¡Por todos los dioses! Aquel vino estaba picado. Arrojó el contenido de su kylix, irritado, al fuego que ardía en el mégaron. Cogió un pellizco de queso y otro de torta de pan y se los llevó a la boca. ¡Por Hades! Le parecían insípidos. Tediosamente insulsos.
Melantio… Maldito traidor. Que Minos, Eaco y Radamantis le hayan adjudicado el más infame de los castigos en el Tártaro por toda la eternidad. Recuerda cómo, en el momento decisivo en el que, tras la prueba del arco, empezaba a cobrarse venganza de los pretendientes por haber ultrajado su hogar, el pérfido cabrero les prestó ayuda trayéndoles armas de su armería. Gallarda venganza se tomó: tras tenerlo amarrado y suspendido de una columna durante toda la noche, ordenó sacarlo al patio. Ante todos él mismo lo desorejó y lo desnarigó. Chillaba como un gorrín. Sin darle tregua lo agarró por los testículos y lo capó. Sin contemplaciones. Arrojó los despojos a los perros. Ordenó al porquero Eumeo que le cortara los pies y las manos y que lo dejara morir desangrado. Sus gruñidos atronaron el patio aún un buen tiempo.
Antes había mandado ahorcar a Melanto, la hermana del cabrero, que también había traicionado a su señora conchabándose con los pretendientes. A ella y a otras once más. Quien traicionara a Odiseo no hallaría tregua ni en el Hades.
Vuelve a llevarse el kylix a la boca. Esta vez no escupe el vino. Han pasado más de cinco años pero ante su trono, en el mégaron, sigue viendo los cuerpos de las decenas de pretendientes a los que dieron muerte él mismo, su hijo Telémaco, su fiel porquero Eumeo y el boyero Filetio. Sólo perdonaron la vida al aedo Femio, pues a través de él cantaban los dioses, y al heraldo Medonte, quien tratara siempre bien en su niñez al príncipe Telémaco.
Consumada la masacre mandó que las esclavas que se habían amancebado con los carroñeros retiraran los cadáveres y limpiaran la estancia. Telémaco, Eumeo y Filetio quitaron con una rasqueta los restos de sangre del pavimento, mientras Odiseo vigilaba severo a las esclavas traidoras, que, cuales golondrinas aterradas por el gavilán, revoloteaban sin rumbo. El propio Telémaco fue quien les puso la soga al cuello y las ahorcó.
A continuación ordenó a Euriclea que azufrara la estancia para expulsar los miasmas. Mas seis años después aquel salón aún apesta a la sangre y a los excrementos de los pretendientes. A pánico. Porque tras su muerte, miedo es los que sienten todos a los que se avecina. Un terror que los paraliza y los pone nerviosos cuando les habla. No se atreven a mirarlo a los ojos, siempre cabizbajos. Incluso lo detecta en Telémaco y en Penélope. La única de entre sus íntimos que lo trata como siempre es Euriclea, su devota nodriza.
Su perro favorito, al que seguía llamando Argos como aquel que lo esperó durante 20 años y murió de emoción al reconocerlo aun vestido de pordiosero, apoya su cabezota sobre sus muslos y le lame las manos. Es lo único que merece la pena en esa maldita Ítaca, esa islucha perdida en la inmensidad del ponto.
Lo aburren las chácharas insustanciales de sus huéspedes. Como buen Laertíada, sigue siendo para él un deber sacrosanto la filoxenía, el acoger con dignidad a quien acuda a su palacio, fuera de la condición que fuera. No olvida las humillaciones que le infligieron los pretendientes cuando se presentó ante ellos vestido con harapos y caracterizado como mendigo. Por eso todos los pordioseros de la isla y lugares limítrofes saben que tienen en su palacio una escudilla de comida caliente y una yacija donde capear la intemperie.
Pero las chácharas de los menesterosos y de algunos comerciantes y nobles que acuden a presentarle sus respetos lo hastían. Por muy fabulosos que hayan sido los viajes de éstos no se pueden comparar a lo suyos. Nadie ha tenido ante sí al infame Polifemo, que se comió a seis de sus amados compañeros antes de que pudieran cegarlo y escapar. Ninguno de ellos ha sufrido la desolación que causan Escila y sus seis cabezas de perro hambrientas de carne humana o Caribdis, capaz de engullir y regurgitar después navíos enteros. Ninguno ha muerto en vida y bajado al Hades para entrevistarse con Tiresias. Ninguno ha sentido el estremecimiento al encontrarse allí con Aquiles, loor y gloria de los aqueos, y confesarle éste que de nada le servía, muerto, la fama inmortal que había alcanzado entre los mortales: prefería seguir vivo y ser el más miserable de los esclavos. Nadie ha visto el ánima de Agamenón, pastor de reyes, revelándole que ha sido asesinado a traición por su propia esposa Clitemnestra y sembrando en Odiseo la duda de si Penélope hará lo mismo con él a su regreso. Nadie se ha enterado de la muerte de su madre al verla en el Hades convertida en penosa sombra.
Cuando el tedio y la indolencia se le hacían fango desaparecía de Ítaca. Acudía disfrazado a islas cercanas o incluso al continente, cerca de los territorios de su abuelo Autólico, y charlaba con los marineros que le contaban historias increíbles, preñadas de fanfarronadas, sobre sus viajes. Los más reacios a compartir sus travesías eran los cananeos y los de las Cícladas: se decía que habían descubierto una ruta hacia Albión, en el lejano Océano, allende las Columnas de Heracles, para traerse el preciado estaño, crucial en la aleación que junto con el cobre daba lugar al bronce, con el que se hacían casi todas las armas. Ninguno de esos pueblos quería renunciar al monopolio del estaño y no paraban de inventar monstruos terribles (ballenas de varias cabezas, grandes como una ciudadela, lamias chupasangre, chotacabras antropófagos,…) para aterrorizar a los marineros, supersticiosos como el que más, y que no osaran adentrarse en el Atlántico. Odiseo callaba y sonreía pícaro: él se había enfrentado a monstruos reales mucho peores que los que contaban esos bárbaros. A él no lo iban a amedrentar con consejas de vieja.
Lo tenía muy claro: iba a armar una tripulación y con ella partiría en una nave hacia Albión para encontrar la ruta del estaño y hacerse con el monopolio. Nadie podía compararse a él, Odiseo, el de los mil ardides, el conquistador de Ilión.
Le sirven una fuente con cordero asado. Al menos eso está bueno. Pide que le traigan vino de Quíos: es mucho mejor que el que cosechan en sus lagares. En todos los puertos a los que había acudido para curar su nostalgia había escuchado a aedos, esos cantores besados por las musas, cantando sus hazañas. Se había convertido en una leyenda viva. Nunca se dio a conocer: la fama le causaba urticaria, pero sí que se emocionaba atendiendo al rapsoda relatar sus desventuras. Lloró desconsolado varias veces cuando el artista recordaba a los compañeros que perdió.
Que las Moiras maldigan a los dioses todos, incluso a ellas mismas: 600 itacenses lo acompañaron a Ilión. De los cuales sólo regresó él. 600 muertos por su culpa. Algunos en circunstancias terribles. Varias generaciones perdidas. Sus mujeres, padres e hijos lo miran con resentimiento. Al igual que las familias de los pretendientes a los que dieron muerte.
Nadie parece darse cuenta de que al perder a esos compañeros perdió también a sus amigos de toda la vida, en quienes podía confiar a ojos cerrados. Que perdió también al Odiseo que hasta entonces había sido. Ignoran lo desolado que se ha quedado. Y, maldita sea, los más se buscaron ellos mismos su terrible final al desobedecerlo y comerse las vacas de Helios.
Nostalgia… Vaya palabreja. Se la enseñó Méntor, quien fuera su preceptor y luego el de Telémaco, uno de los pocos con quien puede conversar a alma abierta. Cuando el maestro lo escuchaba hablar sobre su odisea le decía que lo que tenía él era nostalgia: nostos era viaje y algia, dolor. O sea, añoraba tanto sus viajes que le dolían. Le roían por dentro. Lo importante era saber si era más fuerte la nostalgia que el sentido del hogar.
Penélope se levanta de la mesa y se retira a sus aposentos. Hace tiempo que no comparten estancia. A su vuelta la pasión se cobró venganza por los años de ausencia forzada, pero al poco se apagó la llama de su esposa. Se volvió mojigata, inapetente, casi frígida. Los ayuntamientos eran soporíferos, como si estuviera haciéndolo con un simulacro. Sus carnes ya no eran turgentes, se habían vuelto flácidas, las estrías y las arrugas habían conquistado su cuerpo casi por completo. Su conversación era cargante: sólo hablaba de asuntos domésticos.
Odiseo no puede olvidar las noches de pasión que vivió con dos diosas, Circe y Calipso. Eran insaciables, chispeantes, abiertas a cuantos juegos sexuales les propusiera. Se maldice por haber rechazado la oferta de Calipso de quedarse con ella, haberse convertido en inmortal y no envejecer jamás. Llevaba por entonces tan dentro a Penélope, a su Ítaca que renunció a la inmortalidad por volver a abrazar a ambas.
Telémaco, sentado a su lado, también le da fastidio. No lo puede culpar: no ha vivido lo que él. No es capaz de comprender la complejidad del mundo. Apenas ha viajado al continente. Ha dado muestras de su valor matando a algunos hombres. Es un excelente cazador y parece ser un buen señor. Intenta ser justo. Odiseo tiene seguro que llegará a ser un buen wanax. Pero para ello él tiene que desaparecer, ha de dejarle su espacio: es muy difícil crecer a su sombra.
Ayer acudió a ver a su padre. En realidad fue a despedirse sin decírselo. Lo encontró también cansino: sólo le hablaba de podas, fumigaciones, labrantíos y demás.
El último año a escondidas ha estado armando un navío y seleccionando una tripulación de 50 hombres, los más aguerridos y valientes, aquellos que seguirían ciegamente a su capitán hasta el fin del mundo… Porque hacia allí navegan.
Faltan pocas horas para que la Aurora tiña con sus dedos azafranados el firmamento. Odiseo ya está en pie. Despierta a Argos (jamás volverá a dejar atrás otro perro) y juntos se dirigen al puerto. No se ha despedido de nadie. No hace falta.
Da orden de zarpar. Argos rezuma felicidad. Ladra a todo: a las gaviotas, a las ondas, a los bancos de peces. No existe mayoir felicidad que surcar las aguas al costado de su wanax.
Odiseo ve a Ítaca perderse a popa. No le guarda rencor: Ítaca fue el viento en su alma que le permitió su viaje, volver a ella era su meta, aquello que le permitió salir vivo del mundo de los muertos. Está muy agradecido a Ítaca, a Penélope y a Telémaco. Ahora todos se le quedan pequeños. Ha tardado, pero ha descubierto que su verdadera patria es la mar. Que ésta será su lecho nupcial y también su tumba.
Manda poner rumbo hacia las Columnas de Heracles. Antes piensa atracar en la isla de Polifemo (tiene perfectamente pensado cómo hacer pagar a ese mostrenco la muerte de sus amigos: va a arrojar sus testículos y su fea cabeza a las entrañas del Etna, bajo el cual construyó su gruta). Luego visitará en sus palacios a Circe y Calipso: se merece volver a sentirse inmortal entre sus muslos. Luego… luego, la mar y nada más que la mar.
***
Odisea segunda y grande
acaso mayor que la primera. Pero ¡ay!
sin Homero, sin hexámetros
Era pequeña su casa patria,
era pequeña su ciudad patria,
y toda su Ítaca era pequeña.
El cariño de Telémaco, la fidelidad
de Penélope, la vejez del padre,
sus antiguos amigos, el amor
de su entregado pueblo,
el feliz reposo del hogar
penetraron como rayos de alegría
en el corazón del surcador de mares.
Y como rayos se hundieron.
La sed de mar despertó en él.
Odiaba el aire de tierra firme
Por la noche perturbaban su sueño
los fantasmas de Hesperia.
Le atrapó la nostalgia de viajes,
de llegadas de mañana
a puertos donde, con qué alegría,
entras por primera vez.
El cariño de Telémaco, la fidelidad
de Penélope, la vejez del padre
sus antiguos amigos, el amor
de su entregado pueblo
y la paz y el reposo
del hogar le aburrieron.
Y se marchó.
Mientras las costas de Ítaca
se desvanecían poco a poco ante él,
y navegaba a toda vela hacia el oeste,
hacia Iberia, hacia las columnas de Hércules,
lejos de todo mar aqueo,
sintió que volvía a la vida, que
abandonaba las pesadas cadenas
de las cosas conocidas y familiares.
Y su corazón aventurero
se alegraba fríamente, vacío de amor.
KONSTANTINO KAVAFIS, ENERO DE 1894
TRADUCCIÓN DE ALICIA MORALES
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