidez de quien está en brazos de su amor, de quien reconstruye con ternura desde la consciencia de que lo político empieza en lo personal (y nunca termina).
Esta multiplicidad en las formas de la otredad extiende los horizontes políticos de la(s) mirada(s) y, por tanto, también los complejiza. No es lo mismo mirar a una persona desconocida —o que ella te mire a ti— que a alguien a quien quieres y conoces íntimamente —o que este te mire—. Tampoco parece idéntico dirigir tu mirada a una masa —la masa no es exactamente un mero conjunto de particulares— que a un individuo, de la misma manera que no es lo mismo que te mire un grupo a que te mire una única persona, etcétera.
De una manera tal vez poco intuitiva —igual esta es una de las causas por las que cuesta tanto deshacerse de aquel mito—, se va tejiendo una mirada colectiva proyectada por el sistema y canalizada hacia y por nosotros. Una proyección de ida y vuelta: nos induce a mirar —o a no hacerlo— de ciertos modos y, al mismo tiempo, cada persona participa en su propagación. Pienso esta «maldición impuesta por el tardocapitalismo a todos nosotros» como el funcionamiento eléctrico de un corazón: todos nacimos como células que mantienen, a la vez que sufren, los latidos de este sistema. El sistema capitalista (neoliberal), al ser uno de clases, encaja relativamente con la capacidad de automatismo y el fenómeno de supresión por sobreestimulación que caracteriza la fisiología del corazón. Hay una serie de células formando un nódulo (sinoauricular) que funcionan como el marcapasos del órgano; pero también hay varios marcapasos ectópicos, organizados de forma secuencial y jerarquizada, que se encargarían de que el corazón siguiese latiendo con suficiente fuerza y ritmo para que no se apagase. Estos subsiguientes marcapasos —latentes—, al ser excitados por el primero, quedan relegados de esta ocupación. El latido actual tiene su origen en el anterior, independientemente de las células que se encargasen de generar el impulso. Sin embargo, aún no se conoce la génesis del latido original.
Esta maldición atraviesa transversalmente, de formas más o menos directas, esta mirada colectiva, siempre tan presente en el cine de Raimi y que funciona como núcleo de Drag Me To Hell (2009). Este cuento moral, de castigo sobre el privilegio dentro de las propias clases oprimidas y nuestra responsabilidad dentro del aparato socioeconómico, se construye sobre la cuestión de cómo filtramos —en general y, especialmente, sobre los más oprimidos— la luz que emana del sistema.
La película, más allá de su prólogo, nunca abandona la mirada de su protagonista, Christine, que trabaja para un banco revisando las condiciones de los particulares que piden préstamos: sobre ella recae la decisión de concedérselos o no. Es una persona de clase media que se encuentra oprimida por una larga serie de mecanismos de presión: la familia de su novio cuestiona sus raíces, su jefe cuestiona sus decisiones, el propio sistema vigila de cerca su escalada socioeconómica o su alimentación/su aspecto/su cuerpo, etc. Pero todo ello no la lleva a considerar cómo ella misma extiende estas presiones hacia los demás o cómo hace uso de los privilegios que sí tiene. La representación de la cultura gitana —por otra parte, muy problemática— no aparece sino como la visión que ella tiene sobre dicho colectivo. Hacia el final del cuento se nos presenta una escena pausada —y, por ello, singularmente tensa— en la que Christine se encuentra en un diner observando a la gente que está cenando, con objeto de intuir alguna seña que le indique que alguna persona “merece” su maldición. La cámara reposa dubitativa sobre cada persona, hasta que finalmente queda claro que Christine no será capaz de condenar a ninguno de aquellos desconocidos: ni siquiera condena a su principal enemistad. Pero no se da cuenta de que lo que no es capaz de hacer en esa situación es exactamente lo mismo que hace en el banco a diario, lo que le hizo a una anciana tan solo unos días antes; algo que tranquilamente decide y decidiría repetir.
Por esta razón, me gustaría abrir este texto y no firmarlo con un punto final, un The End que indicase que el tema queda zanjado. A lo largo de su escritura, se dieron momentos en los que la inseguridad y la autocompasión me cegaron: fueron otras miradas las que me salvaron. No es sino la mirada de quienes más quiero la que me permite elegir sobreponerme al determinismo al que me conducen todos mis miedos, en los momentos en los que mi propia mirada se vuelve insuficiente. Mi ilusión es que estas palabras actúen como una laguna de agua, una pantalla reflectante en la que quepan mi mirada y todas las vuestras, que permita que todas ellas se crucen y reorganicen —e, incluso, se aclaren cuando sea necesario—. Todo esto tiene algo que ver con aquella petición de baile: una llamada con anhelo de eco y respuesta, un reclamo para que consideremos el efecto de nuestra mirada y busquemos uno mejor. Un canto arrítmico que llama a luchar contra el marcapasos entonando que, si algún día nos llega el turno de mantener y trasladar el latido, hagamos todo lo que esté en nuestro poder —personal y político— para ahogarlo y comenzar en un corazón nuevo. Tal vez la causa de aquel antiguo latido iniciático nunca deje de ser un misterio, pero hoy os invito a que seamos juntos el fundamento del último:
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