Quizá de forma prematura se ha convertido uno en ese viejo gruñón que detesta la vida moderna y piensa que todo era mejor en sus años mozos (los años noventa, en mi caso) y que el mundo se ha confundido de carril y avanza hacia su perdición definitiva. Valga la objeción propia. Pero no me resisto a comentarles seis tristes derivas que se detectan a diario en nuestra vida cotidiana, inclinaciones o tendencias a mi juicio inaceptables, y en algunos casos, o en algunas manifestaciones de los casos, realmente horripilantes. La primera sinrazón contemporánea que me apetece comentar puede enunciarse como el fin de la vida privada.
Hace algún tiempo, una persona me confesó una infidelidad que no le había revelado a su pareja. Sin embargo, su relación era abierta, y este acostarse con otros era perfectamente válido si, de vuelta a casa, se refería de inmediato la aventura, incluso en detalle. «¿Por qué no se lo has contado esta vez?», pregunté. La respuesta: «Porque de pronto he querido tener vida privada».
Me gusta esta anécdota porque nos sugiere que la vida privada no es una imposición o una antigualla, sino que está incardinada en nuestro ser en el mundo y, en buena medida, nos enriquece. Mi amiga o amigo quería tener vida privada, saborear la intimidad, permitirse no contar algo y, sin embargo, saber que tenía algo que contar, que en su vida pasaban cosas. La intimidad es justamente ese relato en reserva, una especie de comodín de la autoestima. Si tú supieras.
Como adivinarán, la vida privada hoy en vías de extinción se malbarata de forma abundantísima en las redes sociales. La tecnología nos ha convencido de que podemos protagonizar nuestra propia vida si nuestro protagonismo cuenta con suficientes espectadores. En concreto, uno debe protagonizar su vida ante el total de la población del Planeta. Todos hemos visto millones de imágenes, vídeos o tuits donde una persona nos da acceso a lo que, hasta hace nada —pongamos: hasta finales de los años 90—, era inimaginable contemplar o saber. Así, hemos visto tu cara día a día, tu casa, tu lugar de trabajo, la cara de tu novia, de tu novio, la cara de tus hijos, tu cama, tus bragas, tus músculos, tu culo, tu nuevo tatuaje, tu lugar de vacaciones, lo que has comido en tu lugar de vacaciones, tu coche nuevo, tu cara borracho, tu cara drogado, tu cara después de follar, a tu madre, a tu abuelo, tu electrocardiograma, tu radiografía, tu contrato editorial, tus heces, la tumba de tu padre, tus lágrimas, tu sudor, tu carrera matinal por el barrio, tus peleas con tu pareja, tu despido, tu pobreza, tu prosperidad… No creo que haya nada de lo que antes se consideraba íntimo que alguien no haya tenido la ocurrencia de hacer público. El resultado de este exhibicionismo colectivo, indiciariamente patológico, es que la gente ya no se cree que ha vivido algo si no lo cuenta.
Un caso singular que me inquieta por encima del resto es el de la paternidad. Pueden encontrarse fácilmente fotos de partos, vídeos de advenimientos, y, pasados los años, más imágenes y más vídeos de ese que nació, que ha ido creciendo ante la mirada de millones de extraños. La renuncia a la intimidad es tan excesiva que hay incluso quien nace sin ella, alguien que deberá asumir en un futuro no muy lejano que sus padres uno diría que necesitaban amortizar su concepción generando materiales de todo tipo que les satisficieran el día a día a base de likes y comentarios, qué guapo el niño, qué graciosa la niña, ya nos contaréis qué tal en el colegio. Del mismo modo que (tesis arriesgada, lo reconozco) el voluntariado que propició el año 92 consiguió que la gente trabajara gratis con auténtico entusiasmo, la efímera alegría del reconocimiento ajeno que permiten las redes sociales ha conseguido que los ciudadanos renuncien voluntariamente a un buen puñado de sus derechos fundamentales. Porque, podemos preguntarnos, ¿para qué necesitamos ya ese articulado en la Constitución donde se nos exime de decir a quién votamos, a qué dios rezamos o qué cuerpos nos excitan? Basta entrar en cualquier perfil de Twitter para conocer casi de inmediato si alguien es de derechas o de izquierdas, si es homosexual o bisexual, si vota a Vox o si ama a España. Una banderita, un logotipo, un tuit fijado, un enlace a un artículo concreto sirven ya para etiquetar política y sexualmente a medio mundo. No en vano, cuando Pedro Sánchez compuso su primer gobierno bonito, se hablaba con total tranquilidad de cuántos homosexuales había en él, como si la orientación sexual tuviera que ser obligatoriamente del conocimiento público, y hasta se afea a menudo que algunos homosexuales en el Congreso —normalmente de partidos conservadores— no nos digan que lo son, como si esa reserva fuera una tara o un desdoro, una cobardía o una muestra de insolidaridad, y no el pleno derecho que tiene uno de no decirte a ti con quién se acuesta.
Los medios de comunicación traen casi a diario contenidos que atentan contra la intimidad de forma tan burda que a menudo parece hasta subliminal. El caso de la pobre niña Greta Thunberg resulta paradigmático de nuestra época en casi todos los sentidos. En el que nos atañe, la vida privada de esta joven, tenemos a unos padres que, en principio muy lógicamente, anteponen la salvación del planeta Tierra al bienestar de su propia hija. Hay aquí una contradicción fascinante, muy divertida, que es la de afirmar con toda razón que los padres siempre deberían preferir incluso la extinción de todo el globo terráqueo antes que la infelicidad de su hijo o hija, por mucho que, en rigor, comprendamos que no habrá hijo alguno sobre el Planeta si éste desaparece. Esa causa mayor, realmente descomunal, es lo que hace que no veamos en Greta a una menor de edad a la que sus padres están destrozando la vida, sino a una hija de la que éstos deben sentirse muy orgullosos, porque es famosa. En realidad, es como si los padres de Greta la hubieran enviado a un talent show de espectro mundial, dejándola sin posibilidades de construir una intimidad.
También muy triste, aunque sea un caso mucho menos dramático, me parece la ocurrencia que han tenido en el atletismo. En algunas pruebas que cuentan con varias series (pensemos en los cien metros), se califican atletas por mejores tiempos, de modo que estos corredores deben esperan a que concluyan todas las series para saber si, aunque no hayan quedado entre los dos primeros, son en cambio el mejor tercero de toda la prueba y pasan a la siguiente fase. Pues bien, algún sádico ha pensado —y convencido a quien mande— que es interesante ver la cara de los corredores cuando conocen por fin si pasan a la siguiente ronda, y para ello los han sacado de los vestuarios, los han sentado a todos juntos (todos los clasificados en tercer lugar) y les han puesto una cámara delante mientras se celebra la última y decisiva serie. A su conclusión, unos saltan de alegría y otros se cubren la cara con las manos. ¿Tiene un velocista la obligación de enseñarte cómo encaja su eliminación de un torneo?
La cosa puede ponerse peor, no crean. Es sencillamente escalofriante la normalidad con la que alguien que acaba de perder a un familiar o amigo en un asesinato sale a las pocas horas en todos los canales de televisión llorando y contando lo que sabe del caso. ¿Qué gana esa mujer que ha perdido a su hija esperando en mitad de la calle a que la entrevisten uno detrás de otro todos los programas matinales del país? ¿Qué duelo es ese que necesita ser televisado? ¿Qué gana esa pareja de jubilados o parados dejando entrar en su casa a las cámaras para que les graben con las mantas sobre las rodillas mientras cuentan que no tienen dinero para pagar la calefacción? ¿Son actores? ¿Han cobrado por semejante indignidad? ¿Les preguntaron «¿quieren ustedes que toda España vea lo pobres que son?» y dijeron que sí?
En una noticia reciente se te invitaba cachazudamente a conocer “lo que votan tus vecinos”, y a continuación disponías de un mapa de la ciudad armado con datos que las instituciones públicas, con idéntica cachaza, habían facilitado a los medios. En las últimas versiones de este tipo de reportaje se incluía hasta la renta media familiar del votante (pero no si esa renta era realmente alta, vaya por dios). Así, manzana por manzana y edificio por edificio, se revelaba si los inquilinos eran rojos o azules.
Ante este panorama de impudicia mezclada con la más aquilatada estupidez, hay alguien que por contraposición despierta en mí toda la curiosidad —quizá paradójicamente—; y toda la admiración. Es esa persona, relativamente joven, cuyo nombre y apellidos escribes en Google y Google no arroja ningún resultado. No hay ni una foto suya en la red, ni un solo dato, ni una sola opinión. Tienen treinta o cuarenta años y han resistido, viven en un mundo paralelo al nuestro, un mundo al que podemos llamar realidad, tan antiguo y estanco como un convento. Estas personas que se niegan a que sepamos de ellas sin que ellas mismas se enteren de que nos interesan ni controlen qué sabemos y cuándo y quiénes somos nosotros para saberlo (o sea, la gente que antes se consideraba perfectamente normal) están —en suma— paladeando las últimas cucharadas de una pócima milenaria: la sabiduría. Porque, como he notado a mi vez en algunos asuntos privados (mis hijos, sobre todo, cuya imagen no está en la red y cuyos cuidados no exhibo ni detallo), cuando nadie sabe lo que tú sí sabes sobre ti, y de pronto todos parecen negar que tú seas quien crees que eres, hay un momento de duda, un vértigo de la identidad; pero luego, pasado ese tramo de incertidumbre, sabes algo de pronto, una verdad pequeña pero irremisible: que tu vida es importante, que no merece la pena dejar que los demás la manoseen, que tu dolor y tu alegría son lo único que tienes y que nada deja de ser doloroso o feliz porque el mundo nunca lo sepa.
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