La pasada feria pude comprobar cómo escritores reconocidos —omitiré los nombres por no herir sensibilidades— dentro del panorama literario nacional, algunos incluso internacional, se paseaban, cabeza en alto (ya fuera de la caseta y terminada su firma), entre el público visitante ante la más absoluta indiferencia de este. Casi nadie reparaba en su presencia y, si lo hacían, no asociaban su cara a la de ningún prestigioso autor o autora.
Eso sucedía en el contexto de una Feria del Libro, teóricamente repleta de lectores y conocedores del mundo de las letras. No quiero imaginar qué sucederá en el día a día de esos escritores cuando bajan al supermercado a por un litro de leche, a la frutería a por cebollas o sacan a pasear su perro para que haga un pis por el parque más cercano.
¿Se imaginan a Michael Phelps dándose un garbeo tan tranquilo por las inmediaciones del Estadio Olímpico antes de saltar a la piscina? ¿O a Messi por los aledaños del Nou Camp un día de partido? No, no creo que eso fuese posible. Es más, dudo que cualquiera de ellos pudiese poner un pie en la calle, o desayunar unas tostadas con aceite y tomate en el bar de enfrente, sin que las hordas ciudadanas les asediasen en busca de un autógrafo, un saludo, o simplemente deseosos de rozar alguna parte de su anatomía de manera casual.
Se trata, pensarán ustedes, de algo normal y absolutamente natural; positivo, incluso. En la literatura lo importante no es el autor, sino su obra. Los escritores no son personajes mediáticos ni tienen por qué serlo. Y yo, estoy completamente de acuerdo.
Me pregunto entonces de dónde se nutre el ego que en ocasiones engorda a muchos de ellos. Pues, como todos sabemos, la vanidad se alimenta de la mirada ajena.
Pero aparquemos por un lado esta anécdota y vayamos a otra. Hace unos días un amigo común me contó que un escritor se levantó ofendidísimo de un club de lectura —no de una presentación— al que había sido invitado porque algunos de sus integrantes criticaban ciertos aspectos de su obra.
El escritor visiblemente alterado abandonó la tertulia alegando que él no había aceptado la invitación para ser humillado.
Mi amigo, allí presente, asegura que en ningún caso nadie pretendió tal cosa ni era su proceder, y que simplemente se comentaban con él —incluso se preguntaba, aprovechando su presencia— algunas partes de la novela que no habían gustado tanto o que, a juicio de algunos presentes, no estaban del todo bien resueltas.
En eso consiste un club de lectura, ¿no? Las personas que lo conforman deciden leer un libro y luego comentar abiertamente qué les ha parecido a unos y a otros. A veces, si se tiene la oportunidad —como era el caso—, se invita al autor; al que, por supuesto, se le pregunta y, si tercia, se le critica —para bien y para mal—. Dentro, obviamente, de los límites que imponen las mínimas reglas de cortesía y respeto.
Yo en alguna ocasión he tenido la oportunidad de asistir como autor invitado a alguno de ellos y también he tenido que oír algún varapalo argumentado —dicho sea de paso— hacia mi obra. Y, sinceramente, me ha parecido un lujo poder escuchar de primera mano la opinión de los lectores sobre un texto escrito por mí. De lectores verdaderos, no de amigos y amigotes condescendientes que te pasan la mano por el lomo y te dicen brindando con otra caña que tu talento está al alcance de muy pocos.
¿De dónde se nutre el ego que en ocasiones engorda a muchos escritores?, me preguntaba unas líneas más arriba. Pues supongo que de ahí, de las alabanzas vanas y fútiles. Hemos convertido el mundo de la literatura en un mundo endogámico que se retroalimenta a sí mismo y que prefiere el halago del lugar común entre compañeros antes que la crítica fundamentada de un lector, al que el propio escritor desprecia si esta no es de su agrado.
Volvamos de nuevo a la comparación con el deporte. Cualquiera que abra un diario deportivo, o sintonice un programa en la radio, comprobará que están llenos de críticas despiadadas —con ese tono épico que suele gastarse la crónica deportiva— hacia los ídolos del fútbol, tenis, automovilismo o baloncesto. También de alabanzas, por supuesto, pintadas con el mismo tono grandilocuente.
Pero de eso va la cosa, se reparten según toca, y en la misma proporción palos y lisonjas, que el deportista en cuestión aguanta con estoicismo y, valga la redundancia, deportividad. Por lo menos, le guste o no, sabe que es parte del juego, en este caso del juego fuera del terreno.
Lo mismo sucede en la música o en el cine, donde la crítica especializada no tiene ningún reparo en expresar su disconformidad con una película o un disco y puntuarla dentro de una escala con el logaritmo que considere oportuno.
En la literatura no es así, los palos son entendidos como mala educación y las lisonjas como obligadas.
Cualquier padre o madre sabe que si educa a un niño solo a base de regalos, elogios, aplausos…, y se obvia las reprimendas, los castigos, o las llamadas de atención ante su mal proceder; lo que acabará consiguiendo es tener en casa a un pequeño dictador egocéntrico e insoportable que se paseará por el barrio y el patio del colegio con aires de superioridad, hasta que la vida le devuelva a la realidad de una bofetada metafórica —quién sabe si literal—.
No sé cómo estamos educando a nuestros “vástagos literarios”, pero intuyo que un azote de vez en cuando, como en la época en que nuestras abuelas hacían volar zapatillas, no les vendría nada mal a algunos de ellos.
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