Otro 6 de diciembre, el de 1768, hace hoy justo 255 años, Edimburgo, la capital de Escocia, no sólo es una de las capitales culturales del Reino Unido, también lo es de Europa entera. La ciudad en la que Adam Smith escribe La riqueza de las naciones —que verá la luz en 1776— es la misma en la que trabajan filósofos como David Hume y Adam Ferguson. Entre sus vecinos también cuenta James Boswell, quien en 1791 dará a la estampa la Vida de Samuel Johnson, y en breve —1771— verá nacer a Walter Scott. Un día como hoy comenzaba para el que habrá de ser el solar natal del autor de Ivanhoe (1820) un momento estelar.
Lo rigurosamente cierto es que Colin Macfarquhar y Andrew Bell, un editor y un grabador edimburgueses, respectivamente, decidieron crear una enciclopedia que sirviera a la nueva era de la erudición y la ilustración. Eso sí, desde una perspectiva claramente conservadora frente a la propuesta francesa, que se pretende un compendio del saber racional. La Enciclopedia británica, que llamarán a la nueva publicación, será tan conservadora que sus ediciones venideras estarán dedicadas al monarca de turno. Para imprimir la primera, que se puso a la venta otro seis de diciembre en la imprenta de Nicholson Street de Macfarquhar, éste y Bell formaron una «Sociedad de Caballeros». A fin de coordinar y dirigir la edición contrataron al erudito William Smellie.
En el primer anuncio de la Enciclopedia Británica, aparecido en el Edinburgh Evening Courant el 10 de diciembre de 1768, se da noticia de que la obra, que organiza sus artículos alfabéticamente, acomete en ellos los nuevos “tratados y sistemas de las diferentes artes y ciencias”. Se comercializará en fascículos semanales. Ese mismo habrá de ser el caso de tantas enciclopedias, con la democratización de estas publicaciones que traería la segunda mitad del siglo XX; los fascículos y las ventas puerta a puerta.
De momento, la aparición de esta primera edición de la británica se prolongará hasta 1771, cuando la última entrega complete el tercero de los tres volúmenes que la integran. Resultan pocos frente a los 17 de la Enciclopedia francesa. No obstante, sus responsables sostienen que su principal virtud es “su utilidad”.
“Las enciclopedias», apunta Julián Marías en su Prólogo General a la primera edición española de Gran Enciclopedia del Mundo (Durvan), puesta a la venta en 1961, «son los instrumentos de una nueva técnica necesaria: la del manejo del saber”. En cierto sentido, el origen de estos textos puede remontarse a la Sumeria del cuarto milenio antes de la era común. La erudición sitúa allí un glosario temático de palabras. Andando los siglos, la gran cantidad de tratados de Aristóteles —Poética, Retórica, Lógica, Política, Física, Psicología, Biología, Ética…— también guardarán un saber enciclopédico.
Ya en el siglo I existieron la Historia Natural de Plinio el Viejo, las Etimologías (627-630) de San Isidoro de Sevilla o la Encyclopedia orbisque doctrinarum, hoc est omnium artium, scientiarum, ipsius philosophiae index ac divisio (1517) de Johannes Aventinus… En fin, son muchas las enciclopedias anteriores a la británica, y también serán muchas las que vendrán después. Máxime si se considera que, según vayan pasando los siglos, la humanidad avanzará más y más en la lucha contra el analfabetismo y en su afán de sabiduría.
Habida cuenta del éxito de la primera, la segunda edición de la Enciclopedia británica se pondrá a la venta, también por fascículos, en 1777. Ya a comienzos del siglo XX (1901), aunque seguirá conservando el nombre, la antigua iniciativa de aquel “club de caballeros” escoceses habrá dejado de ser británica para convertirse en estadounidense. Por su erudición y su estilo literario, será considerada una de las mejores del mundo. Cuando el 13 de marzo de 2012 sus últimos editores anuncien el final de su edición en papel, para dedicarse exclusivamente a su versión para la web, estará integrada por 32 tomos.
“La enciclopedia establece un ideal de saber, siempre perseguido y casi siempre frustrado: la unidad de la ciencia, la unificación del globus intellectualis”, sostenía Julián Marías en ese prólogo ya citado.
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