Antes de la llegada del Coronavirus, el verbo “viralizar” era empleado no sólo en sentido positivo, sino como sinónimo de éxito y objetivo obligado de toda promoción en redes sociales. Nunca me fue simpático, a todo esto, no solamente por la ligereza a menudo babeante con la que se le empleaba, sino porque solía ser moneda corriente entre fanfarrones, buscavidas, charlatanes y parásitos varios. Si alguien por ahí quiere que le pierda el respeto en el momento mismo de conocernos, solamente preséntese como influencer.
¿Qué pensarías, sagaz Cuarentenario, de un estratega publicitario que ofreciera a sus clientes campañas promocionales diseñadas para hacer metástasis en el mercado? ¿Qué tantos trapecismos conceptuales serían necesarios para dar a entender que son cosa estupenda esas analogías oncológicas? ¿Y en qué momento el virus —el peligro viral, nefasto de por sí para organismos vivos y sistemas informáticos— tomó la forma de una buena noticia? ¿Cabe desear un virus de alegría, una infección de solidaridad, una pandemia de buenaventura?
Según Hitler y Goebbels, la política se divide en tres partes: propaganda, propaganda y propaganda. Y es ahí donde el verbo viralizar encaja del primero al último engrane. El odio transmitido por contagio funciona a modo de infección viral. Una vez absorbido se reproduce dentro del organismo, comúnmente a despecho de gratitud, empatía, autoconfianza, buenos sentimientos y demás anticuerpos malogrados. Encontrar bueno, sano o conveniente un virus es como hablar de un noble torturador o celebrar los réditos de una inmensa catástrofe: sólo les viene bien a los villanos, si es que además son unos cinicazos.
Tal vez no debería dar por hecha la caída en desgracia de la moda viral. Hoy que todos tenemos licencias generosas para expresar las ocurrencias más extravagantes con el pretexto de que el mundo se acaba, esperar algún límite para la inconsecuencia de nuestros semejantes —mal llamados, algunos— parecerá una apuesta demasiado riesgosa, semejante a dar crédito a los buenos propósitos de un farol de la calle.
Antes de que me taches de purista —ojalá no seas de esos resentidos textuales— valdría la pena, noble Cuarentenario, que tomaras en cuenta la falta que hace el verbo viralizar en los tiempos que corren. Nos llega información viralizada —es decir infecciosa, nociva, envenenada— a la que más valdría tratar como deshecho radiactivo, ya sea porque propaga la superstición, contagia la ignorancia o te infesta el cacumen de tirrias y complejos inmamables. Y en lugar de eso zas, la whatsappeamos. ¿Qué era la propaganda del Tercer Reich, sino inmundicia hábilmente infecciosa? No hay como una pandemia, con su correspondiente recesión, para esparcir el odio, y en lo posible viralizarlo. Los perdedores necesitan culpables y en las crisis son muchos los que pierden.
Hace ya un par de tardes que el vecino de atrás se abstiene de viralizarnos el aire con sus hip-hops, de manera que no he querido provocarlo ni con una rociada de Bebel Gilberto. Me encierro en los audífonos, que en términos de profilaxis sonora equivalen a colocarle al mundo un cubreboca, y busco en mi quehacer la inmunidad bastante para evitar que el alma se me pudra (calamidad, por cierto, sobre cuya incidencia tampoco existen números confiables). Arre, Cuarentenario, la vacuna eres tú.
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