Una cálida y sobria elegancia. Es lo primero que percibo de Sebastian Barry (Dublín, 1955) en el café del hotel donde voy a entrevistarlo después de leer su última y espléndida novela, Días sin final, publicada por AdN (Alianza de novelas). Unas manos cuidadas y fuertes, en uno de cuyos dedos —los dedos que escriben— destaca un sello dorado. Es el mismo que he visto en la fotografía de la solapa del libro; en la mano donde apoya su rostro serio y afilado por la barba, cuyos rasgos se esponjan, al hablar, llenos de cordialidad. La mirada, afilada, observadora, el ceño fruncido por pausadas reflexiones. Vive en los montes de Irlanda. Lo imagino paseando entre bosques. Imagino barro en sus botas; ropa con olor a leña, largas conversaciones con su familia, con su hijo Toby, a quien está dedicada esta novela.
—En realidad ha sido un regalo que él me ha hecho a mí —dice—.
Un regalo a quienes hemos leído el libro, pienso, pero no lo digo. Toby tiene 16 años, es homosexual, algo que en Irlanda, como en otras muchas partes del mundo, es un hecho inaceptable para las mentes obstusas.
—¿Qué te ha enseñado tu hijo? —empiezo preguntándole.
—A respetar, a reverenciar su vida. La vida.
—Y así te has convertido en Thomas McNulty, el protagonista y narrador de esta novela, un irlandés del siglo XIX enrolado en el ejército de Estados Unidos, y enamorado de otro hombre, John Cole.
—No soy Thomas, pero soy la persona que se ha sentado a su lado, para escuchar atentamente lo que él tenía que decir. Lo primero que debe hacer un escritor es aprender a escuchar la voz de sus personajes. Recuerdo el momento en que sucedió. Estaba en mi despacho. Había escrito ya 30 páginas. Pero todavía Thomas no había comenzado a hablar. Entonces dijo la primera frase de esta novela: “La forma de preparar un cadáver en Misuri se llevaba la palma, desde luego”. Y se hizo presente en mi habitación. Por supuesto, Thomas ha venido al mundo con cualidades de otras personas, sobre todo de mi hijo Toby, que es una persona valiente y noble. Pero hay que creer en esa magia de la literatura que hace verdadera la invención: hay que esperar a que el personaje se manifieste. Si yo fuera el que hablara directamente en la novela, el libro sería mucho peor.
—¿Desechaste esas primeras 30 páginas?
—Estaban escritas en primera persona, pero no pertenecían todavía a la voz de Thomas, sino a la mía. Siempre trabajo así. A un lado el fuego, al otro yo, sentado para escuchar lo que un personaje —que todavía no existe pero va existiendo conforme habla— tiene que contarme. Y hay que dejar que el personaje narre su historia de una manera dinámica, para que el que está escuchando no se aburra ni se quede dormido. La primera vez que Thomas se asomó ante mí fue en una conversación con mi abuelo, hace 50 años, cuando estaba investigando sobre los indios americanos y la evolución de la lengua inglesa en otras épocas y lugares.
—¿Está tu abuelo, por cierto, en esta historia? En España a nuestros abuelos no les gustaba hablar de la guerra. Había que imaginar su historia. ¿Ocurría lo mismo en vuestro caso respecto a la dramática emigración de los irlandeses hacia América en el siglo XIX? ¿Has tenido que inventar sobre el silencio, sobre el secreto?
—Muchas veces el silencio es más importante que las palabras. También en mi país hubo una guerra civil. Y he escrito sobre este silencio en otras novelas. Todo lo que sabía es que un antepasado mío había estado en las guerras indias. Este conocimiento a medias es bueno para un escritor, porque el resto hay que sacarlo de la imaginación. Pero al lector todo esto le da igual. Lo único que le importa es su propia sensación al leer el libro. Si el lector siente que es real, el libro cumple su verdad. No se trata solo de imaginar lo que pasó, sino de contar la historia escondida, subyacente, y que parezca real. Hacerlo es bueno para la salud mental de un país. El hecho de olvidar la desgracia de las guerras podría ser curativo para algunos. Pero si este conocimiento no pasa a las siguientes generaciones, una de ellas, tarde o temprano, sufrirá una psicosis de olvido. Contar el horror de un país, imaginar sobre su silencio, es una especie de medicina.
—Una de las grandes virtudes de esta novela es que el lector vive dentro de ella. Siente frío, siente hambre. El hambre es uno de los motores de esta historia y de aquellos irlandeses que tuvieron que emigrar a América. Hay una frase que dice: “El hambre te despoja de lo que eres”. Y esa emigración llena de pobreza y de dolor se convierte a su vez en ejecutora de la barbarie, durante la guerra contra los indios y también en la guerra civil de EE.UU. Por el grado de devastación al que la gente ha llegado. Como si nada importara ya. “Éramos fantasmas”, afirma Thomas, el narrador. ¿Tenías el propósito de narrar esta paradoja desde el principio?
—Después de décadas de trabajo, confío en la intuición para escribir, sin planes premeditados. El libro debe sorprender primero al escritor, para que después pueda sorprender al lector. Así que lo escribí dejándolo fluir. Disfruté tanto haciéndolo que al terminar desconfiaba de mi propio trabajo. Desconocía el resultado, precisamente porque la experiencia de escribirlo había sido muy intensa. Por tanto, no tenía un plan para demostrar una tesis histórica determinada. Entre otros motivos porque considero fundamental que el lector se abstraiga de los hechos históricos en sí mismos, de modo que pueda ser partícipe de la voz de la novela. Pero es una buena pregunta, que me hace pensar en lo siguiente: este libro es la descripción de un fantasma que se va haciendo visible gracias a sus acciones y a los caminos que decide tomar hacia el oeste.
—A propósito del oeste, el western es un género que proyecta un lugar sin reglas, un lugar que la civilización occidental no ha inundado todavía con el Estado o con sus leyes. Hay solo territorio, naturaleza, indígenas que tienen su propia manera de ver las cosas. Entonces, en el encuentro entre los dos mundos, se establece un diálogo destructivo. El protagonista parece tener una visión ética sobre este asunto.
—La historia de EE.UU. se ha escrito para dar validez a un proyecto muy concreto. EE.UU. es una estructura que viene del colonialismo. Querían independizarse del Reino Unido, pero luego ellos mismos se convirtieron en colonizadores. De todas formas, no traté de enfrentar dos posiciones, ni desde luego demostrar que los escritores tengamos una ética especialmente elevada. Se trataba de contar, sencillamente, la destrucción, las masacres que se produjeron. Hay que ver a los protagonistas de la novela en este contexto. No había Estado, pero tampoco supermercados. La gente tenía que alimentarse, y defenderse, y para ello tenía que disparar antes de que otros lo hicieran. Son los instintos más primitivos de la humanidad. Los principios éticos acaban bajo este fuego cruzado. Con los indígenas de Norteamérica ocurrió lo mismo que sucedió en Europa miles de años atrás con las tribus originarias. En el caso de Irlanda, sin ir más lejos, las primitivas poblaciones de pescadores fueron exterminadas por emigrantes que venían, por cierto, de la Península Ibérica. El ser humano parece crear su entorno borrando lo que encuentra a su paso, y así construye sus familias, la felicidad y la tristeza. Habría que hablar más bien de una superética, algo que forma parte de la psique humana. En el caso de los irlandeses que emigraron a América en el XIX, ellos habían sido colonizados setecientos años antes. Y, después, como se cuenta en esta novela, ellos hacen lo mismo con los indígenas de Norteamérica. Es importante tener en cuenta los diferentes puntos de vista. Ahora mismo, mientras hablamos, se está demonizando a los coreanos, a China, al mundo árabe. Es como una especie de farsa. Si analizamos el ADN de todos los seres humanos, desde los japoneses a los españoles, procedemos solo de tres mujeres africanas. Esto tiene dos lecturas, una positiva y otra negativa. La positiva es que todos venimos de la misma familia. La negativa es que todos procedemos de la misma familia. Y las familias crean su entorno destruyendo lo que encuentran a su paso. Los indios americanos estaban allí hace milenios, pero no dejan de ser como los que llegamos después. Cuando te encuentras a una persona destructora, la juzgamos, como podemos juzgar al protagonista de este libro. Pero él no era así por naturaleza, sino que se ha convertido en destructor porque ha sufrido lo mismo, él o sus antepasados. Es lo terrible del mundo en el que vivimos. Nuestra capacidad de reducir todo a escombros.
—Hablemos de esos escombros. Las escenas de batalla están construidas con una vivacidad increíble. El lector acaba luchando y corriendo con los soldados irlandeses en cada batalla. Esto me ha impresionado bastante: irlandeses que se matan entre sí, bajo banderas en las que no creen necesariamente, sean del Sur o del Norte. Me hizo pensar que era la pobreza la que se mataba entre sí.
—Es que si estabas en edad militar y saltabas de un barco, en EE.UU., durante la Guerra Civil, estabas obligado a alistarte en el ejército para obtener la ciudadanía. Estamos hablando de decenas de miles de irlandeses que desembarcaban en esa costa, que habían sobrevivido al hambre de su tierra y de la travesía, que aún estaban hambrientos y furiosos, y a los que se les obligaba a luchar en una guerra que no era la suya. Muchos ni siquiera hablaban inglés, solo gaélico, y se les daba una bayoneta para matar. La guerra civil de EE.UU. fue una especie de guerra civil entre irlandeses. Porque, de hecho, en colinas contrarias, había irlandeses que gritaban en gaélico las mismas consignas mientras se arrojaban los unos contra los otros. Y la razón no era solo la pobreza, sino la obligación. Si no entrabas en el ejército, no te podías quedar en EE.UU. Lo llamamos guerra, pero es algo mucho más complejo. La violencia, en efecto, nace del hambre y de la furia. Al investigar sobre esta historia me sorprendió la capacidad de violencia de los irlandeses, por encima de esos tópicos sobre el buen humor de nuestro pueblo. Lo vemos hoy en Oriente Medio: víctimas sobre las que solo sabemos su destrucción. Ninguno estamos exentos de este tipo de comportamientos en circunstancias similares.
—Un tema muy original de la novela es el travestismo (más allá de la homosexualidad) del personaje principal. Esta idea del travestismo y del disfraz es una especie de necesidad que se plasma también en otros personajes, como en el encuentro con unos guerreros indios que también se travestían. Puede sonar estrambótico, pero en la novela se presenta de una manera absolutamente natural.
—Existen multitud de fotografías durante las guerras indias y la guerra civil de hombres disfrazados de mujeres, o de hombres que parecen enamorados, aunque lo disimulan. Cuando cumplió 16 años, mi hijo me confesó que era homosexual y yo me vi en la obligación de entenderlo. Fue una especie de universidad para mí sobre la homosexualidad. Se usa la palabra «tolerar» en estos contextos. Pero no es la palabra correcta: respetar, reverenciar al otro sería mucho más exacto. Thomas, el protagonista de la novela, necesita hablar de su amor por un hombre. En el siglo XIX no existían las palabras que tenemos hoy para hablar de la homosexualidad, que llegó a considerarse entonces una patología curable por los médicos. Para mí, escribir esta novela era contar una historia interior de libertad absoluta. Yo, que me defino a mí mismo como un estúpido heterosexual, estuve encantado de contar la historia de amor entre dos hombres. Sentí una especie de adoración al escribir sobre ellos. Hay un momento en la novela en que uno de ellos describe al otro, a la luz de la luna, admirando su belleza, a la que el mismo astro no puede añadir nada más. Esta es esa sensación de adoración, de reverencia. De libertad. El ser humano, durante la mayor parte de la Historia, ha condenado a los homosexuales. Pero para mí ha sido mágico, un don, poder escribir sobre este asunto. Esto sí es ética, por cierto.
—Ciertamente, hay luz en este libro. Dentro de toda la violencia y barbarie que muestra, el amor lo impregna por completo. Hay un canto constante al amor, a la amistad y a la lealtad. Un agradecimiento a la vida y a la belleza. La tristeza y violencia de la Historia social se confronta a la historia íntima de las personas.
—Totalmente de acuerdo. En otra novela, La escritura secreta (publicada por Belacqua, en 2009), uno de los personajes afirma que el mundo es bello por naturaleza y que si fuésemos otro tipo de seres, no humanos, también tendríamos que estar satisfechos con este mundo. Yo baso mi fe en esta frase. Y Thomas McNulty también está de acuerdo.
—Según entiendo, esta es una novela inspirada, que se ha ido construyendo de una manera intuitiva. Sin embargo, funciona como una construcción perfecta, con tensión creciente e incluso una catarsis final.
—Siempre que hablo de intuición al escribir, me refiero a permanecer atento a lo que pasa en el interior de la historia.
—Qué bien visto está esto. No lo que el escritor quiere escribir, sino lo que la historia está escribiendo sobre sí misma.
—En efecto. Pero debo confesar que tengo un mal hábito como escritor: suelo matar a mis protagonistas. Y, aquí, sin embargo, cuando llevaba escritos dos tercios de este libro, me sorprendí por la idea de que necesitaba un final distinto. Normalmente, en la ficción, las historias entre homosexuales no terminan bien (pienso, por ejemplo, en Brokeback Mountain).
—Pero el final de Días sin final es muy diferente.
—Una redención. Por fin. A pesar de las masacres, a pesar de la guerra, Thomas, con esta redención, trasmite que merece esa felicidad.
Estoy apuntando en mi cuaderno esta última idea, cuando Sebastian Barry me cuenta:
—A propósito de Brokeback Mountain, también van hacer una película de este libro. Producida en Londres y dirigida por un australiano. Como tardan tanto en terminarlas, espero seguir vivo para verla.
—También yo. Aunque no será fácil que iguale este libro.
Pienso en la profundidad de esta historia y en la belleza que transmite. Pienso, mientras me despido de Sebastian Barry, que me voy a ir sin preguntarle por el sello que lleva en la mano derecha. Sospecho que oculta otra historia de firmeza, amor y lealtad.
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Autor: Sebastian Barry. Título: Días sin final. Editorial: AdN (Alianza de novelas). Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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