Hace algunas semanas fuimos en familia a La Granja de San Ildefonso y visitamos el palacio y los jardines y, al volver a Madrid, le comenté a mi hija de tres años que ya tenía algo que contar en la, así llamada, asamblea con que da comienzo su jornada escolar, el lunes mismo, pues en estas asambleítas, cuando es lunes —según me ha dicho ella misma—, se formula la pregunta «¿qué has hecho el fin de semana?», y los niños van contando qué han hecho el fin de semana. Yo estaba bastante contento de que mi hija pudiera decir que había estado en un palacio.
Sin embargo, ella me dijo que no iba a contar lo del palacio. No le daba la gana. ¿Y qué vas a contar, si es la verdad? Voy a contar, me dijo, otra verdad. ¿”Otra verdad”?, sonreí. Y enseguida le pregunté qué verdad era ésa que iba a contar, a lo que me contestó que me la revelaría después de hacerla pública. Esto es, después de saber ella misma cuál era esa verdad alternativa.
Ya está todo en los niños, llevo meses pensando: la poesía, la música, la obsesión consumista y tantas otras cosas más complejas, como ésta de que hay varias verdades entre las que elegir. Mi hija, fatalmente, será ciudadana de un mundo que, como están comprobando, detesto. Un mundo sin privacidad ni sentido común, un mundo propicio al linchamiento y al acoso, a la heroicidad efervescente (en 2020 hay gente que ha descubierto que es “antifascista”, ojo) y victimista hasta la médula, como he tratado de exponer en pasadas entregas de esta serie. Por no hablar de otras inclinaciones que renuncio a afrontar por no resultar repetitivo: infantilismo, adicción a la superioridad moral, corrección política extenuante y desamparo —tomada rigurosamente— de la Igualdad. Pero aquí iremos con algo más impresionante: la simple negación de lo real.
Desde hace años, paladeo intelectualmente un conflicto que, como diría Felisberto Hernández, creo que tiene alguna originalidad. Es el conflicto entre la Verdad y la Sabiduría. Ha sido justamente convertirme en padre lo que ha acentuado esa distancia inefable que hay entre lo que uno sabe y lo que uno vive. Así, no puedo decirles nada que ustedes no sepan sobre ser padre (“los niños son la alegría de la casa”, pongamos), pero puedo decirles que, si no han tenido hijos, no entienden lo que saben sobre tener hijos. Del mismo modo, si nadie cercano a ustedes ha muerto, si no han visto a la muerte entrar por su puerta, no hay nada de lo que saben sobre morir que resuene en su conciencia como resuena en la de aquellos que ya pasaron por un gran duelo. Lo que ustedes saben es sabiduría, la plastificación y comercialización de la verdad.
Así las cosas, yo creo que vivimos en un mundo cada vez más sabio y menos verdadero, donde puede hablarse de todo, incluso con ánimo admonitorio, sin haberlo visto de cerca. Poco a poco, nos vamos desviando de lo cierto para aferrarnos a lo representado, que, como veremos, admite todo tipo de manipulaciones y engañifas, al punto de que cada vez es más extraño que la realidad merezca siquiera la pena. Quizá a eso se refería Javier Marías cuando en una entrevista afirmó que el mundo de hoy, a su juicio, “se estaba desustanciando”.
Bajando a lo frívolo —que es realmente de lo que hablamos cuando hablamos de nuestro tiempo: la pura frivolidad de las sociedades prósperas—, podemos recordar las palabras de Groucho Marx que tan bien nos retratan: “¿A quién vas a creer, a mí o a tus propios ojos?”. Groucho buscaba aquí el acuñamiento de una paradoja bien humorada, pero ahora mismo la opción de creer en lo que uno ve, en lugar de en lo que alguien dice, es más bien siniestra. Da igual lo que tus ojos vean, ¿qué se dice que hay que creer? Y, sobre todo, ¿qué placer o ventaja obtenemos creyendo?
Hace algunos años me junté con un grupo de escritores para mantener un debate. En un momento dado, alguien habló de que las mujeres cobraban menos que los hombres por hacer el mismo trabajo. Todos estuvieron de acuerdo y clamaron contra semejante disparidad. Yo admití que no acababa de creerme que eso fuera exactamente así (esto es, que una profesora de secundaria cobrara menos que un profesor de secundaria, una diputada menos que un diputado, una cajera del Mercadona menos que un cajero del Mercadona, etcétera), y les pregunté si conocían casos concretos en sus propias vidas. No, fueron diciendo uno detrás de otro. Pero —añadió alguien, muy agitado— ¡lo dicen los datos oficiales!
¿A quién vas a creer, a los datos oficiales (sabiduría) a tus propios ojos (verdad)?
Me ha llevado tiempo descubrir que no estoy loco, sino que, en efecto, me he quedado anclado en otra realidad. No es importante si, en rigor, todas las mujeres de España cobran menos que todos los hombres de España que hacen el mismo trabajo que ellas, sino que esa frase fluida, seca, impactante sirva para la causa de la igualdad entre hombres y mujeres. Yo no puedo estar más a favor de la igualdad entre hombres y mujeres, pero tampoco puedo estar más en contra de la mentira como fórmula de convencimiento generalizada. La verdad tiene juez, lo real; la mentira es libre y vertiginosa, maquiavélica. El propio Pedro Sánchez decía en algunos mítines que las mujeres cobraban un 20% menos y en otros que cobraban un 30% menos (recordemos: “por hacer el mismo trabajo”), lo cual da a entender lo permisivos que podemos ser con los datos cuando se vuelven simples agentes de seducción.
El problema llega cuando estas fórmulas emocionales que niegan la realidad se utilizan a mansalva y desde todos los frentes. Así, Vox azuza de vez en cuando el espectro de una inmigración devastadora y delictiva, que millones de votantes conservadores pueden llegar a creerse porque, en el fondo, quieren creerlo. Del mismo modo, alguien progresista quiere creer que las mujeres cobran menos que los hombres por el mismo trabajo. En ambos casos se produce una suspensión de la realidad en virtud de algo mucho más placentero: tener una causa, sufrir un agravio, verse en el lado justo del combate.
Madrid es una ciudad que pasa de estar sucia hasta la náusea a no tener basura a la vista en 24 horas. Que pasa de ser la campeona de los desahucios y de la hambruna infantil a no tener desalojo alguno ni niños hambrientos en 24 horas. Que pasa de ser invivible por la delincuencia de los inmigrantes a ser un fortín con banderas de 14 metros cuadrados en 24 horas. Y al revés. Son las 24 horas que se necesitan para celebrar elecciones, contar los votos y asumir que el nuevo alcalde o alcaldesa es de signo opuesto al regidor en funciones. Esa misma noche, la ciudad es otra; otra verdad, como diría mi hija.
Pérez-Reverte ha señalado cómo la mentira ha pasado de ser “instrumento natural de la política” a convertirse en “política oficial de un Estado”. Esa oficialidad de lo falso tiene, dentro de su drama, alguna ocasión para la risa. ¿Qué tal si, dado que los políticos nos mienten con la mayor desfachatez de la historia de la Humanidad, empezamos los ciudadanos a mentirles a ellos? Mentir en todas las encuestas, mentir en la declaración de la renta, mentir a la policía si hemos presenciado un delito, mentir a todos los funcionarios de todos los registros, no dar nunca nuestro nombre verdadero, inventarse títulos universitarios, doctorados, idiomas que dominamos…
En realidad, creo que eso ya está pasando: la gente está empezando a mentir desde la más estricta autocomplacencia. No sé a ustedes, pero a mí me parece llamativo la cantidad de actores y cantantes famosos que sufrieron bullying de niños, según ellos mismos afirman justo cuando el bullying ocupa las portadas, y nunca antes. Lo cierto es que no hacen daño a nadie, y ayudan a la causa (y, sobre todo, a su propia imagen). No se puede comprobar que mienten. No importa que mientan. Ésa es la grieta que se va abriendo.
Los que no soportamos la mentira nos hemos convertido en esa gente aburridísima que no bebe por la noche, y que por lo tanto no capta la diferencia entre un vino y otro, entre un whisky del montón y el whisky verdaderamente bueno. Hay hoy mentiras verdaderamente buenas. Greta Thunberg, por ejemplo. La gente que ama a esta muchacha —tontos al margen— ama sobre todo lo bien que está conseguido el personaje; ama la impecable construcción de una mentira. Reconozco que me ha llevado mucho tiempo darme cuenta de cuál era mi problema: no poder superar el conflicto entre verdad y mentira para entregarme mansamente al conflicto posmoderno, que es un conflicto entre mentira y mentira, pero donde una mentira es mejor que la otra.
Cabe preguntarse sin embargo a qué sabe la verdad para la gente que ya vive catando mentiras; o sea, ¿a qué sabe el agua de lo real para los espectadores de Operación Triunfo?
Yo se lo digo: a mentira. ¡Ah, ironía! Lo real es brusco, basto, nada atractivo, no hace feliz a nadie y, por tanto, sólo puede ser falaz. Hay ya decenas de casos donde decir —pongamos— que la lluvia moja, que el sol quema o que la nieve es blanca se considera retrógrado. Uno entre tantos: la portada de febrero de National Geographic propone que no existen personas guapas o más bellas, sino que ya es hora de establecer que todos somos igual de hermosos. Bastará con que esto se repita todos los días desde innumerables focos para que, en un año, cualquiera que crea que Brad Pitt es mucho más guapo que yo sea considerado mala persona, opresor. Fascista. Maltratador. Como apuntaba Baudrillard en Las estrategias fatales, “cualquier irregularidad debe encontrar su culpable, su encadenamiento criminal”. A fin de cuentas, ¿quién no quiere ser guapo y, por tanto, una vez designado como tal, no se revolverá contra aquél que le diga que no lo es?
Mi predicción para el futuro puede hacerles alguna gracia. Creo que dentro de 50 años habrá un movimiento mundial contra el dolor y la muerte. Se pedirá al gobierno que los elimine. Se dirá en principio que el dolor y la muerte son inevitables, pero, poco a poco, aquellos que defiendan que el dolor y la muerte son inevitables serán considerados aliados del dolor y defensores de la muerte, por lo que dejarán de decir que el dolor y la muerte son naturales para no verse marginados. Habrá manifestaciones en la calle contra la muerte. La gente se preguntará por qué tiene que morir y por qué tiene que sufrir. El gobierno destinará millones de euros para acabar con ambas lacras y, por supuesto, el capitalismo tendrá la culpa de todo. La gente seguirá muriendo, pero lo hará de muy mala gana. «Nos quieren muertos», dirá un eslogan. Yo ya no estaré aquí para verlo, pero este texto estará en algún lado para consuelo de los pocos que aún se nieguen a ser sabios y sólo aspiren a ser verdaderos, a ser, en efecto, reales.
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