Quizá uno de los mejores, por breves, comentarios a esta Una elegía rural, adaptación del libro de J. D. Vance Hillbilly, una elegía rural: Memorias de una familia y una cultura en crisis, haya venido de la prolífica Joyce Carol Oates. En un tuit lanzado poco después del estreno, la autora de Blonde o Qué fue de los Mulvaney asegura que todo en la película de Ron Howard está descontextualizado, pudiendo ocurrir en cualquier otro lugar en vez de en el cinturón del óxido del Kentucky profundo.
Es quizá la crítica más generosa que ha recibido Hillbilly en Estados Unidos, donde sus posibilidades de concursar en los Oscar se han desvanecido incluso antes de su estreno, habiendo sido tildada de poco más que un ridículo y genérico melodrama que, para más INRI, glorifica una América tradicional deprimida y olvidada.
Ciertamente, y dando (por el momento) la razón a los críticos, Howard malgasta las enormes posibilidades del filme, en sus manos un lujoso melodrama con saga familiar, solo que con caravanas y éxtasis en vez de grandes mansiones y viñedos. Efectivamente, hay filmes que abordan de una manera aparentemente tangencial la misma problemática (se me ocurre de primeras, por ejemplo, El francotirador, de Clint Eastwood) y que muestran mejor y en menos tiempo, de una manera más compleja, ese complicado conflicto psicológico, económico, político y social que anida en lo más profundo de los Estados Unidos de América.
Una elegía rural está basada en la vida del propio Vance, un joven apalache criado por su abuela que acabó en el Cuerpo de Marines y licenciándose en Yale. El filme se centra en el conflicto de identidad del propio joven, quien recuerda su problemática infancia con su madre, Beverly (Amy Adams) y su abuela Mamaw (Glenn Close) justo en prolegómenos de un momento profesional trascendental.
Pese a algunos episodios de violencia doméstica más bien sórdidos y algunos otros guiños al sistema de salud y la deprimida economía familiar de los Vance, Howard reduce la problemática del filme a la de un filme sobre las adicciones de Bev y los efectos colaterales dañinos que puede generar en sus hijos, dejando en la cuneta toda la problemática socioeconómica que propicia el uso de este tipo de sustancias y la ambivalente personalidad de sus habitantes. Adams y Close apuntan a Oscar, pero el aire “grand-guignolesco” de su caracterización da un peligroso punto de caricatura que, por suerte, ambas actrices saben sortear (y más cuando, al final, presenciamos las grabaciones domésticas reales de los Vance: ambas actrices son dos gotas de agua con sus referentes).
No obstante, el filme resulta, por eso mismo, más bien una oda al sueño americano tradicional que un comentario a sus abundantes zonas de sombra, y ni mucho menos deriva en una severa crítica social a las clases bajas obreras. Por un lado resulta de agradecer que Howard haya desechado realizar un cínico retrato de esa América rural blanca que propició la victoria de Trump (y que volvió a votarlo en masa en 2020, dejándolo a las puertas) desde el punto de vista de un demócrata californiano (por mucho que él proceda de Oklahoma), pero por otro Una elegía rural pierde empaque como esa gran obra americana que podría haber sido y en la que quizá, en alguna fase previa en su ejecución, aspiraba a convertirse.
El lado positivo es el tratamiento dinámico y expresivo del filme, efectivamente elegiaco y para nada televisivo en un sentido típico (sí en el cinematográfico) que imprime a las imágenes la fotografía de la francesa Maryse Alberti (El luchador, Happiness). También la banda sonora de Hans Zimmer y David Fleming, capaces de reforzar el dramatismo y la emoción sin tampoco destacar en exceso en los momentos lacrimógenos. En conjunto, y ciñéndonos a lo que finalmente Howard ha entregado al público, simplificaciones aparte, Una elegía rural es un correcto melodrama que se ve mejor que la media del género y resulta incuestionablemente entretenida y, por momentos, hasta eficaz.
No obstante, y viendo las posibilidades desaprovechadas de esta Hillbilly, en la memoria del aficionado surge otro retrato familiar de Howard, estrenado precisamente en la misma época en la que se ambienta la aquí presente, y catalogada como comedia pese a ser mucho más oscura de lo que se recuerda. Nos referimos a Dulce hogar… a veces, un notable filme quizá mejor redondeado por, precisamente, poseer un envoltorio cómico y de clase media que Howard, pese a ser un director entonces experimentado (estamos en 1990) supo manejar con más mordiente y autenticidad que el presente retrato social.
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