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Secuelas: Bertita

Secuelas: Bertita

A pesar de sus dieciocho años la pequeña Berta a veces tenía días como éste, en los que preferiría no despertar sino hasta la hora en que debía entregarse al sueño nuevamente. En los que tareas simples como la de levantarse se volvían de una tristeza incalculable. Abrir los ojos sin lagrimear era ya una batalla perdida. Ni hablar de lo que provocaba ver al sol como una yema reventona en el cielo reclamándole ser feliz. Porque si el sol salía, tan generoso, una debía disfrutarlo, debía ser feliz. «¡La vida es para disfrutarla! ¡La vida es bella!», exclamaba desde allá arriba el resplandeciente as de luz.

Con un tremendo esfuerzo se calzó las pantuflas y se asomó a la ventana. Tal y como imaginó todos caminaban allí fuera radiantes de felicidad, y se sintió peor. El mundo seguía girando aunque ella no interviniera en el asunto, desgraciado. Los veía pasar activos, enérgicos, abiertos, generosos, llenos de proyectos fantásticos, de ganas de lograrlo, decididos a ir por ello, y ella lo único que tenía por delante era una espantosa prueba de álgebra. Las lágrimas estallaron en sus ojos nuevamente. «Imbéciles», se dijo acongojada. Que civilización tan imbécil… ¿A dónde creen que se dirigen con tantas ganas, tanta soltura y optimismo? ¡Cuánta prisa, cuanta prisa, lástima que no hay donde llegar! «¡No hay donde llegar!», gritó golpeteando el vidrio de la ventana, y cerró rápidamente las persianas del cuarto.

"Berta, tapada hasta las orejas, no esbozó un sonido. Mary levantó el reloj, acomodó la almohada y abrió nuevamente las persianas de par en par, dejando entrar al sol de primavera"

Ya totalmente a oscuras se sintió más aliviada. Qué engaño, todo es un engaño… Fijó su vista en el inexorable reloj que con sus ojos de números colorados le indicaba: «A cada momento sos un poco más vieja. Y ahora ya te queda menos tiempo. Y ahora unos segundos más vieja aún y menos bella. Y ahora más arrugas, menos vida, menos futuro, menos adelante, más cerca del arpa que de la guitarra, y lo peor es que aún no sabes a qué te vas a dedicar, Bertita. Ya no sos una nena y falta poco, menos de un año, y la escuelita se acaba, el chiste de ser chica llega a su fin y vas a tener que hacerte responsable de tu vida porque para algo te trajeron al mundo. ¿Me escuchás? ¡Mirame! ¡Mirame, no te hagas la desentendida! ¡No va más lo de hacerse la chiquita de la casa, la alegría del hogar! Hay que crecer, Berta, ¡¡el tiempo pasa, pasa, pasa, pasa!!«. La alarma sonó cual irónica carcajada. La pequeña Berta revoleó una almohada contra el denigrante aparato, que cayó al suelo ruidosamente. «¿Qué pasó?», se escuchó el grito de Mary escaleras abajo. Después el sonido de los pasos y la puerta abriéndose. «¿Qué paso, Be? ¿Be?».

Berta, tapada hasta las orejas, no esbozó un sonido. Mary levantó el reloj, acomodó la almohada y abrió nuevamente las persianas de par en par dejando entrar al sol de primavera. Berta se hundió más en su cueva de sábanas de seda. «¿Be, está bien? Ya es hora de bajar». «Me siento mal», bufó la nena. «Pero hoy es la prueba de matemáticas, vamos, que estudió tanto y va a faltar, no sea porfiada, si se sabe todo, le va a ir bárbaro. Ande, que está el desayuno preparado». «Otra», pensó Berta, «otra estúpida optimista. ¿Es que no van a dejarme en paz en este día?». Mary salió tintineando como una campanita alegre y cerró la puerta.

"No quiero que me busques, Edgardo, no quiero que te ilusiones vanamente porque no tengo lo que pretendes. Además, si me enamoro luego al perderte sufriría horrores y no quiero sufrir, ¡no quiero sufrir!"

La pequeña B recién entonces asomó la nariz. Tenía la sensación de que las ojeras le llegaban al suelo. Se miró al espejo y así era, no solo las ojeras le llegaban al suelo, veía su cabello igual al de un caniche alborotado, su piel cada vez más fea, su nariz más grande y sus dientes amarillos. Se largó a llorar de nuevo. ¿Qué iba a hacer? Era una consentida. En la casa pensaban siempre primero en ella, siempre todo para que ella sea feliz. ¡Sea feliz, sea feliz! ¡La vida es bella! Tan buenos que eran sus padres. ¿Cómo iba a retribuirles tanto amor? ¿Tanto afecto? No tenía con qué. Era una hija fracasada, un auto viejo para el desarmadero. Sí, en algún momento había sido una promesa pero ahora, con los granos en la cara, sus caderas ensanchándose de manera descarriada, su estúpida voz de hiena, ya todos habían bajado los brazos. Nadie esperaba nada de ella. La pequeña Berta era solo una boca a la que alimentaban inútilmente porque nunca iba a dar frutos. Como el peral del jardín, estaba seca.

Suspiró y se sonó la nariz en un estruendo. La barranca de este día iba cuesta abajo y parecía no tener fin. Sonó el teléfono. A Berta se le frunció la cara, miró el aparato, gravemente. El sonido le pareció el de la trompeta de una marcha fúnebre. Ya sabía quién era y no tenía el más mínimo deseo de atenderlo. El pobre chico la pretendía, su nombre era Edgardo, y encima era un buen muchacho. «No quiero que me busques, Edgardo, no quiero que te ilusiones vanamente porque no tengo lo que pretendes. Además si me enamoro luego al perderte sufriría horrores y no quiero sufrir, ¡no quiero sufrir! ¡No quiero que me dejes! ¡¡No quiero sentir el alma despedazada, el hueco en el pecho!!«. Berta le hablaba al teléfono concentradísima y éste de pronto dejó de sonar. Entonces enmudeció. Las lágrimas se le helaron. El pañuelito cayó al suelo silenciosa y lentamente. ¿Y ahora? Ahora no volverá a llamar nunca más. Ves que sos… Después te quejas, Bertita, vas a quedarte sola, sola, no vas a sufrir por amor sino por desamor, a menos que encuentres a un ciego o a alguien que te necesite por interés ¡o que dejes de espantar a los muchachos buenos de la manera en que lo haces! Te vas a quedar para criar gatos y cuidar hijos de vecinos. Después no te quejes, eh, después a llorar a la iglesia.

"Se limpió con el puño el jugo de la fruta y corrió a la ventana. El peral estaba allí, los brotes tiernos de un verde claro comenzaban a asomar"

Estaba por largarse a llorar de nuevo cuando desde abajo Mary volvió a llamar. Berta terminó de cambiarse y bajó con los pañuelos en la mano aunque se había prometido no llorar en público. Se quedó parada un momento frente a la mesa. Era un festín que cualquiera hubiera celebrado. Había panes recién horneados, miel silvestre, arrope casero que la pequeña B amaba los días de barranca arriba, una taza enorme de café con leche humeante, frutas frescas y cereales. Mary iba y venía sonriente, seguía tintineando como una alegre campanita. «¿De qué se ríe?», pensó Bertita. Mary le acercó el azúcar ofreciéndole la más ancha de sus sonrisas. ¿Puedo saber de qué se ríe una sirvienta que no tiene a futuro mejor proyecto que el de ser una sirvienta? Mary la miró como si le hubiera leído el pensamiento. «Mire, mi pequeña», le dijo. «Sufrir es a veces parte de la vida y es gracias a esos momentos que luego disfrutamos de la alegría. Después de una tormenta disfrutamos del sol, luego de la sequía la lluvia nos parece una bendición, después de una ausencia nos deleita la presencia, y además sufrir también tiene sus ventajas, ¿sabe?». La pequeña Berta escuchaba atentamente, agazapada tras el humo del café con leche. Mary continuó. «Sufrir la hace más fuerte, más tolerante, y el que más tolera menos sufre; entonces una sufre, se hace más fuerte y después sufre menos, mi pequeña; sufre, se hace más fuerte y después sufre menos, y después menos, y después menos y menos y menos… Una especie de el que ríe último ríe mejor, pero del sufrimiento». Mary estalló en una carcajada. «¿Qué le parece?». Continuó batiendo el bizcochuelo de lo más contenta. «Mi padre me enseñó a ver con los ojos de la esperanza». Berta miró a la sirvienta tan alborozada y de pronto notó que ya no era la sirvienta, era Mary. Sintió su tristeza pero ya no era tal cosa, era un escalón en donde apoyarse para pegar el salto, era la tormenta de la que podía aprender y guardar luego para la sequía, para las batallas que le esperaban a lo largo del camino. Sintió el calor del sol en la cara, dio un gran mordisco a la manzana y esta le supo deliciosa. Se limpió con el puño el jugo de la fruta y corrió a la ventana. El peral estaba allí, los brotes tiernos de un verde claro comenzaban a asomar. El viento los movía suavemente.

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* Este cuento es una “secuela” inspirada en el cuento «Felicidad», de Katherine Mansfield.

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